–Y empezamos de nuevo con otro, el cuarto.
—Tal vez no tendrías que derrocharlos. No acabamos el último.
—No te preocupes. ¿Puedes continuar ahora?
—¿Me dijiste para qué necesitas estas cosas, estos cristales? Si me lo has dicho, lo he olvidado.
—Sólo para ver… para saber qué fuerte eres. Quiero decir, para saber si la historia podría ser distinta, según quién…
—Según quién sea yo.
—Según quién la cuente.
—¿Ha cambiado?
—Sí. En pequeños detalles. No creo… no creo que nadie amara a Una Vez al Día tanto como tú, quiera decir tanto como en esta historia. Y nunca había oído hablar de una mosca encerrada en un cubo de plástico.
—¿Me hablarás de él, de ese que yo soy? ¿Es un hombre?
—Lo es.
—¿Lo amas?
—Sí.
—Me pregunto por qué he pensado en eso. ¿Por qué tú me lo recuerdas?… No, bueno, no tengo que saberlo, ¿verdad? Bueno Continuaré.
Te contaría cómo pasaba el tiempo allá, en Ciudad Servicio y sin ella, sólo que no recuerdo casi nada, lo que no es sorprendente. Recuerdo solo que me parecía vacía, y llena a la vez. Y recuerdo los gatos: cambiando de sitio, discutiendo y olvidando las discusiones, descendiendo (por peldaños más claros para mí que las palabras) hacia el reposo, y del reposo al sueño, y del sueño a un sueño más profundo. Observarlos me daba sueño y yo también me dormía.
Y entonces me marché. No recuerdo cómo elegí un día, ni si yo estaba oscuro o claro; ni tampoco como elegí una dirección, excepto que no fue el oeste. Me recuerdo, sí, en julio, sentado sobre una roca lejos de Ciudad Servicio y haciéndome amigo de una vaca.
Mi barba era más larga; no me la había recortado como es costumbre en los túneles. Junto a mí estaba mi campamento: un gran cuadrado negro de algo que no era tela pero parecía tela, y que Zhinsinura había sacado de los tesoros de la Lista. Tenía un lado plateado y el otro negro, y envuelto en ella, aunque era tan delgada como los mantos finos de la Lista, me sentía caliente y seco sobre el suelo mojado. Llevaba conmigo pan suficiente como para casi todo un año, si no fumaba mucho, en una de esas bolsitas secas que hace la Lista; y también llevaba los Cuatro Potes y algunas otras dosis; y papel azul de liar, de la cuerda Bucle; y cerillas, que a veces se encendían y otras no, no tan buenas como las de mi gente. Y en el campamento de plata junto a mí atado estaba sentado Brom, observando con recelo a la vaca, y listo para escapar.
¿No hubieras imaginado que Brom la seguiría a ella, a Una Vez al Día? Yo sí. Pero me siguió a mí. O yo lo seguía a él: es más sencillo así con un gato; yo no sabía hacia dónde encaminarme, y él era el aventurero. Y fuimos a dar allí, en julio, a aquellas pasturas, por las que era bueno pasear, y donde había ratones y conejos para que Brom cazara, y vacas en la lejanía. Yo llevaba un sombrero negro de ala ancha. En todo el tiempo que viví en Ciudad Servicio nunca había usado un sombrero de hombre, pero el día de mi partida Houd se sacó el suyo y me lo puso en la cabeza. Me quedó bien. No fue como si yo lo hubiera ganado, aunque nunca había querido ponerme uno porque me parecía que no lo había ganado. Me quedó bien y nada más.
La vaca al parecer había perdido al ternero. Tenía hinchadas las ubres y mugía quejándose. Quizá porque hacía varios días que yo acampaba allí pacíficamente, o tal vez por la doctora Botas, la vaca se me acercó. Yo no me inmuté, seguí sentado y fumando, y Brom bufó y la vaca se fue. Se acercaba y volvía a alejarse como en una pequeña danza. Bueno, pensé, no hay forma de que yo pueda manar de ti para aliviane, amiga. Por fin se acercó lo bastante como para que pudiera tocarla, aunque rechazó mi mano cuando lo intenté. Tenía unos ojos maravillosos: grandes, lánguidos y castaños, parecidos de una manera casi cómica a los de una mujer hermosa; y pestañas sedosas y largas.
