Algunos años, en los días que siguen a las primeras heladas, el sol vuelve a calentar durante un tiempo, es otra vez verano. El invierno se acerca; te das cuenta por el olor que tienen las mañanas, las hojas secas amarillean, ya a punto de caer. Pero sigue el verano: un verano breve y falso, tanto más precioso porque es breve y es falso. En Belaire Pequeña-por alguna razón que ya nadie recuerda decíamos que era el verano mecánico del Pequeño San John. Tal vez porque el verano parecía interminable; pero aquel año y en aquella estación era como si Una Vez al Día y yo no pudiéramos separarnos (así como los cuerda Bucle no hubieran podido desenredar un rayo de sol y sacarlo de un cristal), aunque nos hiciésemos daño, aunque quisiéramos que nos separasen. Cuando no estábamos juntos, nos buscábamos. No es raro que uno piense que el amor, que tanto se parece a esa estación, no terminará nunca; pues a veces piensas que una estación no terminará nunca, por más que te digas y sepas que un día terminará.

En aquel verano del Pequeño San John fuimos con un viejo panadero de la cuerda Huesos llamado En un Rincón a cosechar el pan de Santa Bea. Nos permitió acompañarlo como un favor a la Mbaba de Una vez al Día, a quien conocía desde hacía muchísimo tiempo; un favor, pues éramos demasiado jóvenes para ayudar. Dormimos con él en el cuarto cerca de la salida, y despertamos cuando la luz del alba atravesó las paredes amarillas y traslúcidas. Un brumoso amanecer que se transformaría en una mañana seca, calurosa y espléndida. Una Vez al Día, tiritando y bostezando a la luz blanca, se apretaba contra mí para entrar en calor, mientras esperábamos a que todos se reunieran, muchos llevando palos largos con ganchos en la punta. Tras algunas consultas y un recuento de cabezas, nos internamos en el bosque, siguiendo el curso del río, hacia la brumosa espesura horadada por ocasionales rayos de sol.

En un Rincón pensaba que llegaríamos a la plantación de pan al atardecer, la hora en que los árboles están más grandes.

—De noche, cuando refresca, se hacen más pequeños —dijo—. Como las campanillas, sólo que en vez de cerrarse, encogen. Y esta es sólo una de las rarezas de esos árboles.

—¿Cuáles son las otras rarezas? —preguntó Una Vez al Día.

—Ya las verás —respondió En un Rincón—, esta tarde, y esta noche, y mañana. Ya verás todas las rarezas.

No había un sendero para llegar hasta la plantación; los otros cosechadores se habían dispersado tanto que solo de vez en cuando veíamos a uno o dos caminando a la par de nosotros a través del bosque. Muchos, además de los del habla, fumaban el pan de Santa Bea. Pero el paraje en que crece sigue siendo nuestro secreto, y caminábamos tratando de no dejar rastro que pudiera llevar a otros a la plantación. Cuando hubiésemos cosechado y preparado el pan, la gente vendría a Belaire a buscarlo, lo que era divertido, y supongo que beneficioso para todos.

Dejamos la foresta al atardecer, saliendo de entre las sombras de los pinos susurrantes a un prado ancho de hierbas plateadas mecidas por el viento. Los otros cosechadores avanzaban a nuestra derecha e izquierda en dos largas filas, ocultas a ratos hasta los hombros, trazando surcos oscuros en la hierba.

Había una loma elevada en el terreno, y varios de los cosechadores ya habían llegado a la cima y desde allí nos llamaban a voces y agitando los brazos.

—Desde allá arriba podréis verlos —dijo En un Rincón—. Daos prisa. —Echamos a correr hasta la cresta de la loma, donde se alzaban unos postes de cemento altos y erguidos como guardianes.

—Mira —dijo Una Vez al Día, deteniéndose junto a uno de los postes—, oh, mira.

Abajo, en el pequeño valle de un río, el sol caía sobre el agua de plata brillante. Y caía también sobre la plantación del pan de Santa Bea, que vivía allí y (creo) en ningún otro lugar de este mundo.

