Por la mañana, entre risas y chanza, Costura nos llevó en el artefacto a la otra orilla de Ese Río. Nunca conocí a nadie que se sintiera tan feliz de levantarse a la mañana, excepto quizá yo mismo, ese día, ya que iba a conocer a un santo verdadero. Retoño y Pimpollo se habían puesto camisas de abrigo para protegerse del frío y de la neblina espesa que flotaba sobre el río y sus fragantes tributarios, pero yo tiritaba. Sin Luna me había dado un poco más de pan, y una bonita botella de plástico con soda de uvas, que ella misma había preparado en el invierno, y un beso.

—En otoño iré a la madriguera —me dijo—. Les diré que te he visto y que estabas bien.

Yo pensé en los mil mensajes que podría traerme —¡y a sólo un día de mi partida!—, pero callé y asentí, el gesto indiferente de un aventurero, y me encaramé en el artefacto detrás de Costura.

Durante un tiempo los mellizos y yo navegamos por la ribera de un tributario de Ese Río, turbulento al comienzo, y más manso a medida que avanzábamos entre orillas boscosas; cuando la niebla se disipó al fin, y el sol brilló en el cielo, alto y ardiente, llegamos a una cala; allí, amarrada entre los árboles jóvenes de la orilla, había una especie de barca pequeña; más que una embarcación parecía una fuente. Era algo Angélico de plástico blanco y (como tantas cosas de este mundo) utilizado sin duda para un fin que los ángeles no habían previsto; y en verdad, con aquellas curiosas aristas y salientes y la forma tan extraña, no había sido construida para navegar. El aire estaba tan caliente y quieto que Retoño y Pimpollo se quitaron las camisas de abrigo, y yo me senté sobre ellas y miré cómo impulsaban el bote. Unas flores blancas se alejaron de la cala junto con nosotros, y los mellizos las sacaron del agua para usarlas como sombreros; desnudos, bajo las sombras cambiantes del follaje, con flores en el pelo, llevaron el bote aguas arriba.

En un tranco poco profundo, donde las aguas se precipitaban en cascadas sobre piedras oscuras, amarramos el bote y caminamos río arriba hasta el angosto lecho pedregoso. Alimentado aún por la nieve tundida de montañas distantes, el aliento del torrente era frío en los bosques que estaban calentándose. Al cabo de una larga caminata, pisoteando los helechos tiernos de la orilla, Retoño y Pimpollo me indicaron que no hiciese ruido, y trepamos por una barranca. Más allá de los árboles que bordeaban el río había un pequeño prado bañado por el sol y cubierto de florecillas blancas, y allí, en una pendiente en medio de las flores, yacía el santo.

Estaba profundamente dormido. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, y roncaba; los pies, calzados en grandes botas, apuntaban hacia arriba; con la cabellera blanca extendida por el suelo alrededor de él, y la barba alrededor de la cara pequeña y morena, parecía una flor de cardo. Estamos trepando la cuesta y Retoño cuchicheó algo al oído de Pimpollo y lo hizo reír. La risa despertó al santo: se sentó y miró en torno, perplejo. Al vernos, estornudó ruidosamente, se levantó con un gruñido, y cruzó el prado tambaleándose, hacia el bosque. Retoño dio un grito y se lanzó a perseguirlo como si el santo fuese un pájaro que hubiéramos espantado. Pimpollo lo siguió, y yo me quedé atrás, avergonzado por el modo con que se habían acercado a él.

Después de corretear durante un rato por el bosque adonde el santo había desaparecido, regresaron jadeantes.

—Está en un árbol —dijo Pimpollo.

—Ya nunca más lo encontraremos —dijo Retoño, lamiéndose un dedo y pasándolo por el largo rasguño que tenía en un muslo.

—¿Por qué no lo dejáis en paz? —pregunté—. Si hubiéramos esperado, se habría despertado solo.

—Pimpollo se rio —dijo Retoño—, y lo despertó…

—Retoño me hizo reír —dijo Pimpollo—, y se escapó.

—Te vio a ti, fue por eso me dijo Retoño. A nosotros no nos tiene miedo.

