–Los saqueadores —me dijo Teeplee son como buitres.
La habitación a la que al fin me condujo, allá abajo en las entrañas de la ruina, era pequeña y estaba iluminada por la luz cruda de una lámpara. Por el camino yo había atisbado una cara humana en un portal oscuro, y una espalda humana que desaparecía en otro; y debajo de la mesa a la que estábamos sentados un niño revolvía en silencio las cosas, aprendiendo el oficio, supongo, porque en el cuarto había tantas antiguallas que era como estar dentro de un arcón, sólo que aquí no había ningún orden.
Teeplee, además de decirme cómo se llamaba, me contó que los otros que vivían allí eran su familia, y que todos los niños eran suyos. ¡Todos! «Mi pandia», los llamaba. Como dije, yo había recordado: los saqueadores eran hombres que en los días del poder de la Liga no se sometían a la Liga, y merodeaban llevándose todo lo que podían de los despojos de los ángeles, y los utilizaban y los canjeaban y vivían todo lo posible como habían vivido los ángeles; y lo que más atesoraban eran las mujeres que podían concebir en la antigua forma, sin intercesión, una y otra vez como las gatas. Naturalmente, para la Liga los hombres que pensaban que las mujeres de cualquier clase podían considerarse tesoros eran el enemigo, y había que perseguirlos; de modo que sentado allí con Teeplee en aquel antro de cosas angélicas tenía la impresión de estar viviendo centenares de años atrás.
—¿Buitres? —dije.
—Tú sabes, buitres. Estos pájaros grandes, de alas anchas y cabezas calvas que viven de las cosas muertas. —Se incorporó majestuosamente envuelto en el manto—. Los buitres son Nacionales —dijo—. Son el pájaro Nacional.
—No sé qué es Nacional —dije—, excepto que era algo de los ángeles.
—Bueno, ahí lo tienes —dijo Teeplee, apuntándome con un largo dedo—. ¿Nunca viste ángeles? Todos calvos, o casi calvos, como los buitres.
Por un momento pensé que quería decir que él realmente había visto ángeles, pero por supuesto, se refería a retratos, y sí, yo había visto uno, el retrato gris del Tío Plunkett, calvo como un buitre.
Empezó a revisar pilas de cosas en ese cuarto y en el contiguo, buscando el vidrio o el plástico que yo necesitaba.
—Lo que es un saqueador —dijo mientras buscaba (y yo empecé a notar que había una suerte de orden incongruente en el lugar)—, bueno, es alguien, como yo, que vive de lo que los ángeles hicieron y que no se estropea. «No se estropea» significa que no se tira. Mira, los ángeles pensaron en un tiempo que sería bueno tener cosas que se utilizaran una sola vez y luego se tiraran. No recuerdo por qué lo pensaron. Pero al cabo de un tiempo se dieron cuenta de que si seguían así pronto habrían tirado a la basura todas las cosas del mundo, así que cambiaron de idea e hicieron cosas que durarían siempre. Para la época en que lo consiguieron, todo acabó, pero las cosas todavía duran… ¿Qué te parecen estos?
Me mostró una caja llena de fondos de botellas, verdes y pardos.
—Yo había pensado en algo más grande —dije.
Los puso a un lado, sin desanimarse.
—Dije —prosiguió—, que viven de las cosas de los ángeles. Eso significa que puedes vestirte con ellas, como con esta cosa Nacional, o cambiarlas por cosas de comer, o regalarlas a las mujeres o algo así, o quizá —se inclinó hacia mí con la cara muy cerca, sonriendo—, también comértelas. Encuentras la comida de los ángeles, y te la comes.
Me miraba con un aire de triunfo y no pude menos que echarme a reír.
—¿No estará un poquito rancia?
—Dije «no se estropea» —me respondió Teeplee muy serio—. Dije «los saqueadores son como buitres»; dije «los buitres viven de cosas muertas». Mira, muchacho… a ver, mira esto.
Había encontrado un trozo de plástico negro, combado y rayado.
—Yo había pensado en algo más transparente.
