–¿Cuándo irás? —le pregunté.
Mayo había reconstruido nuestra casa de sombra en la colina; las hierbas que habíamos aplastado brotaban otra vez, doradas y verdes.
—Pronto —dijo ella— vendrán a avisarme.
Habían estado yendo, uno por uno, pendiente abajo hacia el río, y cuando volvieron de ver a la doctora Botas, muchos de ellos desnudos, los viejos parecían niños y los jóvenes ancianos. Todos habían recibido la carta y sus secretos se consolidaban y fortalecían y se me cruzaban y entrecruzaban por todas partes. Yo me acercaba a ellos, uno por uno, a los que ahora eran ya mis amigos, y descubría que habían desaparecido, aunque todavía me miraron. Y el saludo moría en mis labios. Hasta los niños más pequeños, excluidos lo mismo que yo, parecían más tranquilos, y jugaban a juegos que yo desconocía con gatos que parecían inquietos y recelosos. Y aunque era la Lista la que se había… se había desmaterializado, parecía en cierto modo que era yo quien no estaba allí, que yo sólo era el destello de un recuerdo y un malentendido en medio del peso sólido de la magia.
—Y si ahora no fueras —le dije—, ¿y si no fueras este año?
—¿Qué quieres decir? —me preguntó, no como si realmente quisiera saber, sino como si yo hubiera dicho algo sin sentido, que a ella no le interesaba. Una ola espesa de desesperación cayó sobre mí, abrutándome. Jamás, por más cuerda Susurro que ella fuese, me hubiera hecho esa pregunta en Belaire Pequeña: ¿qué quieres decir?
—Quiero decir lo que digo —respondí en voz baja—. De verdad digo lo que digo.
Me miró, y el azul de sus ojos era tan vacío y opaco como el cielo detrás de nosotros. Volvió la cabeza, miró a los saltamontes: brincaban sobre la hierba húmeda; miró a Brom, que los perseguía, con delicadeza, aunque era tan enorme. No me oía. Tendría que decírselo todo en palabras.
—No quiero que vayas a buscar esa carta —dije.
Durante el año había vivido con ella, y ella se había convertido poco a poco en alguien que yo conocía: no la chica que yo había conocido antes sino, mes a mes, alguien que yo conocía. No había pedido lo que no me daban, sin embargo, ella misma se había dado a mí. Y yo sabía que cuando ella recibiera la carta, volvería a sentarse lejos de mí, como si hubiera echado a volar de aquí a Luna Pequeña.
—Escúchame ahora —dije, y aterré la muñeca delgada—. Podríamos irnos de aquí. Tú dijiste que a ellos no les importaría, y con seguridad ahora les importaría menos que nunca. Podríamos irnos esta noche.
—¿Ir adónde? —Me sonrió como si Yo le estuviera contando algún cuento fantástico, una de las bromas de ellos.
—Podríamos volver a Belaire Pequeña. —Yo quería decir: a Belaire, donde nacimos, a Belaire y los santos y el Sistema de Archivo, y las comadres que desatan nudos, en vez de apretarlos todavía más como hacen aquí los viejos; Belaire, donde hay una prueba para cada historia y los secretos al menos tienen nombre. Podríamos ir a casa, eso quería decir.
—No era mi casa —dijo ella, y el corazón me dio un salto, porque oí que ella me había oído—. No era mi casa, era sólo un sitio, un sitio en el que yo estaba.
—Pero entonces, cualquier parte, cualquier sitio que te guste, sólo…
—No —me dijo ella con dulzura, mirando las hierbas, el brillo de los saltamontes. Quería decir: no me oscurezcas ahora, no justamente ahora.
A lo lejos alguien venía hacia nosotros, con una túnica negra sin mangas y un sombrero ancho. Houd. Se detuvo a cierta distancia y nos observó un momento. Luego levantó el bastón con que caminaba, llamando a Una Vez al Día, y dio media vuelta, y se alejó.
—Tengo que ir ahora —dijo ella, incorporándose.
—¿Sabes que con esto te pierdo? —dije, pero ella no respondió; echó a andar detrás de Houd hacia Ciudad Servicio.
Apoyé la cabeza en las rodillas y miré las hierbas que crecían entre mis pies. Las briznas de hierbas, los brotes diminutos, los bichos todavía más diminutos, eran claros, más claros de lo que siempre me parecieran antes. Pensé en eso.