Yo hubiera querido encontrarlo a solas; quizá ya nunca pudiera concederme alguna gracia. A los mellizos no les interesaban realmente los santos; ahora perseguían un saltamontes con el mismo entusiasmo con que habían perseguido al viejecito. Durante un rato se quedaron quietos, cuchicheando y pellizcándose, y al fin se acercaron al tronco en que yo me había sentado.

—Lamentamos de veras que el santo se haya asustado —dijo Pimpollo—. Pero de todos modos ya lo has visto, y ahora sabes qué aspecto tiene. Volvamos a casa.

Me hablaba amablemente, pues había advertido mi decepción, pero dijo, además, que aun cuando partiéramos en ese momento, llegaríamos a la casa mucho después del anochecer; el día terminaba.

—Yo me quedaré —dije.

Me miraron sin comprender.

—Tal vez baje del árbol por la mañana pueda hablar con él, y pedirle disculpas por haberlo despertado. Eso es lo que haré.

—Bueno —dijo uno de ellos—, si es eso lo que quieres. Pero nosotros te trajimos aquí. ¿Sabrás volver?

Con una decisión repentina que me sorprendió a mí mismo, tanto como esperaba que los sorprendiera a ellos, les dije:

—No volveré. No, mellizos.

No volveré, id a cazar vuestros saltamontes. Sospecho que me quedaré aquí, y lo esperaré, y viviré con él, y llegaré a santo.

Los mellizos volvieron a sentarse, pensativos; me miraban, miraban al bosque y se miraban entre ellos. Al fin Retoño se acercó y con aire grave me besó la mejilla; Pimpollo lo imitó, besándome la otra mejilla. Fueron a buscar mi carga, que había quedado en el linde del prado, y la pusieron junto a mí. Y sin una palabra más se volvieron hacia el río y desaparecieron entre los álamos temblones de la orilla.

Una virtud hay que reconocerles a los cuerda Hoja, viven muy pegados a la tierra, pero saben elevarse si se presenta la ocasión.

Anocheció y yo seguía esperando, mientras una nube de jejenes danzaba en el aire inmóvil. Cuanto más pensaba en mi decisión, más sensata me parecía; pero cuanto más sensata me parecía, menos me tentaba la idea de levantarme e internarme en el bosque que ahora susurraba junto al prado.

Practiqué lo que le diría para disculparme —un simple «Hola, qué tal», o algo parecido— pero lo practiqué hasta sentir que tenía un peso convincente. (La práctica consiste sólo en acentuar lo que se quiere decir). Aunque en realidad fueron los besos de los mellizos, que aún me quemaban las mejillas, los que a la larga me llevaron al bosque, y pensar como me sentiría si volviera a la casa… es decir, siempre y cuando encontrase el camino. A ellos, que eran cuerda Hoja, no les importaría, por supuesto; se alegrarían de volver a verme… y por algún motivo eso empeoraba las cosas.

Así que me levanté en la penumbra creciente y eché a andar bosque adentro, en silencio para no molestar al santo, estaba en los alrededores. Allí, en la espesura, era casi noche cerrada, y la oscuridad iba aumentando, y una brisa inquietante susurraba y crepitaba entre los árboles. Pronto va no pude dar un paso sin llevarme algo por delante. Me había topado con un roble enorme y añoso, ancho como un muro, que parecía ser el patriarca del bosque, y me senté allí, entre las raíces protectoras.

Imposible tender mi hamaca en aquella oscuridad, pero el aire no se movía y la telaraña del follaje había atrapado una estrella; podía quedarme allí a pasar la noche. Pensar en la casa del agua o en Belaire Pequeña no tenía sentido, si quería tanto, como aseguraba, llegar a santo, pero no era difícil no recordar a Belaire mientras estaba allí sentado con las rodillas encogidas. Lie un poco el pan, recogiendo con cuidado las migajas sueltas.