Tiró el plástico al suelo y buscó en otra parte.
—Mira —dijo—, esa idea de hacer cosas que no se estropean consiste en hacerlas muertas desde un principio y así no tienen por qué morir. Hay metales muertos, esto es plata angélica, que no se oxidan ni se deforman ni deslucen; y telas muertas como esta Nacional y plásticos que son como madera muerta que no se reseca ni se pudre ni se raja. Y lo más extraño de todo: los ángeles podían fabricar comida muerta. Comida que nunca se pone rancia, nunca se pudre, nunca se estropea. Yo la como.
—Yo tengo comida así. La fumo.
—¡No, no! ¡No esa maléfica sustancia rosada! Me refiero a comida, comida que se come. Mira, mira esto. —Se estiró en puntillas y de un estante alto bajó un bote de metal, de un brillo apagado, como de plástico—. Metal —dijo—, esto no se oxida, y una anda de plástico encima. Ahora observa y escucha. —Había una anilla en la tapa, y Teeplee metió el dedo y tiró. Yo supuse que la anilla se desprendería, pero no, hubo un siseo, como una inspiración, y la tapa entera se levantó en una graciosa espiral—. Mira —dijo, y me mostró lo que había dentro; parecía aserrín, o viruta de madera—. Patata —dijo—. No ahora, no tal como está, quiero decir; pero mezcla esto con agua y te llevarás una sorpresa: puré de patata, eso es lo que es, y tan bueno como nuevo.
—¿Tan bueno como nuevo? ¿Qué gusto tiene?
—Bueno. Muerto. Pero a comida. Échalo en agua y obtendrás algo así como un puré de patata hecho por los ángeles, un puré milenario. —Escudriñó reverente el interior del bote y sacudió la sustancia: sonó con un ruido seco, arenoso—. Hasta una roca —dijo—, hasta una montaña cambia en mil años. Pero los ángeles podían hacer una patata muerta desde el principio, y por eso no cambia. Podían hacer una patata inmortal.
Se sentó, súbitamente pensativo o maravillado.
—Nada de vidrio hoy. Vuelve dentro de dos, tres días, ya veremos. —Le pidió al niño que me guiara hasta la salida—. Pero recuerda —dijo cuando me marchaba—, te costará.
Volví; volví a menudo. Aquel fue un invierno largo, y Teeplee era bueno como compañía. Yo hablaba de una casa oscura, de olvidarlo todo para siempre. Y es extraño: a solas en mi cabeza, tenía a veces la impresión de estar a punto de perderme a mí mismo y sin remedio, pero con el viejo Teeplee me sentía cómodo, quizá porque yo no había visto nunca nada tan raro como un saqueador.
Lo que quiero decir, lo de perderme a mí mismo: cuando estaba solo, también entonces parecía que Yo tuviera allí alguien con quien hablar. Me despertaba en mi cabeza fría (el fuego se había apagado hacía largo rato) y acostado y envuelto en mi negro y plata hablaba con ese otro, y él respondía y así seguíamos durante horas y discutíamos como dos comadres que trataran de contar la misma historia de dos formas distintas.
De lo que hablamos era de Botas. En el corazón de la historia estaba la carta de Botas, pero yo la había olvidado, había olvidado que su mensaje era Olvida.
Y al fin me levantaba y ordeñaba a la vaca y me sentaba y fumaba, y a veces volvía a trepar hasta mi camastro frío, y a hablar todo el tiempo con ese otro de algo que olvidábamos olvidar.
Yo había querido ser ella, realmente, le explicaba; era verdad. Todavía lo es. Yo no tengo la culpa; nadie es responsable, decía, ni Botas, ni ella, ni siquiera yo; yo elegí, no te das cuenta, ¿y qué decir ahora? Pero él decía: ¿por qué entonces estás aquí y no allá? No lo intentaste lo suficiente. Yo sé que te equivocas, le replicaba; no puedo recordar por qué, pero no es así, es todo lo contrario; de todos modos lo intenté, intenté… No lo suficiente, decía él. Y tratábamos de volvernos de espaldas; eso no sirve.
