Un día, después que la lluvia gris hubo desleído la nieve salpicada de negro de los últimos montículos, y ya muchas aves habían regresado, y cuando los bosques, luego de desperezarse y bostezar se poblaron de pronto de nuevos aromas, Guiño y yo nos deslizamos por la escala, y una vez en el suelo, mirando alrededor, parpadeando y tratando de mantenernos de pie y erguidos, respiramos el aire nuevo cargado de olores.

En el último plenilunio, Guiño, después de estudiar el aire de la noche, y contar dos veces con los dedos alguna cosa, había guardado el pote de polvos; no obstante, los primeros días templados nos sorprendieron durmiendo aún el final de nuestro largo sueño, todavía en la cama como hacemos a veces en una mañana espléndida, sabiendo que tendríamos que levantarnos pero en cambio nos damos vuelta y acurrucamos bajo el desorden de las mantas hasta que el sol está alto. Al fin vagabundeamos por los bosques, saludando a las otras criaturas que despertaban de la hibernación: una babosa, una tortuga calentándose al sol, una marmota tan flaca que parecía vestida con las ropas abultadas de otra; y a los árboles también; y cuando Guiño y yo nos detuvimos a observar a la marmota, que husmeaba el aire, me sentí agradecido por haber salido indemne, por haber sobrellevado otro invierno que acaso muchos no habrían podido soportar; un invierno que ahora había terminado, un invierno que es la mitad de la vida. La vida es verano y es invierno, un día es mitad sueño y mitad vigilia, y mi especie es el hombre, los hombres que han vivido y han muerto; y yo había salido con vida de otro invierno para poder estar ahora allí, en la tierra que despertaba, aspirando el olor de los bosques anegados. Pensé en Una Vez al Día, la vi claramente viajando por lugares remotos. Me senté, abrumado por pensamientos y recuerdos, y al mirar a Guiño lo vi viejo y arrugado; el invierno lo había debilitado y envejecido a pesar del polvo, y supe que algunos habían muerto en Belaire. Comprendí que lo que el polvo de Guiño había hecho era suspender: suspender lo que ahora se precipitaba sobre mí con una violencia intolerable. Todo había comenzado otra vez cuando el efecto del polvo se desvaneció, y era enorme. Suspiré para sacármelo de dentro, pero no pude; y de pronto me eché a llorar, con sollozos largos y jadeantes, allí sentado sobre la tierra que ahora estallaba alrededor.

En Belaire Pequeña estarían renovando los cuartos en homenaje a la primavera. Los cuerda Bucle estarían corriendo las paredes y abriendo las puertas a lo largo del Sendero, los suelos de tierra nueva se transformarían en suelos duros, y dejarían que entrara el sol. Belaire se abre al calor como una larva, y los cuerda Hoja la adornan y decoran e invitan a la gente a ver cómo se despliega. Quitan los aislantes, narren de los cuartos las hojas y el invierno, las sillas predilectas son arrastradas a lo largo del Sendero hasta sitios soleados y predilectas; y una promesa nueva hace que las cuerdas vibren con ideas y risas.

—Y por eso quieres volver —dijo San Guiño.

—¿Qué? ¿Volver? ¿Por qué lo dices?

No contestas cuando te hablo, no oyes lo que te digo. Te has pasado la mañana mirando por la ventana, como si no hubiera modo de salir de la casa, y cosas que hacer, además; no me refiero sólo a acarrear y arreglar, ahora hay cosas que ver ahí fuera, y árboles y plantas en flor. Y tú estás aquí dentro, sentado.

—Esto no es estar dentro.

—Tú sabes lo que quiero decir. Todo te pica, pero no sabes dónde rascarte.

—Bueno, no puedo volver. Claro que no.

—Claro que no.

Habría enjambres de abejas y expediciones al otro lado de Montaña Pequeña para ver el nuevo pan, y los pájaros de la Mbaba estarían de regreso; y pronto llegarían los viajeros de la Lista, y acaso también ella esta vez, y tenía que contarle tantas cosas.

—Supongo —comenté— que hay otros sitios en el mundo.

—Sí —dijo Guiño—, supongo que sí; otros sitios, e igual de hermosos.

Dejé la ventana y bajé deprisa por la escala de soga, casi enfadado con Guiño. Porque él tenía razón: fui hasta el prado florecido y allí me senté y me permití pensar. Sí, quiero volver, ahora, en primavera, quiero volver ahora; el deseo me apretaba y lastimaba la garganta. El deseo fue tan fuerte y duró tanto ese día, que casi no me sorprendí cuando mi nostalgia hizo que entre los árboles frondosos de la orilla aparecieran dos chicos pálidos, más desgarbados que cuando yo los conociera, y con cintas anudadas al cuello. Entre otras cosas más importantes, yo había olvidado, durante el invierno, quién era quién.

