Al amanecer yo estaba en un cruce de la Carretera, dispersando a puntapiés las brasas rosadas del fuego de la noche. La Carretera se perdía hacia el sur en una región boscosa que resplandecía en la claridad de la mañana, y hacia el oeste apuntaba a tierras todavía nocturnas. Por encima de mi cabeza, apoyado en pilares inoxidables, había una señal verde que dominaba la Carretera y que crujía y oscilaba al viento. Tenía unas letras ininteligibles para mí, excepto las dos flechas de blanco manchado: una de ellas señalaba al sur, la otra el oeste. Levanté mi pequeño campamento y me encaminé al sur.
Por la tarde había llegado a la región de los bosques. La Carretera penetraba en la floresta; descendía por los barrancos con árboles corpulentos, y subía otra vez grácilmente en matorrales y arbustos que quebraban la superficie gris como la primavera resquebraja el hielo de un río. El movimiento líquido de las sombras arbóreas se derramaba sobre ella, y cuando crucé un arroyo que era como una herida profunda en el cemento, noté que entre las piedras que llevaba el agua había trozos de Carretera. ¿Y si algún día desapareciera del todo arrastrada por las aguas? Pensé en Guiño, cuando hablaba de la esfera angélica hecha trizas.
Siete días estuve en la floresta, espesa siempre, sin un solo claro, cada vez más frondosa y más antigua (aunque no tan antigua como Carretera). Era un sitio venerable, y se estaba bien allí; en todo caso era bueno recorrer la Carretera. La noche la transfiguraba; hacía pensar que mil años antes no había habido allí ningún bosque; quizá hasta había habido casas, o ciudades y ahora no había más que árboles, enormes e indiferentes, matorrales espesos e impasibles, sólo turbados por las alimañas. Pero aquí la Carretera ya no era para el hombre; y con el tiempo sería avasallada por la floresta. Los fuegos que yo encendía eran un agujero grande e informe en la oscuridad, y ahuyentaban a las alimañas, aunque yo oía ruidos; y las naciones de insectos cantaban toda la noche. Yo dormía en medio de esos cantos con un sueño liviano, y mis sueños eran como una vigilia y mis vigilias como un sueño, siempre poblados por aquellas máquinas incesantes.
Era como si la floresta me hubiera devorado, y yo hubiera olvidado que había vivido en otros sitios. Seguía teniendo miedo por las noches, pero eso parecía natural; durante el día caminaba volviendo la cabeza a los lados y sólo veía árboles. Hasta me detenía a hablar conmigo mismo (cosa que los del habla con verdad hacen constantemente, cuando están solos), y miraba alrededor, y la floresta me observaba. Me había convertido en parte de la floresta. Tanto, que cuando en una noche sin luna oí entre despierto y dormido que dos animales grandes se acercaban con pasos sigilosos, me limité a esperar, inmóvil, como una bestezuela acosada, alerta pero incapaz de despertarme del todo y gritar o escapar. Y los animales se alejaron.
Y a la mañana siguiente no estaba seguro de que hubiesen estado allí. Me senté a fumar a la luz del amanecer, preguntándome si tenía que sentirme agradecido por haberme salvado. La floresta me había convencido por completo de que no había otro hombre que yo en el mundo, y sólo cuando volví a oír unas voces humanas que cantaban comprendí que había sido un hombre quien había pasado junto a mí durante la noche. Los pájaros cuchicheaban entre ellos y hasta la luz del sol parecía caer tintineando, pero las voces humanas eran un sonido distinto, que reconocí en seguida entre los rumores de la floresta. Por una razón que recuerdo pero que no entiendo del todo, me escondí cuando oí que se acercaban por el camino que yo acababa de dejar. Me asomé entre los grandes helechos al borde de la Carretera, y los vi venir por la cinta ancha y grisácea. Pero no era un hombre, sino un gato, y luego dos, y luego tres: tres gatos enormes. Yo había visto gatos antes, caras tímidas y salvajes en los bosques, y uno o dos que vivían en Belaire y cazaban ratones y topos. Aquellos gatos no eran de la misma especie; no sólo porque eran grandes —erguidos sobre las patas traseras habrían tenido casi mi estatura— sino porque aquel andar pausado, sigiloso, era deliberado, y los ojos, luminosos como farolas, tenían una mirada tan observadora e inquisitiva, tan serena e inteligente. Yo había oído hablar de un gato semejante: el gato que había ido a Belaire con Oliva.