Lo que me aterrorizaba era haber fracasado en el intento de transformarme en ella, y que en ese intento hubiese dejado de ser yo. Mis viejos yoes me amedrentaban cuando volvían a mí en los momentos que preceden al sueño (¿te he dicho que había aprendido a llamarlos? Sí) y tenía la impresión de que en vez de haber aprendido algo, cualquier cosa, había sufrido una herida, una herida grave e incurable; que, por más que tratase, ya nunca más podría pensar y sentir lo que decía, ni decir lo que realmente pensaba y sentía. Y un siseo de miedo me recorría el cuerpo. Me asomaba a mis ojos y me preguntaba si el día no estaría lo bastante templado como para ir a ver en qué andaba Teeplee.
Y entonces pasábamos el día juntos envueltos hasta la nariz en las indestructibles sustancias angélicas: él en el manto listado, y yo con capa negra y sombrero; y trepábamos por los viejos escombros, y hablábamos de las cosas de antaño hasta que se nos entumecían las manos y los pies; y luego regresábamos en una larga caminata por la escarcha crujiente, y en la guarida de Teeplee descargábamos nuestros tesoros y discutíamos quién se quedaría con qué. Como yo iba más que nada por la caminata y la compañía, y siempre se quedaba con la mejor parte, aunque yo siempre simulaba un regateo para que no se sintiera incómodo. Teeplee me disputaba artefactos muertos, inservibles, y sólo los cedía al cabo de largas cavilaciones y de mucho insistir en que podían servir para algo.
A veces hacíamos expediciones de dos o tres días, si Teeplee había descubierto un buen tramo de vivienda, como decía él; a veces llevaba a uno de los chicos, nunca a una esposa. («Esto es trabajo de hombres», decía, adelantando la barbilla).
Conocía muchas cosas de los ángeles, aunque yo nunca sabía hasta dónde podía creerle. Le pregunté por qué toda la vivienda que yo había visto era siempre igual: cada habitáculo derruido siempre idéntico, con un cuarto para una cocina, uno de piedra para el lavado. ¿No se le había ocurrido a ninguno de los ángeles un modo distinto de disponer las cosas? Teeplee dijo que si eso me sorprendía, tendría que haber viajado tanto y tan lejos como él. Había viviendas que se extendían hasta donde alcanzaba la vista, me dijo, y sí, en todas partes eran iguales de acuerdo con las normas angélicas, y así podían viajar miles de kilómetros, de Costa a Costa, y tener otro cubículo idéntico a aquel de donde habían venido. Dijo que algunos hasta llevaban uno a la rastra a todas partes, como la casa de un caracol, por si llegaban a algún sitio donde no todo fuera del gusto de ellos.
—Imagínatelos —dijo—, recorriendo a gran velocidad distancias enormes, que tú no podrías recorrer aunque vivieras numerosas vidas, y en todas encontrar una vivienda idéntica, y que ellos quisieran que fuese así, además.
Pero ¿cómo podía saberlo? Quizá había otra explicación, totalmente distinta. Tal vez hubiese una Ley.
—Un día escarchado, en un lugar de grandes bloques desmoronados hundidos por su propio peso en la tierra —como si la tierra misma hubiese engullido un bocado grande, demasiado grande de las obras de los ángeles—, encontré una buena presa: una gran caja de tornillos relucientes, como nuevos.
—Como nuevos —dijo Teeplee temblando de frío y envidia. Durante todo el camino de regreso no hizo más que preguntarme si no los había perdido, si no estarían más seguros si él los llevaba, y así sucesivamente; y cuando estuvimos otra vez en el sofocante calor de la guarida, y los pusimos sobre la mesa, Teeplee se desenguantó una mano y la hundió entre los tornillos susurrantes; palpaba la perfecta espiral de los bordes, clavaba la uña del pulgar en las ranuras.
—Un tornillo —dijo—, bueno, un tornillo no es como un clavo, no es como atar una cosa con una cuerda. Un tornillo, un tornillo tiene… —cerró con fuerza el puño— un tornillo tiene autoridad. —Luego me preguntó, como si mi respuesta no tuviese importancia: ¿Para qué los quieres?
