Al anochecer, sentado entre ellos reunidos en asamblea, no dejaba de observarlos, aunque estaban tranquilos, con las espaldas apoyadas contra las paredes del campamento en la creciente oscuridad. No era en verdad una discusión acalorada.
—Podríamos atarlo a un árbol —propuso uno de ellos, moviendo las dos manos en círculo como si estuviera atándome y luego apalearlo hasta que muera.
—¿Sí? —dijo el hombre más anciano, el de la barba entrecana—. ¿Y si no se queda quieto mientras lo atamos y apaleamos?
—No me quedaría quieto —dije yo.
—Lo sujetaríamos —dijo el primero. Usa la cabeza.
Una Vez al Día sentada lejos de mí, con Brom, miraba una a una las caras de los hombres a medida que hablaban, indiferente al parecer. Yo nunca podría escapar a través del bosque.
—Si tuviéramos un cuchillo —dijo otro, bostezando—, le cortaríamos la lengua. Así no podría hablar.
—¿Eres tú quien se la va a cortar? —dijo Una Vez al Día, y cuando el hombre no respondió, sacudió la cabeza con desdén.
—De todos modos, no tenemos ningún cuchillo —dijo el hombre, no demasiado amilanado.
—Tenían miedo, sabes, miedo de que yo regresara y dijera a todos dónde estaba el campamento, y fueran a invadirlos o a robarles; había ladrones todavía; no tenían por qué confiar en mí. Simplemente, no sabían qué hacer.
—Si fuéramos bondadosos con él —dijo Una Vez al Día—. Y si le diéramos cosas.
—Sí, sí —dijo una voz, alguien ahora perdido en las sombras—, y un día se siente oscuro, ¿y de qué sirve entonces toda la bondad?
—Él no es así —dijo ella con una voz apagada.
Y durante un largo rato nadie dijo nada más. Yo me sobresalté cuando alguien se levantó de pronto cerca de la puerta; era el viejo portero: entró, volvió a salir un momento después, empujando delante de él una esfera de luz blanca, fría y brillante, y cuando la soltó flotó como una semilla de cardo, iluminando con un leve resplandor a los hombres y mujeres allí reunidos. Yo estaba abstraído, pensando en mi suerte, pero cuando el viejo soltó la Luz, y la Luz flotó, me acordé de Oliva y de la luna llena; miré a Brom y a los otros gatos que estaban allí, que me observaban con el mismo franco candor de quienes discutían si me apalearían o no hasta que muriese. Y de cuando en cuando Oliva murmuraba al oído del Pequeño San Roy unos terribles secretos.
—Tengo una idea —dije, procurando que no me temblara la voz—. Supongamos que no quiera irme. —Todos me miraron con la misma afable indulgencia con que se escucharan unos a otros—. Supongamos que me quede con vosotros y no regrese nunca más. Podría ser útil, llevar y traer cosas. Y luego envejecería y moriría de muerte natural; y vuestro secreto quedaría a salvo. —Permanecieron tranquilos, pero no como si estuviesen pensando: parecía que no me hubiesen oído—. Soy fuerte, y sé muchas cosas. Sé muchas historias. No quiero irme.
Ellos me miraron, y miraron la Luz que se movía levemente junto con la brisa. Por último, un hombre joven se inclinó hacia delante y dijo:
—Yo sé una historia. —Y la contó.
Así fue como pasé esa noche entre Brom y Una Vez al Día, sin dormir, aunque ellos se durmieron casi al instante. No habían vuelto a hablar de apalearme o mutilarme; no se dijo nada más, excepto la historia, y al final sonreí como los otros, aunque no la había entendido.
Y no mucho después de dormirme, antes del alba, ella me despertó.
—Los gatos están en camino —me dijo, el rostro sombrío y extraño.