Treparon el barranco, como de costumbre, ociosos, metiendo las narices entre las matas en busca de animales; uno de ellos me vio y me saludó con la mano y yo le respondí. Era como si se hubieran pasado todo el invierno del otro lado del recodo, esperando el primer día templado.

—Hola —dijo, creo que Retoño—. ¿Ya eres un santo?

—No —respondí—. Todavía no.

—Bueno —dijo el que venía detrás—, en Belaire desean volver a verte.

—Sin Luna estuvo allí en el otoño —me dijo el primero—; y otra vez en la primavera; tu madre te echa de menos.

El otro hermano se sentó en cuclillas en el prado y se pasó una mano por los cabellos rubios y lacios, quitándose una hoja.

—Tal vez —dijo—, si has estado un año entero y todavía no eres santo, tendrías que volver y empezar de nuevo más adelante.

—Tal vez —dijo el otro.

—Tal vez —dije yo, pensando en mi madre, y en lo poco que Sin Luna pudo decirle y en la tranquilidad con que yo me había marchado, sin preocuparme por los sentimientos de ella o los de algún otro. Sentí en mí una ola de vergüenza e inquietud y me incorporé de un salto, con los puños crispados.

—Sí. Sí. Tendría —dije—. Quizá…

—¿Dónde está el santo? —dijeron los mellizos casi a la vez.

El santo. Me volví y miré hacia el bosque. Disimulada entre los espinos, una cara morena aureolada por una cabellera blanca nos espiaba como una tímida bestezuela salvaje. Cuando advirtió que yo lo había visto, desapareció rápidamente entre las sombras. Yo me encontraba a mitad del camino entre los bosques el tronco tirado donde estaban los mellizos; los dos miraban absortos algo que acababan de encontrar.

—¡Esperad! —les grité; y ellos alzaron los ojos y me miraron, sorprendidos—. No tenían prisa.

Recordé la primavera pasada, cuando me abriera paso entre esos mismos árboles, buscando al santo; en aquel entonces no era más que un bosque, un bosque como cualquier otro. Ahora, como un rostro que se ha aprendido a querer, me era tan familiar que el bosque primitivo se había desvanecido para siempre. Y el único que yo conocía era este, con el sendero —secreto como el Sendero— que corría junto a los abedules en flor y la espesura de las siempre-verdes, y seguía cuesta abajo hasta el terreno de los hongos. Y cuesta arriba por la pizarra moteada de verde y la barranca de zarzas enmarañadas hasta donde crecían los viejos robles, y hasta el roble más viejo. Y hasta Guiño, que parecía acongojado, sentado con la cabeza gacha al pie del árbol.

Trepé lentamente y me senté junto a él sin hablar. Él no me vio, pero en ese momento advertí que miraba al suelo no aplastado por la congoja, sino observando con mucha atención algo que había en la hierba: una hormiga negra y de las más grandes. Sacudiendo las antenas, iba y venía entre las hierbas inclinadas.

—Se ha perdido —dijo Guiño—. No puede encontrar el hormiguero; se ha desorientado. Nada peor puede ocurrirle a una hormiga. Para una hormiga estar perdida es una tragedia.

—¿Una tragedia? ¿Qué es eso?

—Tragedia, una palabra antigua; la descripción de algo terrible que le sucedía a alguien; dadas ciertas circunstancias y alguna falta tuya, podría sucederse a ti, o a cualquiera. Era como el habla con verdad, pues mostraba que todos tenemos una misma naturaleza, que no podemos cambiar, de modo que el sufrimiento es inevitable. Si esta hormiga volviera al nido alguna vez, y pudiera contar lo que ha soportado y sufrido, ese relato sería una tragedia. Pero no puede, aunque vuelva al hormiguero. En cierto modo, ninguna hormiga ha soportado hasta ahora la tragedia de haberse perdido; esta es la primera, pues las hormigas no cuentan lo que ven y no pueden prevenir alas otras. ¿Entiendes?

—Creo que sí.

Guiño alzó los ojos y clavó en mí una mirada larga, serena.

—Bueno. Creo que he agotado todas mis historias, junco, las importantes. Y ahora que esos dos idénticos han vuelto, regresarás a casa, supongo.

¡No, Guiño! Durante aquel invierno yo había aprendido con él a hablar con verdad, y el peso y la ternura de lo que ahora decía no tenía respuesta. Me arrodillé a su lado y esperé. Pero no dijo más; siguió observando a la hormiga que iba y venía entre las hierbas como un hombre en la oscuridad.

—Dime qué he de hacer —dije al fin.