—¡No!
Me levanté de un salto, y Brom dejó de jugar para observarme. La alcancé cuando ya cruzaba la plaza de piedra calentada por el sol. El invierno había resquebrajado la piedra, poniéndole en la cara arrugas diminutas, como las ponen los años en una cara humana.
—Una Vez al Día —dije detrás de ella-Me voy. No sé adónde, pero me voy. Volveré dentro de un año. Pero prométeme: prométeme que pensarás en mí. Piensa en mí, siempre. Piensa en… piensa en Belaire, y en los zorros, y en el Dinero, piensa en cómo vine y te encontré, piensa…
—Zorros… no me acuerdo —dijo ella, sin volverse a mirarme.
—Volveré y te preguntaré otra vez. ¿Pensarás en mí?
¿Cómo puedo pensar en ti si no estás?
La tomé por el hombro, súbitamente furioso.
—¡Puedes! ¡Basta! Háblame, habla conmigo, no podré soportarlo si tú no… Está bien, está bien —porque ella estaba cerrando su cara contra mí, apartándose, sacando mi mano de su hombro como si fuera algún impedimento accidental, una rama seca, un abrigo viejo—; pero escucha: por más que digas, sé que puedes oírme: ahora me iré, y los dos podremos pensar, volveré en la primavera.
—Esto es primavera —dijo, y se alejó a través de la plaza. Yo la miré: viva, vívida y blanca por un momento contra la inmensa negrura ausente del paso-muralla; y un instante después, ya no estaba. Guiño: no estaba. Como si no hubiera existido.
Y pensé entonces con una piedra fría en el corazón: ¿y si ella me hubiera hablado con verdad, y si hubiera oído en todo lo que le dije que era tan imposible para mí estar lejos de ella todo un año, un mes, un día, como para Brom hablar o para San Guiño mentir?
No recuerdo el resto de aquel día, qué hice conmigo mismo. Tal vez me quedé donde había sido abandonado, en aquella piedra. Pero al atardecer, antes que ella volviese, fui a los Veintiocho Aromas en busca de Zhinsinura.
Estaba de pie con otros viejos junto al largo mostrador, examinando con ellos un gran trozo de pizarra lisa, toda recubierta con cera de abejas, de modo que se podía escribir encima. Luego de pensarlo un momento, Zhinsinura llamó a una de las mujeres y le entregó una vara puntiaguda; mientras las otras sonreían y asentían, la mujer se inclinó y trazó un signo sobre la cera. Zhinsinura la besó, y la mujer se alejó con una o dos de las otras.
—Yo también quiero ir —dije, y Zhinsinura bajó hacia mí los ojos encapotados—. He pasado todas vuestras pruebas. No he pedido lo que no se me daba: pero ahora pido esto.
Zhinsinura levantó la mano para que las otras estiraran, y tomándome por el hombro me llevó hasta mesa calendario, donde podíamos hablar a solas.
—No hubo ninguna prueba —dijo—. Pero te preguntaré una cosa: ¿por qué viniste aquí?
Había un montón de respuestas para esa pregunta, aunque sólo una importaba.
—Había una historia —dije, una historia de cuatro hombres muertos. Un hombre sabio me dijo una vez que quizá vosotros conocíais el final de esa historia. Supongo que estaba equivocado. No importa ahora.
—Esos cuatro hombres muertos están muertos —dijo ella, con la barbilla apoyada en la mano—. La Liga los destruyó. Destruyó las cuatro esferas transparentes que no tenían nada dentro; destruyó todas menos una, que se ha perdido para siempre, y es como si la hubieran destruido…
—Había cinco.
Fila sonrió.
—Sí. Así es, había cinco.
En los ojos encapotados de Zhinsinura estaban las respuestas a aquel misterio; la última prueba consistía en no preguntar.
—No me importa ahora. Sólo quiero quedarme aquí, con ella. Y no puedo, a menos que sepa lo que vosotros sabéis, a menos que comprenda…
—¿Y si eso no ayudara? Me parece que vosotros, los del habla con verdad, creéis demasiado en el conocimiento y la comprensión y esas cosas.