Por un momento no recordé quién era. Me levanté, trastabillando, tiritando de frío, y fumé un poco con ella, y bebí algo caliente que me ofreció en un tazón; sabía a flores marchitas. De cualquier modo calmó mis temblores, eso y un largo capote negro que ella me dio, riendo cuando me lo puse. También los otros se rieron, cuando me vieron con ese disfraz. En aquella larga noche, mientras mis miedos se disipaban, aprendí algo: que los del habla con verdad no necesitan ser valientes, pues siempre saben qué pasa por las cabezas de los otros. Y sólo porque ellos no habían hablado como yo, les había tenido miedo, cuando en realidad no querían hacerme daño. Era la primera vez en mi vida que había tenido miedo de los hombres, y comprendí que en adelante iba a ocurrirme con frecuencia —el miedo, la confusión, la incertidumbre—, y que tendría que ser valiente. Y pensar que en la madriguera, donde la gente moría en paz y de vejez, nada sabían de todo eso.
Los gatos estaban en camino, era hora de partir. Hubo algunas discusiones acerca de quién llevaría qué cosa, entre las que habían empacado la víspera; yo cargué sobre los hombros un gran envoltorio negro y brillante cuyos crujidos me permitieron adivinar que era una carga de pan seco, suficiente para muchos durante todo un año. Parecía justo que yo cargara con él. Y nos pusimos en marcha por la Carretera silenciosa y oscura, en una larga hilera, los gatos borrosos a la distancia mientras a la izquierda el cielo brillaba detrás del bosque.
Cuando el sol llegó al cenit y los gatos se cansaron de caminar, buscamos un sitio donde pasar el resto del día, dormir y holgazanear con ellos hasta que cayera la noche, cuando se sentirían inquietos y querrían echar a andar otra vez. En un prado de montaña donde entre los pinos y los abedules oscuros crecían unas altas hierbas plumosas, Una Vez al Día y yo, tendidos boca abajo y con las cabezas muy juntas, rompíamos las cápsulas de los granos de juncia y mascábamos las puntas dulces.
—Cuando yo era chico —dije—, pensaba que me iría de Belaire en busca de las cosas que habíamos perdido, y que las llevaría de vuelta para guardarlas en los arcones tallados…
—¿Qué encontraste?
—Nada.
—Oh.
—Encontré un santo, sin embargo; un santo en un árbol. Y pensaba quedarme a vivir con él, y aprender a ser santo también yo. Y lo hice.
—¿Eres un santo?
—No.
—Bueno —dijo ella sonriendo, con la hierba entre los dientes—. Eso es una historia.
Me reí. Por primera vez desde que había vuelto a encontrarla, Una Vez al Día era la chica que yo había conocido en la madriguera.
—Y él te dijo que vinieras aquí a buscarnos.
—No. Hubo una historia, una historia que tú empezaste, de cuatro hombres muertos… —Una nube le ensombreció la cara, y desvió los ojos—. Y mi santo decía que la Liga conocía esa historia. Pero no vine por eso.
—¿Por qué?
—Vine a buscarte. —Yo mismo no lo había sabido, no lo supe hasta que la vi en la laguna; pero luego todas las otras razones ya no eran ninguna razón. Arranqué otra juncia, con un crujido de la cápsula fibrosa. ¿Por qué estarán hechos así, me pregunté, en segmentos que se unen tan perfectamente? Hinqué los dientes en la semilla dulce—. Yo solía pensar, en Belaire, que tal vez te habías ido a vivir con la Lista, y que no te habías sentido bien, y que una primavera te llevarían de vuelta, muerta. De nostalgia. Hasta veía la cara que tendrías, pálida y triste.
—Claro que me morí —dijo—. Fue fácil.
Mi expresión de desconcierto hubo de haber sido cómica, pues ella se rio, con una risa grave, complacida; adelantándose sobre los codos, acercó su carga la mía, arrancó de un tirón la hierba de entre mis dientes, y me besó con los ojos y la boca abiertos.
—Me gusta que hayas pensado en mí —dijo—. Me apena que estuvieses oscuro.