Me olfatearon, y siempre tranquilos y sigilosos se acercaron a mi escondite; por un momento tuve miedo, pero no parecían amenazantes, sólo interesados. Y de pronto Carretera abajo aparecieron quienes cantaban: diez o doce figuras de negro, con anchos sombreros negros que les oscurecían los rostros. Cuando advirtieron que los gatos habían visto entre los helechos algo que les interesaba, dejaron de cantar, y tan interesaos como los gatos, fueron hacia mí. Yo me incorporé y salí a la Carretera. Ellos parecían más sorprendidos que yo, pues, claro está, era yo quien estaba buscándolos, aunque no esperaba encontrarlos tan pronto.
Los saludé cuando se reunieron alrededor de mí, y sonreí. Uno dijo:
—Es un muchacho de Belaire.
—¿Cómo fue que encontraste el campamento? —dijo otro.
—No sabía que lo había encontrado.
—¿Qué quieres de nosotros? ¿A qué has venido?
El tono apremiante y hostil me impedía responder; tartamudeé. El que había hablado primero, un hombre alto, largo de brazos y piernas, llegó hasta mí de una zancada y me tomó por el brazo, lo sujetó con fuerza y me miró fríamente a la cara.
—¿Qué eres? —dijo en voz baja y apremiante—. ¿Espía? ¿Mercader? No queremos nada con vosotros. ¿Nos has seguido? ¿Están los otros escondidos en los bosques?
Habían estrechado el círculo alrededor de mí, los rostros secretos e inexpresivos.
—He venido —dije—, a… a veros. En Belaire Pequeña no tratamos de este modo a los visitantes. No os seguí, venía delante de vosotros. No he venido con mala intención, y estoy solo. Muy solo.
Fue asombroso ver cómo callaban, perplejos, y empezaban a echarme miradas furtivas; pues yo, por supuesto, había hablado con verdad. Y con la fuerza de un golpe comprendí de pronto que ninguno de quienes me enfrentaban era del habla. Hasta era posible que Una Vez al Día, suponiendo que la encontrase, ya no fuera del habla; nadie a quien yo pudiera conocer, en centenares de kilómetros a la redonda, hablaba con verdad. Sentí que se me cerraba la garganta y empecé a sudar en el aire fresco.
Otro hombre de barba entrecana y movimientos tan gráciles como los del gato que estaba junto a él, se acercó a mí.
—Allá vosotros tenéis vuestros secretos —dijo—. Y sois cautelosos. Nosotros tenemos los nuestros. Este campamento es uno de esos secretos. Ante todo estamos sorprendidos.
—Bueno —dije yo—. Nada sé del campamento de que hablas, y si ahora siguiera mi camino, nunca podría volver a encontrarlo. Si queréis, eso es lo que haré.
No había más que decir. Ellos querían ir a ese campamento, y yo no quería perderlos de vista; ellos no querían llevarme, y no sabían cómo librarse de mí. Yo era un verdadero problema.
Los gatos, aburridos, habían echado a andar, y algunos de los hombres los habían seguido, como respondiendo a una llamada. El problema de qué hacer conmigo no estaba resuelto, pero los gatos parecían decidir en nombre de todos. El hombre alto me tomó de nuevo por el brazo, esta vez con menos fuerza, aunque me miraba aún con ojos sombríos, y echamos a andar Carretera abajo detrás de los gatos. (Muchas discusiones y titubeos eran zanjados de este nodo entre la gente de la Lista como supe más tarde: los gatos decidían).
A poco de andar, un ramal de Carretera se separó de la Carretera; descendía en una cuna pronunciada, quebrada por momentos y al parecer iba a perderse en los bosques; pero ya en el fondo del barranco se enderezaba de pronto y volvía a la Carretera, que ahora corría en otra dirección, bajo un puente vestido de hiedras como con una larga túnica. Entonces comprendí que habíamos bordeado uno de esos saltos mortales que yo había visto en la Carretera tantos años atrás. Entre los árboles, el lomo ancho y encorvado se elevaba y descendía en círculos; era evidente que el bosque entero estaba cosido a la Carretera, si uno sabía verlo. ¿Adónde va? Le había preguntado yo a Siete Manos. A todas partes, había respondido él.
A esa altura abandonamos la Carretera, y unos bosques que me parecieron impenetrables, aunque había senderos ocultos, y así llegamos a un claro pequeño y pedregoso y allí, en el linde del claro, estaba el campamento: un edificio angélico, bajo y de techo plano y de amplias ventanas, ahora tapiadas con troncos. Delante había dos hileras de deterioradas estacas de metal, casi de la altura de un hombre que en otros tiempos habían sido máquinas, no pude imaginar de qué especie.