—No. Por favor. Ni siquiera es comprensión lo que quiero. Ella… Yo… yo quiero, quiero ser, ella. Quiero ser ella. No quiero ser más yo. No me sirve. Nada de lo que sé me sirve. No sé si ser ella es mejor que ser yo, pero va no me importa. Me rindo. Ayúdeme. No me resistiré.
Zhinsinura escuchaba y se mordía un dedo, pensativa. Ahora no había nadie con nosotros excepto la gata Ea’ata a quien no le interesábamos. Miré la lámina de mayo, entre nosotros dos: los niños (que en un año no habían envejecido un solo día) estaban en una casa de madera con una puerta ancha, tinas con pilas de pasto segado y amarillo; el sol se reflejaba en el pasto y le iluminaba las mejillas y los ojos bajos y placidos. Agachados y con las manos sobre las rodillas, observaban a una gata pequeña y atigrada, echada de costado y de quien mamaban tres, cuatro, cinco gatitos. Me pareció que estaba viendo a la familia de zorros que yo había descubierto tiempo atrás para Una Vez al Día. ¿Los olvidaría yo también?
Zhinsinura se inclinó y me acarició la mejilla; sentí los anillos que se le enganchaban en mi barba.
—Quiero a Botas —me dijo en voz baja—. Vieja como soy, tan vieja como cualquiera, no me cambiaría por nadie. Quiero a Botas: por eso te daré lo que pides. Y ojalá te aproveche como a mí. Pero recuerda: no esperes que haga algo. Hará lo que hace, y no hay a quién pedir cuentas, ni a Botas, ni a mí o a tu joven amiga, ni tampoco a ti, como verás.
»Pero ya son demasiadas palabras. No te ayudarán. —Se levantó y me guio hasta el mostrador donde estaba apoyada la pizarra cubierta de cera.
—Pasa esta noche a solas —dije.
—Ven mañana temprano y búscame. Yo te llevaré. Tendrás tu carta de la doctora Botas. —Me puso en las manos la cara puntiaguda—. Ahora firma la Lista.
Allí estaban las marcas de todos ellos; allí estaba la de Una Vez al Día. Yo no tenía marca: con cuidado y torpemente rasqué en la Lista el signo Palma de mi cuerda.
Pasé la noche a solas, pero no llegué a dormir. Me quedé acostado pensando que aunque era Una Vez al Día quien me había llevado allí, a esto tenía que haber apuntado también el camino que yo tomara en un principio. Había visto a los cuatro hombres muertos, y Una Vez al Día me había susurrado los inaudibles secretos de Oliva; había partido con el propósito de ser un santo y resolver aquellos misterios, y había aprendido que el invierno es la mitad de la vida. Pero al corazón de Una Vez al Día no pude acercarme más, y nunca podría acercarme ni as si no daba ese último paso. Pensé en Zher, en como lo había visto el día de mi llegada a Ciudad Servicio, pensé que Una Vez al Día estaría ahora sentada entre las viejas, como él entonces, como si tuviera dentro una lámpara encendida. Mañana yo sería como ella. Y de lo único que me arrepiento, ahora, es de no haber empacado mis cosas aquella noche y abandonado para siempre Ciudad Servicio.
Fui temprano a buscar a Zhinsinura, temblando y bostezando por el frío de la mañana y la ansiedad, y la seguí entre los árboles hasta la orilla del río. Allí, amarrada con cordeles plásticos, había una balsa de troncos; un hombre y una mujer de la edad de mis padres estaban esperando, sentados dentro.
Él y yo, cuando Zhinsinura acabó de instalarse, soltamos la embarcación y con unos reinos gastados y pulidos remamos río abajo por las rápidas aguas de mayo.
Navegamos en silencio; no se oía otra cosa que los latigazos del río contra los flancos de la balsa y las risas susurrantes de la floresta. Zhinsinura fumaba tabaco, moviendo la pipa entre los dientes de un sitio a otro.
—A propósito de la carta —me dijo tina vez— solo tenemos un chiste viejo. Los ángeles decían que en toda carta hay tres partes: el Saludo, el Cuerpo, y el Cierre Cortés.