Tenía para varios días, y siempre podría recurrir a las raíces y bayas de las que Siete Manos me había hablado, aunque las bayas no estaban todavía maduras. Si en verdad llegaba a sentir hambre, podría matar a algún animalito y asarlo con las brasas de una hoguera, y comer la carne, como lo hacían en otros tiempos. Y si en verdad es un santo, pensaba, no dejará que me muera de hambre; aunque, quizás ese fuera mi destino. Sería triste, sí, pero mi vida serviría entonces de ejemplo para las gentes, y me convertiría en un capítulo de la historia de ese santo, y nunca moriría. Mira ¿eso era lo que Pintada de Rojo me había querido decir? Pensé en Una Ves al Día, en que acaso mi historia llegara alguna vez a oídos de ella y entonces ella sabría… sabría algo.

Y el tiempo pasaba y yo seguía allí, acurrucado, contemplando los destellos de cielo azul que asomaban de pronto entre el inquieto follaje, e imaginándome muerto.

—Si vas a quedarte ahí toda la noche —me dijo una vocecita por encima de mi cabeza—, podrías buscarme un poco de agua. —Volví con un sobresalto de entre los muertos y miré arriba, a las sombras. Alcancé a vislumbrar la blancura de la barba entre el follaje oscuro del roble en el que estaba recostado. No recordé lo que había pensado decirle. La barba desapareció; un objeto oscuro se precipitó desde lo alto, lo esquivé, y cayó ruidosamente junto a mí. Era un balde de plástico. Lo recogí y allí me quedé sosteniendo el balde, los ojos fijos en la copa del roble.

—¿Y? —dijo la vocecita.

Eché a andar a tientas por el bosque y cuesta abajo, y llené el cubo en el arroyo de aguas negras, y volví con él, tropezando en la espesura. Cuando estuve otra vez al pie del roble, una soga con un gancho en el extremo bajó de las ramas. Amarré el cubo y vi cómo subía en la oscuridad.

—La has derramado casi toda.

—Está oscuro.

—Bueno. Tendrás que ir otra vez.

El cubo volvió a bajar y yo fui a llenarlo tratando de ser más cuidadoso. La cara no volvió a aparecer. Seguí con la cabeza levantada mirando hacia arriba hasta que el cuello empezó a dolerme; oí algunos golpes y el gluglú del agua, pero el santo no dijo nada más.

A las primeras luces de la mañana, cuando me desperté entumecido y tiritando y miré hacia arriba, todo se me aclaró: lo que en el árbol me había parecido una masa de negrura impenetrable era una casita de ramas entretejidas y restos de muchas cosas angélicas, construida con cuidado sobre los corpulentos brazos del roble, con ventanucos y una chimenea que asomaba por entre las ramas. Había una soga tendida de un ventanuco a una rama; de ella colgaban dos camisolas.

Ni una sola vez se me había ocurrido pensar que tal vez los mellizos estuvieran equivocados, y que aquel viejecito no fuese un santo; daba por supuesto que ellos, de algún modo, sabían lo que decían. Y en ese momento, mirando allá arriba la casa del árbol, ya no tenía por qué dudar. En casas como esta habitaban los santos, desde hacía muchas vidas, en los tiempos en que andábamos errantes; el enorme abeto de San John y el roble de Santa Maureen, y el árbol cuyo tocón tiene todavía una marca en el bosque de Belaire Pequeña, donde fue a vivir San Andy después de la muerte de Santa Bea.

—¡Santos de los árboles! —exclamé, como dicen los viejos cuando algo los desconcierta.

¿Tendría que llamarlo? No sabía su nombre; y ahora, a la luz del día, a pesar del agua que le había traído, me pareció que él no deseaba que yo me quedase allí, al pie del árbol. Sin duda estaría sentado en la casita, esperando a que me marchase. Exaltado como me sentía por haberme encontrado tan al comienzo del viaje con un auténtico santo, no se me había ocurrido tener en cuenta los sentimientos de él. ¡Y yo cuerda Palma, por añadidura! Sentí una oleada de vergüenza, y me alejé en silencio del roble. Me senté en un sitio cubierto de musgo, desde donde aún podía verlo, fumé y esperé.

Acabo de un rato no muy largo vi que la puerta se abría, y que de ella caía una ingeniosa escala de soga, y que por la escala, lenta pero confiadamente, bajaba el santo; parecía estar conversando con alguien invisible, con gestos de asentimiento y desaprobación; llevaba un cepillo y una toalla andrajosa.