¿Hiciste alguna vez pompas de jabón? Cuando soplas despacio, y el agua jabonosa es espesa, puedes hacer toda una pila de burbujas, grandes y pequeñas, sobre el cazo de la pipa. Bueno: imagínate una pila de burbujas del tamaño de un árbol, las pompas grandes en la base, tan grandes como tú, y arriba las pequeñas, más pequeñas que tu cabeza, que tu mano, flotando a la deriva en una cola ondulante; una pila enorme e irregular de esferas, que parecen tan insustanciales como burbujas y sin embargo bastante pesadas como para aplastar a las de abajo y transformarlas en sacos elípticos. E imagínalas no diáfanas y cristalinas como las pompas de jabón sino translúcidas: por arriba de color rosa pálido a la luz del sol, y por abajo y los lados con sombras verdes y azules. E imagínate ahora tantos de esos montones de burbujas como abetos hay en un bosquecillo, todos levemente inclinados, todos saltando y rebotando como en una danza solemne; y el sol de la tarde los atraviesa y pone en el suelo manchas de colores. De eso vive Belaire pequeña.

Corrimos cuesta abajo hacia las burbujas, cruzando las grandes plazas de hormigón resquebrajado, dejando atrás los edificios ruinosos y sin techo, dispuestos a la manera angélica en cuadrados exactos con líneas rectas entre ellos: caminos agrietados e invadidos por la maleza.

—Son burbujas de verdad —dijo Una vez al Día, sorprendida, riendo—. Nada. Absolutamente nada.

Eran membranas, secas y escamosas como piel de víbora, y adentro nada más que aire. Tenían un olor especioso, dulce y polvoriento.

Todos los cosechadores se agrupaban ahora a la claridad rosada de las burbujas. Se sonreían, se palmeaban unos a otros, palpaban y pellizcaban la piel de las burbujas de abajo, toscas y gruesas, y se protegían los ojos con la mano para observar las de más arriba, pálidas y delicadas. Había sido un buen verano, húmedo y caluroso, y no habría escasez en el invierno. Habían amontonado en el suelo los palos provistos de ganchos, y estaban sacando de un gran saco unos rollos de soga delgada. Luego, todos nos dispersamos (Una Vez al Día y yo detrás de En un Rincón) alrededor del bosque para luego avanzar encontrarnos en el centro.

En un Rincón buscó un trozo corto de soga y lo ató con fuerza alrededor del cuello plumoso de un tallo, por debajo de las burbujas de la base. A nosotros —a Una Vez al Día y a mí— los tallos nos llegaban a la altura del pecho, y había muchos tallos para sostener cada árbol.

—Aunque en verdad no los sostienen —dijo En un Rincón—, y esa es otra rareza. Los tallos están menos para sostener las burbujas que para impedirles que echen a volar. Veis, cuando el sol calienta el aire por dentro, el árbol entero crece, se vuelve enorme, como ahora, y más liviano. El aire caliente es más liviano que el aire frío. Y si no estuvieran sujetas a los tallos…

—Echarían a volar y se irían flotando —dijo Una Vez al Día.

—Se irían flotando —dijo En un Rincón, mientras las manos viejas y rudas tiraban con fuerza de la soga, desatando el tallo. Ahora estábamos en la espesura, avanzando con lentitud hacia el centro; alrededor de nosotros las paredes verde-azuladas se abultaron y bambolearon en la brisa casi imperceptible. Era estimulante; te daba ganas de saltar y gritar.

—Más livianas que el aire —dijo, riendo, Una Vez al Día—. ¡Más livianas que el aire!

En el centro de la plantación había un claro, y en el centro del claro estaban las ruinas de los edificios bajos y las torres altas de metal, combadas y mohosas, algunas de ellas tumbadas de rodillas; todo de frente a un gran pozo central, y en aquel pozo, como diseñada para insertarse en él, una mole compleja y agazapada de metal negro, alta y con muchos remaches, de la que brotaban puntales que mordían el borde de cemento del pozo: una araña gigante saliendo de su guarida. De la giba le asomaban por doquier máquinas de usos insospechables. Los edificios y torres de alrededor parecían haberse dormido mientras los servían.