Yo escuché la colección de palabras antiguas y no dije nada. Sobre los barrancos del río se amontonaban los escombros de edificios en ruinas, ahora invadidos por los árboles, y apenas revelados por algún ángulo, una línea recta en el moho, de factura angélica. Los dejamos atrás deslizándonos por el río entre el follaje lánguido de los sauces como entre tenues colgaduras, y al cabo de un rato tropezamos con un muelle; dimos media vuelta y amarramos la balsa.
Un sendero subía desde el muelle hasta… ¿qué palabra decían?, un claro, un lugar recoleto de sauces jóvenes y pastos tiernos, al que llegaba el sol. Había allí algunos de la Lista y nos vieron llegar, pero no se dieron por enterados; algunos estaban desnudos. En el centro del claro se alzaba una casa pequeña de piedra ángel, que el tiempo había hundido a medias en la tierra; una senda estrecha descendía hasta la puerta baja. Zhinsinura llevó aparte a los dos que habían viajado con nosotros; los dos asintieron a la vez, me sonrieron y se sentaron a esperar. Como lo hiciera delante del paso-muralla, Zhinsinura me tomó con fuerza por el hombro y me guio sendero abajo hacia la oscuridad de la casita.
No había más que una ventana pequeña. Por un momento la oscuridad centelleó con el resplandor del sol que yo aún tenía en los ojos. Vi que la pequeña habitación cuadrangular estaba vacía; luego vi que no estaba vacía. Había una caja, o pedestal, claro como el vidrio o más claro; en el interior unas bolas o botones plateados y negros. Y en lo alto de la caja una esfera transparente, del tamaño de la cabeza de un hombre, y sin nada dentro.
—La quinta —murmuré.
—Botas —explicó ella. Se estaba poniendo en la mano un guante plateado, un guante plateado que brillaba como el hielo—. Siéntate —dijo.
Yo me senté; de todos modos no creía que mis rodillas fueran a sostenerme; Zhinsinura pretendía mover con la mano enguantada uno de los botones. El botón giró. En un instante la esfera se volvió negra, con un leve sonido, como un aliento sofocado; era ahora tan negra que ya no parecía una esfera; un círculo negro recortado del mundo.
—Ahora cierra los ojos —dijo Zhinsinura—. Es mejor cerrar los ojos.
Los cerré; pero no antes de ver que con el guante plateado trataba de hacer girar otra de las bolas dentro de la caja; y que el círculo negro se estaba levantando del pedestal, avanzando como una Luz; y que venía hacia mí.
Y entonces empezó ese tiempo del que tengo que contarte pero no puedo; el tiempo en que Botas estuvo allí, y yo no estuve. El tiempo en que yo no estaba en Junco que Habla, y Botas sí; el tiempo en que Botas vivía, cuando ella era junco que Habla, y yo no lo era; cuando yo no era nada. De todo eso no tengo recuerdos —yo no estaba allí— y aunque el ser de Botas había teñido a Junco, coloreándolo para siempre, él nada recuerda, lo olvidó todo incluso cuando yo volví a él; porque aunque Botas tiene numerosas vidas, no tiene memoria. Sólo recuerdo lo último que hizo Botas: cerró los ojos. Y luego ella lo dejó. Fue entonces, cuando Botas se fue, cuando yo tuve mi carta: mi carta era yo mismo.
—Abre los ojos —dijo Zhinsinura.
Eso, «abre los ojos», entró por las puertas de Junco. Yo no era, y eso entró en la nada; pero, siempre rápido encontró el viejo sendero que esas cosas han tomado antes innumerables veces, y echó a correr. Sólo que ahora, como si fuera una Luz, pudo ver el sendero, infinitamente largo. El Sendero era Junco, las paredes eran sustancia de Junco, y las manos-de-serpiente, los incontables peldaños y recodos y desvíos y aposentos eran él, arcones rebosantes de tunco, todo era Junco; siempre. Junco era manivelas, pasadizos, escaleras, un sendero para que las palabras llegaran a lo más hondo. Y yo… yo era nata; pero cuando Zhinsinura dijo eso, «abre los ojos», yo, desde algún diminuto centro del no-ser me desenrosqué y construí a junco para que lo recibiera: el sendero que esas palabras tomaron y el sitio a donde el sendero conducía se desenroscaron de un salto y a la vez. Las palabras observaron cómo me observaba a mí mismo mientras yo hacía un lugar con el sendero, para que las palabras fueran por él hacia el sitio en que yo lo hacía. Un lugar como de esteras, esferas parecidas a los árboles del pan pero unas dentro de otras, esferas de brillante complejidad hechas sólo de materia que se hace, y cada esfera metiéndose en una más grande justo a tiempo para permitir que el «abre los ojos» escapara hacia las más pequeñas; hasta que las palabras y yo hubimos recreado a junco para que nos contuviera a ambos; y los tres, en un fugaz y silencioso acoplamiento, unimos nuestros caminos. Y abrí los ojos.