Había salido a tomar un baño. Y allí estaba la escala de soga que subía hasta la casa, todavía moviéndose luego de que el santo saltara a tierra.

¿Me atrevería? Sólo echaría una ojeada mientras él estuviera fuera. Treparía por la escala y me asomaría a mirar. Pero cuando llegué a la puerta, olvidé mi resolución y entré de un salto.

¿Por dónde empezar a describir lo que vi cuando estuve adentro? Las paredes de zarzas habían sido reforzadas con barro y musgo, y una rana grande que atravesaba oblicuamente la casa formaba un arco bajo dividiéndolo en dos; el suelo era irregular, subía y bajaba acomodándose a las ramas que lo sostenían. El techo era bajo, con remates en ángulos insólitos, y por todas partes, colgados del techo, en las repisas de las paredes, en los cubículos de los rincones, sobre arcones y mesas, había cosas de las que yo nada sabía pero que reconocí como tesoros: objetos angélicos, fabricados con artes olvidadas mucho tiempo atrás, todavía útiles, si alguien supiese cómo servirse de ellas. Había al parecer más misterios del pasado y cosas angélicas en aquella casita que en toda Belaire Pequeña.

Tan absorto estaba en la contemplación de los tesoros que no me enteré del regreso del santo hasta el momento en que empezó a trepar por la escala y la casa crujió y se movió. No había sitio donde pudiera esconderme. Recogí deprisa mi saco y me lo eché al hombro, y ya iba a irme cuando me detuve, asustado y confundido. La cara del santo —al principio asombrada, luego disgustada— apareció en el umbral. Entró con cuidado por la puerta, y cuando estuvo dentro —era más menudo que yo— me miró de arriba abajo. Yo estaba demasiado azorado para poder hablar. De pronto se le ocurrió una idea; sonrió, se acercó a mí, y me tendió la mano.

—Adiós —me dijo con cortesía, y yo le estreché la mano morena.

El santo dio media vuelta y se detuvo de espaldas bajo la arcada de la rama, esperando a que me fuese. Pero yo no me decidía a partir. Detrás de él, las manos se le cruzaban y descruzaban, impacientes. Inspirado, busqué en mi saco la botella de soda de uvas que me diera Sin lama; y cuando él volvió la cabeza para ver si me había marchado, se la mostré, sonriendo, pues aún no me atrevía a hablarle. El santo miró un momento la botella, y luego empezó a balancearse sobre sus grandes botas, hacia delante y atrás. Yo aguardaba. Por fin salió de la arcada, se agachó debajo de una mesa atiborrada de objetos, y sacó un vaso de vidrio, viejo y tosco. Sin mirarme, puso el vaso sobre la mesa y yo le acerqué la botella. De pronto levantó la cabeza, con una sonrisa tan ancha que apenas le cabía en la cara diminuta.

—Me llamo Guiño —me dijo—. ¿Y tú cómo te llamas?

—Junco que Habla es mi nombre.

Puse el brebaje sobre la mesa, y los dos vimos una mota de sol que entraba por la ventana y hendía el corazón purpúreo de la botella. San Guiño rompió el sello y las burbujas subieron en tropel. Se sirvió un vaso lleno, espumoso y crepitante, y volvió a tapar la botella para que las burbujas no se escaparan. Levantó el vaso y bebió dos sorbos largos y ruidosos. Un momento después eructó, con un sonido breve musical, y me sonrió.

—¿Sabías —me dijo mientras se sentaba con lentitud en una desvencijada silla de madera y junco, y alzaba el vaso a la luz del sol— que en tiempos muy remotos, para conservar las frutas del verano las hervían hasta convertirlas en una papilla espesa, como miel, muy dulce, y que así se las comían?

Había otra silla semejante a la que él ocupaba, y me senté en ella lentamente.

—No —dije—, no lo sabía, pero ahora lo sé.

—Sí —dijo.

Me miraba con curiosidad, meneando la cabeza y sorbiendo la soda. Me apoyé en los brazos de la silla. Sabía —aunque no me atrevía aún a creerlo del todo— que había llegado al lugar que tanto había buscado, y que podía quedarme.