—No, no —respondió Guiño, como si hablara consigo mismo—. No… Supongo, sabes, que toda esa charla descabellada de que soy un santo, me ha afectado un poco. Bastante en todo caso como para que deseara contarte una historia que pudieras recordar, y repetir. Pero no es ninguna historia, sabes, no es más que «y entonces, y entonces, y entonces» hasta el infinito… Un santo, no. Si fuese un santo, no te diría, ahora, lo que tienes que hacer. Y como no soy un santo, no puedo decírtelo.

Pensé en Siete Manos, y en el día en fuimos a ver la Carretera. Me había dicho: «Si te propones ir a alguna parte, tienes que saber que llegarás. De algún modo, por algún camino». Pensé en Costura y Sin Luna, viviendo allí, en la casa del río, pero atados por fuertes cuerdas a Belaire. Pensé en Una Vez al Día. No: por más que Belaire me llamara, no podía regresar. Todavía no.

—Guiño —dije—, tú me dijiste, hablando de los cuatro hombres muertos, que si quería saber más tendría que preguntárselo a la Liga Larga, o a los ángeles.

—Ya no hay Liga, ni ángeles.

—La Lista de la doctora Botas es hija de la Liga. Y sabe cosas que la Liga sabía.

—Eso dicen ellos.

—Bueno —dije, y respiré hondo—. Entonces iré a preguntarles.

Guiño se quedó callado, y me miró, parpadeando como si acabara de advertir que yo estaba arrodillado junto a él, y se preguntara cómo había llegado allí.

—Tal vez —dije—, no llegue a ser un santo. Tal vez no. Pero aún quedan historias por aprender, y por contar.

Me incliné y con un dedo abrí entre las hierbas un camino para la hormiga, que interrumpió sus ajetreos, desconcertada. Me pregunté si me echaría a llorar. Yo había querido ser un santo.

—Conozco el camino —dijo Guiño—. O lo conocí en un tiempo.

Lo miré. La cara morena se le arrugaba en los comienzos de una sonrisa. No había querido decirme lo que tenía que hacer; pero yo había elegido lo que él hubiera elegido para mí.

—Me pregunto, sin embargo, si te dirán lo que quieres saber.

—Había una chica —dije—, una chica de cuerda Susurro, que años atrás se fue de Belaire a vivir con ellas. Si pudiera encontrarla, ella me lo diría.

—¿Te lo diría?

No contesté. Lo ignoraba.

—Bueno —dijo Guiño—, escúchame y te diré cómo llegar hasta ellos. Eso es lo primero.

Yo no podía pensar al mismo tiempo en Belaire Pequeña, en Una Vez al Día y en las indicaciones que Guiño iba a darme. De modo que levanté un momento la mano, con la palma hacia Guiño, como hacen las comadres antes de escuchar un cuento, y traté de ser como un recipiente vacío. Guiño me explicó entonces cómo tenía que ir hasta donde habitaba la Lista; y me lo dijo de una forma que yo no podía olvidar, porque en cierto modo él era un santo: era mi santo.

Nos levantamos, y tomados del brazo fuimos hacia el prado deslumbrante salpicado de nuevas flores. Los mellizos corrieron a saludar al santo, y Guiño los acarició y rio entre dientes y fue otra vez el viejecito que ellos conocían. Y nos sentamos a conversar, y las cejas de Guiño bailaban arriba y abajo mientras se palmeaba las rodillas con las manos diminutas. Los mellizos nos dieron noticias de los túneles, lo poco que sabían. Guiño escuchaba y bostezaba al calor, y fin se tendió de espaldas sobre la barranca.

—Sí, allá todo sigue como antes… Sin cosas nuevas, y si las hubiera, uno no podría saberlo… bueno. Y entonces, y entonces, y entonces… Otra primavera y, además, ya hace calor… Tan pronto viene como se va…

Guiño se había dormido, con las manos debajo de la cabeza, y respiraba tranquilo en el cálido viento del sur.

Nos alejamos sin hacer ruido. Yo junté mis cosas, pero le dejé a Guiño mi hamaca de cordones: un regalo bien modesto.

—Esta noche llegaremos a la casa del río —dijo Retoño; y Pimpollo añadió—: Y mañana podrás estar en casa.

—No —dije—. No pienso volver. Pero iré con vosotros hasta el río. Allí buscaré la Carretera.

—Me pareció que ya no querías ser un santo —dijo Retoño.

—No sé nada de santos. —Habíamos llegado a la orilla del arroyo—. Pero decidí marcharme de casa y creo que tengo que quedarme afuera.

Cuando nos internábamos en el bosque volví la cabeza y alcancé ver a Guiño, durmiendo en el prado. Me pregunté si volvería a verlo.

Me pregunto si lo habré visto alguna vez.