Junto a la puerta estaba sentado un hombre viejo y flaco, con un sombrero negro, que nos saludó sacudiendo lentamente un bastón. Ya los gatos lo habían encontrado, y se habían sentado al sol junto a él sacudiendo las colas y lamiéndose. El hombre alto que me aferraba el brazo me llevó delante del viejo, y me señaló.
—Se quedará afuera —dijo, y me miró. Yo me encogí de hombros y asentí, como si eso me pareciera correcto, y el hombre cruzó la puerta.
Le sonreí al viejo desde donde estaba, en el claro de piedra, y él me devolvió la sonrisa, sin mostrar sorpresa, ni aprensión, aunque era sin duda el guardián y el portero. Apoyado contra la pared lateral del edificio había un cubo grande de plástico, liso y brillante como la Garrafa de Guiño, sucio y cuarteado, pero de colores vivos, amarillo y rojo; y en un costado, pintada o estampada, la imagen de una concha marina. Empezaba a hacer calor en el sol; al fin me aventuré a acercarme y me senté con el viejo a la sombra del edificio.
Intercambiamos nuevas sonrisas. No era más el portero del edificio que las hileras de podridas máquinas angélicas que teníamos delante de nosotros.
—Años atrás… —dije.
—Sí, oh, sí —dijo él, asintiendo pensativo y mirando hacia arriba.
—Años atrás una muchacha vino a vosotros desde Belaire Pequeña. Una muchacha joven, se llamaba Una Vez al Día.
—Nadando —dijo el viejo.
Al oír eso ya no supe qué decir. Tal vez el viejo deliraba.
Esperé un rato y empecé otra vez.
—Esa muchacha —dije vino aquí, quiero decir quizás no aquí, pero vino a vivir con vosotros… Bueno… preguntaré a los demás.
—No ha vuelto todavía —dijo el viejo—. ¿Todavía ha vuelto?
—No ha vuelto todavía…
—Fue al lago del bosque, hace un rato. ¿Hablas de ella?
—No sé, yo…
El viejo me miró como si me estuviera comportando de una manera extraña.
—Salió anoche a encontraros —dijo— cuando Brom supo que estabais cerca. ¿No es así? Y volvió temprano esta mañana, después de veros. Luego se fue a dormir. Ahora está en el lago. Me parece.
Creía que yo había venido con los otros, desde lejos. Y que la había visto… Y la había visto, sí: entre la vigilia y el sueño; dos habían pasado junto a mí. Un hombre y alguien más, que sin duda era un gato. Me levanté de un salto, alarmando al viejo.
—¿Dónde está ese lago? —dije en voz alta.
Él señaló un claro en el bosque, que mostraba un sendero.
Tan grande como es el mundo, tan pocos como somos, y que ella pasara junto armen la oscuridad de la floresta y yo no lo hubiera sabido. Yo corría por el bosque como al encuentro de un amigo perdido tiempo atrás, pero de pronto pensé que quizá no tendría que correr hacia ella: quizá no era ella a quien yo conocía, quizá ni siquiera me reconociese, por qué estoy aquí, para qué, y yo, sin embargo, seguía corriendo. El sendero subía casi en vertical por una loma de rocas musgosas; del otro lado podía oír las cascadas de agua. Trepé, resbalando en el musgo, y llegué gateando a la cresta, y miré hacia abajo.
Un lago de aguas profundas y rizadas con hojas a la deriva. Una pequeña cascada que se vertía en el lago, saltando y repicando; alrededor, las rocas húmedas y brillantes, negras, verdes y bronceadas. Y a la orilla del lago, una muchacha que bebía arrodillada, con las manos bajo el agua límpida y los pechos rozando la superficie. Al lado, bebiendo también, había un gran gato blanco con manchas negras. Él me había oído y cuando alzó la cabeza y me miró, el agua le resbaló por la blanca barbilla. Ella notó que el gato me miraba, y alzó también la cabeza, enjugándose con las manos la boca y los pechos. Pareció que iba a sonreír brevemente con la boca abierta, y, en seguida, la cara se le inmovilizó, alerta como la de un gato, y observó cómo yo bajaba con cuidado por las rocas hasta la orilla opuesta del agua.
Pero esta no es ella, pensé; la chica que yo había conocido no tenía pechos; las aureolas oscuras eran entonces como bocas cerradas, como capullos sin abrir. 1.a cabellera espesa era ahora negra, y los ojos muy azules; las cejas arqueadas hacia abajo le daban una expresión de hosquedad; pero no era ella. Habían pasado seis primaveras; en mi cara apuntaba una barba. Yo no era yo.