No entendí lo que quería decir.
Tú pensabas en mí —dije—. Tienes que haber pensado.
—Quizá —dijo—. Pero luego me olvidaba.
El gato Brom junto a ella mostró todos sus dientes afilados en un enorme bostezo, la lengua áspera se le arqueó en la boca y bizqueó; ella apoyó la cabeza sobre las manos, como lo había hecho el gato.
—Me gusta —dijo; y se quedó dormida.
Aquel viaje duró muchos días, mañanas y noches de largas caminatas, e intervalos de ocio, calurosos, en que dormíamos. Mientras caminaba, la Lista entonaba un interminable canturreo que al principio no tenía para mí ningún sentido, pero que pronto llegó a interesarme. Empecé a distinguir quienes tenían mejor voz y estaba atento a que empezaran a cantar. Me di cuenta de que el canto era para ellos un modo de aligerar una carga; como el segundo de los Cuatro Potes, el que yo había usado: estiraba tanto el tiempo que al fin se desvanecía, y las millas iban quedando atrás sin darnos cuenta. Y no dejaron de cantar hasta un amanecer, cuando llegamos a una gran telaraña en la Carretera, donde unos enormes cuellos y hombros de cemento sostenían las calaveras vacías de unos altos edificios ruinosos, de los que el vidrio y el plástico habían sido arrancados hacía cientos de años; estaban llegando a casa, despertando del sueño del movimiento.
Esta vez no se detuvieron cuando el sol llegó al cenit, por el contrario, apresuraron la marcha, señalándose uno a otro los mojones que veían, ruinas grandes o pequeñas en la selva; y desde una curva ancha y amplia de la Carretera, con gritos de júbilo, vieron el hogar. Una Vez al Día me lo señaló. Yo alcancé a distinguir, a lo lejos, un rectángulo negro, tan negro que era como un agujero recortado en el mediodía.
—¿Qué es? —pregunté.
—El paso-muralla —dijo ella—. ¡Vamos!
Abandonamos la Carretera por un ramal de cemento y salimos de repente a una de esas espaciosas plazas desnudas, vastas y resquebrajadas, ventosas, inútiles, como si los ángeles hubieran querido demostrar allí cuánto terreno podían cubrir de piedra todo a la vez. Había edificios alrededor de la plaza, algunos ruinosos, otros intactos; uno de ellos tenía un color azul anaranjado, como el primero de los Cuatro Potes, y un pequeño campanario encima. El edificio más grande, en el centro, se alzaba desde el suelo con unas enormes costillas arqueadas; y allí, ocupando casi todo el frontispicio, estaba el rectángulo negro. Las hiedras que cubrían el edificio como una barba enmarañada no crecían en esa negrura, y la luz del sol no lo iluminaba; era como una ausencia. Yo bizqueaba mirándolo.
Había otros, gatos y gente, que salían de los edificios saludándonos y dando gritos; y una mujer anciana, una cabeza más alta que yo, avanzaba a grandes pasos delante de la gente, mientras una enorme gata atigrada se le restregaba contra las faldas. Los Brazos largos sostenían un cayado. Pero caminaba como si no lo necesitase; llamó por señas a Una Vez al Día y la abrazó con una carcajada. Una Vez al Día la tomó por los hombros y dijo un nombre que sonó como un suspiro: Zhinsinura. Los ojos de la vieja se posaron en mí, y me apuntó con el cayado.
—¿Y dónde lo encontraste? —le preguntó a Una Vez al Día, siempre bajo el brazo de ella—. ¿O lo ha enviado Oliva Pelogris, a anunciarnos que estamos todos muertos?
Riendo, Una Vez al Día se acurrucó entre los brazos de la vieja, pero no contestó.
—He venido a quedarme —dije en alta voz—. Y Oliva está muerta desde hace muchas vidas. La mujer se rio.
