Sin embargo, partiste en busca de Una Vez al Día. ¿No es verdad?

—No sé. Tal vez sí. Yo no lo sabía.

Cuando era chico, quería encontrar las cosas que habíamos perdido; a medida que me hacía mayor y oí contar las historias de los santos, y escuchaba a Siete Manos, tuve otra ambición: quería ser un santo, deseaba tener aventuras extrañas, que yo pudiera contar; y conocer secretos olvidados, más portentosos que los que me ocultara Una Vez al Día; y en las historias que contase dar sentido al mundo.

Pintada de Rojo sospechaba que lo que yo quería en realidad era ir en busca de Una Vez al Día; que ella era, tal vez, la cosa perdida que yo más deseaba encontrar.

Y luego me decía que la aspiración de los santos es hacerse transparentes.

¿Cómo podía saber yo, aquella primavera, qué deseaba en realidad o qué sería de mí? ¿Y cómo iba a saber que todas aquellas cosas eran ciertas, que todas iban a sucederme, todas?

Bueno, no lo sabía. Lo que pensaba era esto: que a pesar de lo que Pintada de Rojo dijera de los santos, ese mismo día, en algún lugar del mundo tendría que haber un santo, un santo como el que yo quería ser; y que lo más urgente era que yo lo encontrara, y sentarme delante de él y estudiarlo, y aprender a ser lo que no alcanzaba a imaginar: transparente.

Siete Manos y yo, habíamos hecho juntos muchas expediciones, y a veces pasábamos una semana fuera de Belaire, viendo cuanto se podía ver. Yo había aprendido a trepar por las rocas, a encender el fuego con leña mojada, a orientarme, y a caminar el día entero sin preocuparme por no saber adónde iría a parar. Preparativos, llamaba a todo esto Siete Manos; y a medida que mi resolución de marcharme de Belaire Pequeña se fortalecía, me dedicaba a esos preparativos con más entusiasmo, con más atención. Y Siete Manos terminó por saber —aunque nunca lo mencionamos— que los preparativos que hacíamos eran en realidad, míos, no de él.

Yo tenía una camisa azul de lana, y pan, y una pipa nueces y frutas secas; tenía una hamaca de cuerdas, liviana y resistente, que Siete Manos había trenzado para mí, y una lámina de plástico para colgar sobre la hamaca y convertirla en una tienda. Tenía los Cuatro Potes y algunas otras dosis; y unas gafas nuevas que Mis Ojos me había hecho. Eran amarillas y transformaban en pleno verano la blanca mañana de mayo; me las quitaba y me las volvía a poner para entretenerme, y de vez en cuando miraba hacia arriba, las copas de los árboles, buscando santos.

—¿En los árboles?

Porque los santos vivían siempre en lugares apartados, y a menudo en casas construidas en los árboles. No sé por qué. Algún día, pensaba, viviré en un árbol, como esos santos de antaño; elegiría un roble corpulento o un arce de ramas bajas, como algunos que había visto al pasar. Ya amaba al santo que yo mismo iba a ser. Veía con una claridad extraña a aquel anciano, oía casi, aunque no del todo, oír las historias fascinantes que contaría… Cuando el sol llegó al medio cielo me arrastré hasta un bosquecillo, a orillas de un arroyo pantanoso donde a veces iban a beber las vacas salvajes. Y me senté a fumar.

Después de eso ya no tuve nada que hacer excepto seguir andando. Había pasado apenas una mañana de mi aventura, y ya empezaba a parecerme interminable, decidí, pues, aligerar esa carga. De los Cuatro Potes, el plateado aligera las cargas. Contiene muchos gránulos negros, como de carbonilla, de distintos tamaños; yo ya había visto a la Mbaba cómo abría el Pote y se tragaba uno. Sabía, además, que para aligerar la carga de una caminata antes tienes que saber claramente a dónde quieres ir, y cómo y cuándo supones que llegarás. Yo conocía el camino a Ese Río, sabía que para llegar a él y al puente de hierro que habíamos cruzado con Siete Manos tendría que caminar hasta casi la caída de la noche; abrí bruscamente el Pote, algo indeciso y un poco temeroso por lo que pudiera ocurrirme, pues nunca lo había hecho antes, elegí uno de los gránulos negros y me lo tragué.