—Una Vez al Día —dije, a la orilla del lago poniendo las manos sobre las rocas mojadas, como ella.
Ella no dejaba de mirarme, y una vez más le asomó a los labios la sonrisa que yo había visto desde arriba, pero ahora, de cerca, pude oír el breve jadeo, y cuando vi que el gato junto a ella también sonreía. Comprendí que la de ella era una sonrisa de gata, una sonrisa que mostraba los dientes con un bufido de desdén.
No sabía qué decirle. El gato se había mostrado sin reticencias y ella se había mostrado como el gato. Me saqué a tirones el pantalón y la camisa y entré en el agua helada. Ella me observaba, inmóvil; en dos largas brazadas, llegué a la otra orilla y toqué las rocas, a los pies de ella. En ese momento ella se levantó y retrocedió, como si temiera que yo fuese a tocarla. El gato, cuando salió del agua con el cuerpo entumecido y chorreante, dio media vuelta y se fue en silencio.
Y entonces ella, abandonada y perseguida, dio también media vuelta y sin decir una palabra corrió alejándose de mí.
La llamé a gritos, y estuve a punto de seguirla, pero de pronto entendí que eso sería lo peor que yo podía hacer. Me senté donde ella había estado, viendo cómo se secaban y borraban de la piedra las huellas mojadas de los pies, y escuché: el bosque estaba callado; ella no había ido muy lejos. No había nada que yo pudiera hacer excepto hablar.
No recuerdo lo que dije, pero dije mi nombre, y volví a decirlo, le dije cómo había venido desde lejos, y cuánto me había sorprendido que ella hubiera pasado junto a mí en la noche.
—He andado más millas de las que me creía capaz —dije—, y no tengo ningún otro regalo para ofrecerte, pero en cambio todo lo que quieras… —Le dije que le recordaba a menudo, que pensaba en ella en la primavera, que había pensado en ella esa primavera después de pasar el invierno en un árbol y que el pensamiento me había hecho llorar; pero, dije—, no te he seguido, no te he perseguido, no, por el Dinero que me diste dije que no lo haría, y no lo hice; pero había historias que quería escuchar, secretos que aprendí de un santo, Una Vez al Día, un santo con quien viví, secretos de los que quería saber algo más; tú tienes la culpa, por haberme puesto en un sendero del que no he conseguido apartarme, y al menos podrías llamarme por mi nombre, para que yo sepa que eres la chica que recuerdo, porque…
Estaba ante mí. Se había puesto una túnica de negro aterciopelado, adornada de estrellas, negra como sus cabellos.
—Junco que Habla —dijo, mirándome intensamente a los ojos, pero como sonámbula, viendo otra cosa, algo que no era yo—. ¿Cómo pensabas en mí cuando yo no estaba?
Ha hablado con verdad, me dije, tuve esa esperanza, pero el de ella era un lenguaje enmascarado, oculto detrás de una cara inexpresiva, como la de un gato o como los rostros secretos e inexpresivos de quienes me habían descubierto en los bosques.
—¿Tú nunca pensabas en mí?
El gato volvió de los bosques, cauteloso, y pasó junto a nosotros.
—Brom —dijo ella, no como si lo llamara sino sólo como si dijese el nombre. El gato nos miró un instante de reojo, y se alejó por un sendero que subía al campamento. Ella lo observó un rato, y luego fue detrás de él—. Vamos entonces… —y todos los años entre ahora y el primer día que la había visto se llegaron de pronto y desaparecieron, pues ella me había dicho esas mismas palabras cuando la había seguido hasta el cuarto de Pintada de Rojo, cuando teníamos los dos siete años, como si yo necesitara que me protegiese, y ella tuviera que ceder, de mala gana.
No me preguntó cómo había llegado hasta allí, así que se lo dije.
—¿Eres un prisionero? —me dijo.
—Eso creo —respondí.
—Está bien.
Algo más, no sólo años habían pasado por Una Vez al Día, no sólo una máscara que disfrazaba el habla. La chica que me había besado el día que le mostré una familia de zorros, la que se acostara conmigo como Oliva se acostaba con el Pequeño San Roy, va no existía, se había desvanecido para siempre. Y a mí no me importaba, no me importaba para nada, nada me importaba mientras pudiera seguir a esa muchacha que había encontrado ahora, a esa muchacha de la túnica negra tachonada de estrellas, para siempre.