—Traes carga —dijo—. Pan, ¿verdad? Ven, déjalo aquí; lo probaremos. Si en este momento yo estuviese oscura, te preguntaría algo. Que te quedes es una cosa, pero… bienvenido de todos modos a Ciudad Servicio. Alzó el cayado y señaló alrededor los edificios que se alzaban en la plaza de piedra.
Me rodeó los hombros con un brazo tan vigoroso como el del hombre barbado que me había sujetado en la selva, y echamos a andar, juntos, hacia el agujero negro que Una Vez al Día llamaba el paso-muralla. Los largos trancos de Zhinsinura nos llevaban en línea recta hacia el agujero, y aunque yo trataba de apartarme, ella me sujetaba con fuerza; y así se seguimos hasta que el agujero se alzó sobre nosotros, fantasmal y amenazante, una oquedad impenetrable y vertiginosa. En un momento sentí un miedo ilimitado: si entrábamos allí nos perderíamos en la negrura, ciegos; y de pronto tropezamos con él. O no tropezamos: hubo un instante en el que sentí como el crujido de un nudillo, todo dentro de mí… y ya estábamos en el agujero, no en la oscuridad sino en el recinto más grande que yo hubiese conocido; vasto, resplandeciente de luz; como si yo tuviera una gota de lluvia en los cristales de mis gafas, la luz centelleaba de un modo raro, refractándose en todas partes y en ninguna. Volví la cabeza hacia el muro negro que acababa de atravesar y me encontré mirando afuera. ¡Paso-muralla!
Y yo miraba asombrado la estancia que el muro negro iluminaba, la casa que albergaba a la Lista de la doctora Botas. Zhinsinura se alejó con Una Vez al Día por el suelo de losas blancas y negras, con tacones que repiqueteaban y voces que reverberaban, pues el recinto subía y subía hasta las costillas metálicas de la bóveda. En aquella gigantesca caja de resonancia, tan distinta del interior de los túneles, donde los cuartos se apiñaban como las celdas de una colmena, había gente como para ocupar toda una ciudad. En el fondo del salón una gran repisa sobresaliente era como una segunda planta, a la que se llegaba por un tramo de escaleras sostenido en el aire desde el techo por medio de maromas; la gente, sentada en el borde de la repisa y en los escalones con las piernas colgando, hablaba a gritos con los que estaban en la planta baja; los recién llegados apilaban las mercancías y se sentaban sobre ellas, conversando con los amigos que los besaban, mientras los niños iban y venían por el embaldosado trayendo bebidas. Nubes de humo de pan se elevaban de los grupos de visitantes, y los grandes gatos olisqueaban el aire y maullaban. Todo el recinto bullía y zumbaba con el farfulleo de la antigua lengua de la Lista (si bien algunos callaban de repente cuando se volvían a mirarme) y nadie parecía sorprendido por haber transpuesto el umbral de la Noche y encontrarse en un palacio de tesoros angélicos.
Porque eso era. Una Vez al Día corrió hacia mí por el piso, esquivando a los amigos que le tendían las manos. Y me llevó al centro de aquella barahúnda.
Todo a lo largo de las extensas paredes laterales había arcas y arcones y armarios angélicos; algunos me llegaban a la cintura y eran de plástico blanco y brillante, otros eran altos, con puertas engoznadas de cristal, y todos construidos en plata angélica; había tantos que el duro resplandor de las superficies parecía reducir la temperatura del salón, enfriarlo. Algunos de los arcones bajos y abiertos tenían espejos encima, inclinados de tal modo que parecían multiplicar lo que había dentro… Sólo a los ángeles se les podía haber ocurrido…
Una Vez al Día corría de uno a otro de aquellos arcones y armarios mostrándome los objetos de los que me había hablado, «y aquí está esto y aquello de que te hablé y aquí está aquello de que te hablé», y tenía los ojos grandes y brillantes y estaba contenta y yo la amaba. Me llevó de la mano a ver los grandes cuadros adosados a lo largo de las paredes por encima de los arcones; aunque eran tan grandes que yo no hubiera podido dejar de verlos, ella sentía la necesidad de mostrármelos, y me los señalaba. Los colores de aquellos cuadros parecían tan brillantes como el día en que los ángeles los pintaron: uno representaba zanahorias, remolachas y alubias; en otro había huevos y unas botellas blancas; uno era una vaca, que sonreía como un hombre, lo que era ridículo. Mientras estaba allí, en actitud solemne, señalando la vaca, Una Vez al Día vio a alguien, y dijo en voz baja:
—Zher.