—¿Es la plantadora? —pregunté.

—Sí, la plantadora —respondió En un Rincón.

Se enrolló en el hombro lo que quedaba de la soga y nos indicó que lo siguiéramos; Una Vez al Día esperó a que yo le tomara la mano, y caminó pegada a mí mientras nos acercábamos a la plantadora.

—Fue hasta las estrellas —dije.

—Es verdad. Y regresó.

Esa y otras cien como ella habían ido a las estrellas; y cuando regresaron, después de tantos siglos, atiborradas de los conocimientos más extravagantes… no había nadie para recibirlas. De todo cuanto quedaba sobre la tierra, ellas eran las únicas que sabían aún para qué servían, y como no había hombres que las recibiesen, esos conocimientos quedaron guardados dentro de ellas. Y allí se sentaron a esperar con una paciencia infinita, pero nadie acudía, pues todos estaban en la Carretera, o muertos o desaparecidos. Y al fin las plantadoras, oxidadas y putrefactas, murieron esperando, las memorias se desintegraron, los cerebros angélicos se pulverizaron.

—Y qué extraño —dijo En un Rincón—, pensar que las llamaban plantadoras porque serían las primeras de una serie de máquinas que plantarían hombres en otras estrellas. Y ahora aquí la veis, convertida en una verdadera plantadora: ha plantado el pequeño árbol globo de otro mundo, aquí, en esta tierra, lo ha plantado como en un tiesto negro y viejo en el que una Mbaba cultiva caléndulas.

Un poco más arriba era enorme; crecía, toda negra, y nos echaba desde lo alto unas miradas iracundas. Las juntas y los mecanismos que la apuntalaban eran de una fortaleza inverosímil: un metal tan macizo, tan inoxidable, unos soportes de factura tan perfecta, tan tenaces. En el centro había algo que quizá, era una puerta abierta y rota; y de esa puerta brotaba un bocado espumoso de uvas gigantes, las burbujas contrahechas del árbol primitivo, madre de todos los otros. De esa planta madre había brotado los retoños de color verde y azul, y descendiendo entre puntales y chapas de la plantadora, habían penetrado en la tierra, como si fueran raíces; y más tarde habían aflorado otra vez, —dijo En un Rincón—, lo mismo que los otros tallos.

Todo es una sola planta —dijo—, si en verdad es una planta.

Nuestra labor del día había terminado, y mientras el sol se ocultaba, juntamos leña y preparamos las hogueras sobre las plazas de cemento más allá del pan.

—No sé de dónde viene —dijo En un Rincón, mientras apilaba en un círculo los troncos que nosotros le traíamos y que calentarían toda aquella noche—. Pero me imagino algunas cosas de ese lugar. Es frío, pienso, y mucho más grande que este; allá estos árboles nunca crecen tanto como aquí, y los seres vivos se mueven muy lentamente o no se mueven.

Contemplamos la plantación, los árboles van empequeñecidos por el frío del anochecer.

—¿Por qué lo piensas? —pregunté.

—Porque he estado fumándolo desde que era muchacho. Porque con él he crecido y me he hecho hombre, y mis ojos y mi sangre y mi cerebro están hechos en parte de esa sustancia. Y creo saber: pienso que me lo ha contado él mismo.

Dicen que las plantadoras eran muchísimo más sabias que cualquier humano. Yo me pregunto: si esa plantadora volvió desde quién sabe dónde y descubrió que nadie aprendería jamás lo que ella sabía, ¿no podía haber soltado su carga, con la esperanza (¿sería capaz de tener esperanzas?) de que algún día los hombres aprendieran un poco, como había aprendido En un Rincón? Sospecho que no.

Con sus dedos nudosos, En un Rincón sacó de la tabaquera un puñado de pan del año anterior.