Al cabo de un día de esto (¡la infinita paciencia de la doctora Botas!), la vaca consintió de algún modo, y aprendí a acariciarle y apretarle las ubres. Una vez que la leche empezó a fluir, se quedó allí, tranquila como una piedra, y me dejó hacer, y hasta quizá dio un suspiro de alivio. ¿Podrán suspirar? La leche fluía en chorros rápidos, delgados. Cuando empezó a mermar, me saqué el sombrero indestructible y lo puse en el suelo debajo de ella, y los últimos chorros cayeron en el fondo del sombrero; y yo, no sin cieno recelo, probé la leche. Tibia, blanca y espesa, así sabía; me pregunté si recordaría el sabor de la leche que había tomado en mi infancia, pero no lo recordé, o tal vez sí, puesto que me gustó. Cuando iba al arroyo a lavar el sombrero, pensé que si la vaca se quedaba cerca, yo podría alternar la leche con el pan y el agua, y supuse que no me haría daño: tenía buen sabor, y esa era la mejor señal.
Se quedó y Brom ya no bufaba cuando la veía acercarse, aunque no puedo decir que alguna vez hicieran buenas migas. Cuando reanudé la marcha (cuando Brom reanudó la marcha, quiero decir) y yo le seguí, ella me siguió. Le puse Fido de nombre, un nombre que los ángeles, había dicho Guiño, daban a los animales en los tiempos antiguos. Viajar con los dos era un poco tedioso, pero ¿he dicho que yo era paciente? Si los perdía, me detenía y esperaba, y al cabo de una tarde o un día los dos habían vuelto a mí.
Pensarás tal vez que yo estaría oscuro, más oscuro que nunca. No es así. Me sentía feliz. Era verano, un verano maravilloso, cálido y seco; el mar de hierbas era infinito y se movía en ráfagas de plata, como peces que saltaban en un estanque. Por compañía tenía al gato, Brom, y para leche una vaca; para entretenerme tenía a Junco. En las horas en que Pido comía pasto y Brom cazaba o dormía, yo me internaba por los senderos que Botas me había mostrado. Lo quería a junco. Parecía haber en él meandros infinitos, escondrijos y lugares extraños en los que él se ataba al mundo y a las palabras, a otras gentes, a las cosas que conocía y le gustaban y no le gustaban.
Sólo más tarde, en el invierno, empecé a tenerle miedo.
Alrededor de octubre (sin el calendario de la Lista dependía otra vez de mis viejas conjeturas) el mar de hierbas se tiñó de cobre y la lluvia cayó en pendones sesgados; empecé a buscar un sitio donde pasar el invierno. Era la primera vez que elegía hacer algo desde que partiera de Ciudad Servicio; pensé que quizá había olvidado cómo se elegía. De todos modos, el sitio me encontró a mí realmente: todo cuanto hice fue buscar la Carretera, y recorrerla unos días, y luego abandonarla en un pequeño desvío que (yo sabía) me conduciría otra vez a Carretera; y me encontré mirándola a la cara.
Era sólo una cabeza, de unas tres veces mi altura, y el cuello grueso descansaba sobre una plazoleta de piedra resquebrajada y herbosa; todo alrededor crecían los bosques, con pilas de hojas en el suelo. Tal vez antes había estado pintada, pero ahora era de un blanco opaco, excepto los regueros oscuros de herrumbre que le corrían desde las cuencas de los ojos como lágrimas sucias. Pero como sonreía de gran oreja a gran oreja, se hubiera dicho que lloraba de felicidad, una felicidad insoportable.
No cabía duda de que era una cabeza; los dos ojos saltones, la nariz redonda como una bola; la boca sonriente que había sido alguna vez un espacio abierto, el labio inferior ancho y plano con unas oxidadas chapas de metal que eran como una hilera de dientes cariados. Sólo que era absurda como cabeza, un glóbulo perfecto. De pie delante de ella, tuve la impresión de haberla visto antes, pero ni siquiera ahora recuerdo dónde.