Era un hombre. Un muchacho de pelo rubio, de nariz rosada y hombros tostados por el sol, estaba sentado en un círculo de gentes casi todas mayores, que parecían mantenerse a cierta distancia, aunque le sonreían, y de vez en cuando uno se aproximaba para acariciarle el brazo o tocarlo. Una Vez al Día fue hasta ellos. El muchacho, Zher, alzó los ojos y la miró, a ella a quien conocía, y me miró a mí, que era un extraño, y la mirada fue la misma en las dos ocasiones. Una Vez al Día entró en el círculo y se arrodilló delante del muchacho; él la miró, con ojos inquisitivos, pero como si no buscaran nada. Ella le acarició la cara y las manos, y le besó la mejilla, y sin una palabra volvió y se sentó conmigo.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Zher —dijo ella—. Este año llega a la mayoría de edad, y hoy ha recibido la primera carta de la doctora Botas.
—¿Qué es eso?
—Es una carta. De la doctora Botas.
—¿Por qué está desnudo?
—Porque quiere.
Zher sonrió apenas, y luego un poco más; parecía haber una risa dentro de él, y los que estaban alrededor también sonrieron, y se miraron unos a otros, y miraron a Zher, y él al fin se rio, y todos rieron con él. En alguna parte alguien dejó caer algo que resonó, ¡bum!, y las orejas de todos los gatos se enderezaron, y la cabeza de Zher se movió en redondo con los ojos muy abiertos.
—¿Tú también recibiste esa carta de la doctora Botas? —pregunté.
—Sí. Cada mes de mayo desde que cumplí la edad de él, la primera en el verano después que vine aquí; y justo antes de partir para el campamento, cuando te encontré.
—¿Fue así para ti cuando recibiste esa carta?
—Sí. Exactamente igual. Me sentí así.
—¿Estabas callada? ¿Tienes que estarlo?
—No necesariamente. Estás ahí, nada más, sobre todo después de la primera. No tienes nada que decir. Todo está dado. Todo es como tiene que ser. Si hablas, es sólo… sólo para divertirte. Sólo por hacer algo.
—Cuando hablas conmigo… ¿es así como hablas?
Una Vez al Día se alisó con la mano el pelo negro y no me contestó, y yo no me atreví a insistir. En el salón caía la tarde; el centelleo azul de la luz del día se transformaba en un oro polvoriento.
—¿No es hermoso Zher? —dijo.
—Sí.
—Hermoso.
—Sí.
A la puesta del sol comenzaron los cantos, iniciados por el ronroneo de algún gato, Brom o la bestia atigrada de Zhinsinura, y continuados luego por uno de los gritos, y luego otro: risitas y zumbidos y gruñidos, leves y apagados, todas las voces ronroneando, abriéndose paso en la algarabía, y callando una a una a medida que la noche avanzaba, y el acento agudo y triste de Una Vez al Día casi prolongado hasta el final, hasta que todos enmudecieron. Y las Luces se apagaron.
Tal vez los ángeles supieran cómo oscurecer aquellos globos fríos durante el día; la Lista los guarda en bolsas negras, y los saca por la noche. Las Luces eran muchas, pero aun así, en el vasto recinto había recovecos y rincones oscuros. Ninguno de los que estaban alrededor de Zher se movió para acercarle una Luz, y pude ver en la penumbra que el cuerpo claro le brillaba como si tuviera dentro una lámpara encendida.