La esfera negra se estaba alejando de mi cara, volviendo al pedestal para posarse. Zhinsinura, con el guante de plata, pretendía mover un botón. La esfera se posó, Zhinsinura movió el botón. La esfera era otra vez transparente. Botas dormía.
Zhinsinura me dijo:
—¿Puedes andar? Ahora nos iremos.
Todo aquel lugar que yo había hecho para contener a Abre los Ojos se desvaneció como una nube, y en un tiempo apenas más breve que el que yo había tardado en hacer el lugar, hice un nuevo junco con un nuevo sendero para recibir esas nuevas palabras. Y supe entonces (inmóvil, incapaz de moverme, con las manos apretadas alrededor de las rodillas encogidas, la boca tan abierta como los ojos) que antes había hecho oh cuántos millones, y que los había perdido a todos, y que todos me habían cambiado; ellos eran menos reales que as nubes y yo más cambiante que un pendón al viento; y supe que seguiría haciendo otros, millones de otros, y todos tan distintos como este de… ¿qué? ¿Cómo había sido yo, un momento antes? ¿Qué era esa cosa inmensa que acababa de saber? Traté de aferrarme a algo para Ser, una casa en la que Estar, y no pude; y el Terror se precipitó por entre las rutilantes esferas de junco, y me encontré haciendo una casa para que él la habitara, y prefiriendo olvidar que alguna vez no había vivido en el Terror. Luchaba por rehacer, recuerdo, pero la lucha fortalecía aún más la casa del Terror, y allí yo sólo era Junco y tenía miedo.
Pero entonces hubo luz, porque Zhinsinura me había llevado afuera.
Y la morada del Terror fue menos que un recuerdo porque el Sol ocupó todo mi espacio.
Doraba casi y casi reía pensando que tendría que construir una casa no sólo para todas las palabras sino también para todas las cosas que tienen nombre. Hubo un Sauce. Aconteció, y hubo Pasos sobre la Hierba; y hubo una Persona que yo Conocía. Cada vez que yo volvía la cabeza mil cosas ordenaban sus senderos y se preguntaban qué habría luego, y cada vez que me volvía mil juncos se hacían y deshacían tintineando, suspirando, susurrando, estallando.
Me detuve, inmóvil como de piedra. La mano de Zhinsinura que tiraba de la mía me hacía retroceder. He de tener cuidado. Sería difícil que en esta prisa, algo, algo no llegara a extraviarse. He de tener cuidado al trazar el Sendero, para que ningún nombre se extravíe. Esperad, esperad, suplicaba; pero ellos no esperaban. ¿Y cómo podría yo hacer una cosa con tanta prisa como para que lo albergara todo? Yo estaba rígido como una piedra por el esfuerzo, y el Terror era lo único que sabía acomodar; pero ante la puerta del Terror me detuve: algo estaba despertando en mí, algo despertaba para ir al encuentro de todo aquello con lo que no podía encontrarme.
Lo que despertaba en mí era, diré, Botas. Diré que aunque Botas se había marchado, también se había quedado. Diré que Botas despertó, y que habló y dijo desde la casa dentro de mí: Olvida. Olvida que alguna vez no fuiste la casa perfecta que siempre estás haciendo, y que ya sea una casa de oscuridad o de Luz, ella misma se hará. En cuanto a cualquier nombre que entre en ella, jamás podría extraviarse, pues si la casa es perfecta, ¿por qué entonces el Sendero que lleva a la puerta no ha de estar trazado con la misma perfección?
Diré que Botas dijo esto, diré que esto era lo que decía la carta; hasta diré que las palabras de ella me quitarían aquella rigidez pétrea. Yo flameaba como un pendón al viento, y lloraba y sonreía a la vez. Eso diré: pero el secreto, oh el secreto, es que Botas no tiene nada, absolutamente nada que decir.