Había una puerta de metal en la parte de atrás que la herrumbre había carcomido hasta dejarla delgada como un papel, y la atravesé. Dentro estaba oscuro y sofocante, con olor a cerrado durante quién sabe cuánto tiempo, y unas pequeñas alimañas que habían descubierto el modo de entrar, huyeron de Brom y de mí. Con la puerta abierta pude ver qué clase de sitio había sido: nada menos que una cocina. Parecía una miniatura de la de Veintiocho Aromas. ¿Y para qué, allí, en medio de la nada, donde lo único que pasaba era la Carretera? Tal vez los ángeles habían querido demostrar que podían poner una cocina en cualquier sitio… Un techo la dividía en des, a la altura de la nariz; había una puerta allí, y trepé hasta ella apilando trastos. Dentro estaba muy oscuro, pero alcancé a distinguir la curva del cráneo donde yo me encontraba, y las concavidades de las órbitas. Al cabo de un rato de tropezar a ciegas con vieja basura y nidos nuevos, encontré algo metálico, un caño quizás, y con él vacié a golpes las grandes pupilas redondas y dejé que entrara la luz.
Tardé un par de días en quitar la suciedad y descubrir que el suelo era sólido y que el cráneo no tenía goteras. Construí una escalera para que Brom y yo pudiéramos subir al cráneo, aseguré la puerta en la nuca, y puse unos postigos en los ojos, para cerrarlos por la noche. Tengo cierta habilidad en esas manualidades tradicionales y pasé varios días transportando a la cabeza las hierbas secas que Pido comería cuando llegase el invierno. (Por supuesto, junté demasiado poco). Me asombraba ver que aunque la cría de Fido tenía que estar ya muy crecida, cada vez que le apretaba las ubres seguía fluyendo leche.
Abajo, en las artesas de plata angélica, podía hacer fuego; hasta había una campana de plata angélica encima de ellas, con un orificio de salida; de modo que no había demasiado humo; el calor subía, e hice allí camastro de ramas y hojas y agujas de pino, y lo cubrí con mi negro y plata. Y colgué allí mi sombrero cuando empezó el invierno.
Si hubieras estado allí, si hubieras estado en el fondo de los bosques y hubieras mirado arriba entre los árboles desnudos pulidos por la lluvia (ahora al parecer llovía todos los días), habrías visto la cabeza en que vivíamos, de un blanco hueso bajo la llovizna, mostrando en una sonrisa idiota los dientes oxidados; y mirando hacia ti (pero no a ti; a la nada; a nadie) estaríamos Brom en el ojo izquierdo, y yo en el derecho. Tenía mucho tiempo, mientras esperaba, para pensar en lo que podía haber sido aquella cabeza. Estuve solo durante todo el invierno, y se me ocurrieron muchas explicaciones. Una vez me puse oscuro de miedo cuando llegué a la conclusión de que eso en que yo vivía no era algo que habían hecho los ángeles sino uno de los propios ángeles, sepultado bajo piedra hasta el cuello en aquel lugar desolado, muerto con una sonrisa-llanto, una cocina en la boca y yo en su cerebro… Me costó quedarme allí y no salir corriendo, asustado.
Bueno, lo superé. Tuve que hacerlo. No tenía otro lugar adónde ir.
Fue en ese invierno cuando adopté la rapiña como medio de vida. En cierto modo, todos viven ahora de la rapiña; por cierto, la Lista, con un palacio repleto de tesoros de los ángeles, y los túneles con arcones; Guiño rapiñaba conocimientos. Pero hay algunos que no tienen otra ocupación: como Teeplee.
Un día se me ocurrió que quizá pudiera reemplazar los postigos de madera que había hecho para mis ojos por un poco de vidrio y aun un plástico bonito y transparente. De regreso a la cabeza había pasado por una gran ruina, y elegí ese día para ir allí a ver si encontraba algo que pudiera aprovechar. Era un día templado de diciembre, luminoso y castaño y estimulante; acababa de pasar mi tiempo de nacimiento; había vuelto el recodo de los diecisiete.
La ruina había sido uno de esos lugares donde los ángeles fabricaban miríadas incontables de alguna cosa, un edificio bastante grande como para que la cabeza o las cabezas se levantaran por encima de los bosques que crecían alrededor. Un alto muro se alzaba solo, como recortado, con todas las ventanas vacías; raro, porque aunque la luz del sol entraba ahora más libremente por todas aquellas ventanas, el edificio parecía todavía más ciego. Los grandes árboles habían entrado con pies y manos en los muros de otros edificios derruidos, pero habían dejado casi intacta la espaciosa e inevitable plaza de piedra; las hierbas crecían parduscas y erizadas sobre las extrañas colinas de escombros. Aunque los grajos chillaban y las ardillas silbaban, me pareció que había allí más silencio que en ningún otro sitio. Se podía ver dónde las sendas se habían cruzado entre los edificios en ángulos perfectos; la más ancha conducía al más grande y menos ruinoso, y subí hasta la oscura boca aliena. Estuve a punto de entrar, pero me detuve a pestañear en la oscuridad, y descubrí que el recinto no tenía piso. Me había detenido al borde de un abismo de varias veces mi altura. Allá abajo algo se escurrió: alguna alimaña que había encontrado un sitio en que vivir. El ruido casi imperceptible se repitió en un eco prolongado.