—Bueno —dije—, necesitaría un par de guantes.
Teeplee se enguantó de prisa la mano desnuda.
—Seguro —me dijo—. Claro que los necesitarías. Unos buenos guantes, abrigados, no como estos. —Levantó los negros dedos plásticos y los meneó. ¿Por qué habría una estrella pintada en cada puño?
—Pues a mí me parecen buenos —dije. Indestructibles.
—Tú dices «guantes» —dijo—. Estos son como manos desnudas, comparadas con otros que he visto. —Me miró de reojo—. Aunque no un par. —Alzó la mano para atajar cualquier protesta de mi parte, y fue a buscar en el otro cuarto.
Volvió con algo envuelto en un trapo mugriento.
—Hay guantes —comentó—, y guantes.
Desenvolvió el trapo y puso sobre la mesa un guante de plata que brillaba como hielo.
—¿Creerás, ángel, que hasta verlo allí —más como una mano que como un guante, como la sombra brillante de una mano—, había olvidado que con un guante como ese Zhinsinura había manejado a Botas, había olvidado por completo que con un guante como el que le robaron a San Andy habían puesto a Botas en mi lugar? Es así: sólo cuando vi el guante de Teeplee sobre la mesa destartalada me acordé de aquel otro… no, aún más: cuando lo vi, todo aquel momento me fue devuelto, intacto, prodigioso, terrorífico: vi la habitación pequeña, la esfera transparente y el pedestal; vi a Zhinsinura que se calzaba el guante, y le oí decir Cierra los ojos. Demasiados prodigios se sucedieron luego; lo había olvidado.
—He visto un guante como ese —dije, cuando el momento, no se desvaneció, pasó.
—Ver es una cosa —dijo Teeplee—. Tener es otra.
—Y conozco una historia de un guante igual, quizá de este mismo. —Había un lugar, un lugar único y pequeño, un punto en que todas las comadres de mi vida parecían entrecruzarse. Sentí que mi mente bizqueaba.
—Qué hay de los tornillos —dijo Teeplee.
—Sí, sí —dije—. Tómalos. —Teeplee los tomó, lentamente, sorprendido por mi indiferencia, preguntándose si no habría hecho un mal trueque—. ¿Dónde lo encontraste? —pregunté.
—Bueno, bueno, esa es la cuestión.
—¿No había, con él, cerca de él, una bola… una bola de plata, bueno, tal vez no de plata, pero de este color?
—No.
—¿Estás seguro? A lo mejor estaba. ¿Irás otra vez allí? Yo podría ir contigo.
Me miró entornando los ojos.
—¿Qué pasa con esa bola?
—No sé qué pasa —dije, riéndome de su confusión y de la mía—. No lo sé. Ojalá lo supiera. Sólo sé que daría todo lo que tengo por conseguirla, aunque no es mucho.
Teeplee se rascó la calva cabeza de buitre y miró el guante con tristeza.
—Ni siquiera es un par —dijo.
De modo que ahora tenía esa cosa en qué pensar. Durante mucho tiempo no me lo puse; estaba ahí intacto e imposible, entre mis cosas, y de cualquier manera que lo doblase siempre tomaba la forma de una mano viva, aunque era fino y casi imponderable. Cuando al fin me lo calcé, se deslizó voraz por mis dedos y hasta la muñeca, como hambriento de una mano humana después de largos años volví a sacármelo en seguida. Creo que tenía miedo de lo que mi mano pudiera hacer dentro de él. Desde ese día sólo lo miraba y pensaba… pensaba en círculos.
Había otras cosas, además, para ocupar las noches. El otro argumentaba que de ese modo yo lo deseaba todavía más, y yo le daba la razón. De cualquier manera mi reconstrucción de aquellos pálidos y escasos sueños crepusculares era débil. A veces vacía allí con los faldones levantados agitando con fuerza la cosa inútil y derramando al mismo tiempo lágrimas frías igualmente inútiles.
No, realmente, no tendrías que reírte.