Era todo de color verde-azul, sin el rosado de las esferas, y cuando lo puso en la gran pipa de calabaza que llevaba colgada del cuello, brilló con una extraña luz interior.

—Se suponía que no era bueno fumarlo todo el tiempo. Y se dijo más tarde que si se lo fumaba todo el tiempo había que pasarlo por agua, como en las pipas grandes. Pero vosotros, los jóvenes, no hacéis caso. Y yo creo que sabéis lo que hacéis. No os hará daño; nunca hizo daño a nadie. Pero os cambia. Si os hacéis hombres y no sólo coméis alimentos de hombres, sino también este.

La causa de esa creencia, en los días antiguos, la creencia de que hacía daño, fue Santa Bea, por supuesto. Fue después del primer invierno crudo en Belaire Pequeña, cuando ella descubrió la plantación de burbujas, que tan bien olían al calor del sol; y Santa Bea tenía hambre. Y no porque se muriera o enfermara por haber comido el pan; pero cuando San Andy la encontró, semanas después, todavía debajo de los árboles, tenía las ropas hechas jirones, comía el pan cuando sentía hambre, y se había olvidado de él y de los del habla y de la nueva Comuna que ella misma había fundado. Y aunque vivió aún bastante tiempo nunca volvió a decir tres palabras juntas que tuvieran algún sentido para San Andy.

—Esa pipa, la que tú fumaste, en el cuarto de tu Mbaba…

—Sí. Durante mucho tiempo, desde que se aprendió a fumarlo. Cientos de años atrás, todas las pipas tuvieron la forma de la cabeza de Santa Bea, con la boca abierta para recibir el pan.

El pan siseó y crepitó cuando En un Rincón le acercó una cerilla ahuecando los carrillos alrededor de la vieja caña mascada. La primera nube rosada trepó en espiral. En un Rincón le pasó la pipa a Una Vez al Día, y ella inhaló, y una bruma rosada y leve le brotó de los pulmones, la nariz y la boca, y yo me estremecí, asombrado de súbito ante ese acto tan extraño. Extraño aunque lo había presenciado y practicado casi toda la vida.

En el bajo cielo azul titilaron las primeras estrellas. Una brisa ligera reavivó el fuego en la pipa, y arrebató el humo. El hogar del humo era una estrella, quizás una que veíamos desde allí. Pero por muy alto que lo llevase el viento, ya nunca más podría volver.

El día siguiente amaneció encapotado, y desde el sur, río arriba, llegaron las balsas. Los cosechadores trabajaron de sol a sol con los palos ganchudos. Separando los grandes racimos de los tallos estrangulados, y levantándolos (en este día nublado no eran más livianos que el aire, pero casi tan livianos) y los llevaban hasta la orilla, con gritos e instrucciones, y los aseguraban a las balsas con ganchos y sogas. Una Vez al Día y yo no fuimos muy útiles, pero corrimos y empujamos y tironeamos junto con los demás, porque había que transportar todos los racimos mientras fuera de día, de lo contrario se derrumbarían como tiendas y ya nadie podría moverlas.

El último racimo fue trasladado a flote hasta el sitio en que los cuerda Bucle quemaban leña de arce, y secaban el carbón, y lo trituraban y cernían y empaquetaban. En todo el claro sólo quedaron los tallos verdiazules, y los hombres de las balsas los cubrieron con arpilleras para el invierno, y otros envolvieron con plásticos y lonas la plantadora para proteger al árbol madre de la nieve; bueno, la cosecha había concluido, y Una Vez al Día y yo habíamos ayudado; y viajamos de vuelta en la penúltima balsa.

Exhausta, apoyó la cabeza en mi regazo, y nos envolvimos en una manta gruesa y peluda que alguien nos dio, pues soplaba un viento frío; en la superficie del río flotaban las grises hojas secas.

—Está llegando el invierno —dije yo.

—No —dijo ella, soñolienta—. No está llegando.

—Alguna vez tiene que llegar.

—No.

—Bueno, si el invierno…

—Chist… —dijo ella.