Los polvorientos rayos de luz que entraban por las ventanas vacías no iluminaban la oscura maraña de abajo. Sin embargo, alcancé ver una pared por la que era posible descender. Había bajado un trecho cuando me pregunté si podría volver a subir, y me detuve. Pateé algo del borde en que me había detenido y oí cómo resonaba abajo, en las profundidades; me senté y me restregué el hombro para quitar algo que había caído sobre él.
Me volví. Lo que había caído sobre mi hombro era un guante, y dentro del guante había una mano. Grité, pero no pude levantarme pues el borde era demasiado estrecho. La mano estaba unida a un cuerpo largo coronado por una cara pálida. Bajo unas cejas rizadas unos ojos brillantes de suspicacia se clavaban en los míos.
—Veamos —dijo, y el puño se apretó sobre mi hombro.
El guante que le cubría la mano era de plástico negro y lustroso, con un ancho puño tieso del que colgaba un fleco de plástico. Impresa o pintada en el puño había una borrosa estrella blanca. Yo no sabía si asustarme o asombrarme. De la cabeza a los pies el hombre estaba envuelto en un ropón pesado y brillante, recogido en una caperuza con una cuerda; era una tela listada con franjas anchas en rojo y blanco, excepto en el hombro donde había un rectángulo azul con hileras regulares de estrellas blancas. De la caperuza roja y blanca emergía viboreando el cuello, tan largo que se doblaba en la mitad, como roto; el pelo era una cerda de color metálico, cortada casi al ras. A pesar de mí mismo, sonreí; y aunque el apretón no se aflojó, él también sonrió. Tenía unos dientes parejos y sanos, y verdes como la hierba.
—¿Un saqueador? —dijo.
—No sé —respondí, aunque la palabra me pareció familiar—. Andaba buscando un poco de vidrio. Pensé que aquí podría encontrar algo que sirviera, un poco de vidrio o de plástico transparente…
—Saqueador —dijo, moviendo afirmativamente la cabeza y con una sonrisa verde. Me soltó el hombro y se sacó el guante. La mano era pálida y centelleaba de anillos; me la tendió y dijo—: Choca. —Yo supuse que me ayudaría a levantarme, pero cuando me tomó la mano se limitó a… a sacudirla, rápidamente, de arriba abajo, y luego la soltó. ¿Era una advertencia, un saludo o qué? Seguía sonriendo, pero por alguna razón los dientes verdes hacían que fuera difícil adivinar por qué sonreía. Pasó deslizándose por delante de mí, recogiéndose los faldones listados, y empezó a bajar con rapidez apoyándose en unos rebordes que yo no había notado antes; luego se volvió y me indicó que lo siguiera.
No era fácil seguirlo. Se deslizaba como una araña o una ardilla muro abajo y por encima de las enormes e innominadas pilas de herrumbre y escombros. De tanto en tanto una de las grandes ventanas de allá arriba proyectaba sobre él un rectángulo de luz de diciembre, y el manto soberbio resplandecía un instante y volvía a apagarse, como una lámpara listada. Entonces recordé.
—No soy un saqueador —dije. Y, en seguida, en voz más alta, para hacerme oír por encima de los múltiples ecos de nuestro descenso, grité—: Creía que todos los saqueadores habían muerto.
El hombre se detuvo y se volvió a mí, mitad dentro y mitad fuera de la luz de una ventana.
—¿Muertos? —preguntó—. ¿Has dicho muertos? ¿Eso has dicho? ¿No ves aquí esta cosa Nacional? —Sacudió el manto a la luz—. Esta cosa Nacional que ves aquí ha estado muerta desde que la hicieron, y todavía está como nueva; y supongo que mucho después de que yo mismo esté igual de muerto, el cuerpo de alguien será amortajado en esta antigua gloria. Así que no digas muerto. Sígueme, nada más.