Un poco después, cuando me acercaba a un enorme arce que sombreaba el camino, mis pasos se hicieron más lentos. También el rumor del viento entre el follaje se hizo más lento y más débil, como un quejido, y luego más lento aún, y al fin se apagó hasta que dejé de oírlo. Las voces de los pájaros, y los movimientos de las hojas eran también más lentos; la luz del sol se diluyó en una penumbra azul que todavía era luz diurna, como la luz de un eclipse; yo me quedaba mirando una rama, y luego una hoja; tenía, entre un paso y el siguiente, tiempo de sobra para estudiarla con profunda atención, y mientras tanto la luz del sol persistía y el suave arrullo de un pájaro se extendía nota a nota hasta el infinito. Estaba esperando, con una enorme paciencia a que mi pie derecho descendiera. Parecía que nunca iba a hacerlo, cuando la hoja y el arrullo y el quejido mudo del viento se alejaron, mi pie golpeó contra el suelo, y me encontré de pronto delante de Ese Río, aguas abajo del puente de hierro, mirando al sol que se ponía. Me eché a reír, asombrado. ¡Aligerar una carga! Había viajado toda una tarde millas y millas y no lo había notado. Comprendí entonces las risas contenidas de los viejos cuando piensan un poco sorprendidos en la larga faena que han llevado a cabo después de tragarse uno de esos gránulos negros.

Me volví y contemplé el camino que había dejado atrás, las hojas de los árboles arremolinadas por la brisa del atardecer, y lamenté no haber disfrutado de la caminata. Te aligeras de una carga, comprendí entonces, que antes has transportado cientos de veces; o cuando estás obligado a hacer un viaje, y no tienes ganas. No era para viajes nuevos ni para aprendices de santo. He aquí una lección, reflexioné, y eché a rodar el potecito, que rebotó y se hundió en la oscura creciente del río.

En la otra margen de Ese Río el sol iluminaba todavía las cimas de los cerros, pero entre los matorrales y raíces de la orilla caía ya la noche y empezaba a hacer frío. Una rana saltó y desapareció. Me puse las manos bajo las axilas y me senté a contemplar el paso de la corriente; estaba cansado —había recorrido un largo camino— y me preguntaba si no habría encendido más de lo que podía turnar. De pronto un gorgoteo y un chapoteo y un hombre apareció caminando a las zancadas por el río. A la, zancadas: el agua le llegaba hasta el pecho, él adelantaba los hombros con los movimientos vigorosos, de un hombre que camina sobre zancos dejando atrás una estela. Pasó de largo sin advertir mi presencia entre las sombras; se desplazaba con rapidez junto con la corriente.

¡Prodigioso! Sin saber muy bien por qué, eche a correr tras él por la ribera, tropezando con las rocas, y hundiéndome en el fango. Por un momento perdí de vista, y luego lo vi otra vez entre el follaje, alejaba serenamente por el agua, y la trenza rubia y la empapada camisa blanca le flameaban al viento. Seguí un rato abriéndome paso entre los Sauces y las lianas de la orilla y el fango que me succionaba las botas, y volví a verlo, ahora de pie como un hombre normal, sobre un muelle de madera construido por encima del agua, riéndose con una mujer que le frotaba el cuerpo con una toalla mientras él se exprimía el agua de la trenza. En el momento en que se volvían a ver quién andaba entre los matorrales, perdí pie y me deslicé como una nutria en el río pantanoso.

Me ayudaron a salir, riendo y preguntándose cómo era que me encontraba allí, y pasó un rato —un rato balbuceante— hasta que comprendí que eran del habla. Me izaron hasta el muelle, que por una sucesión de peldaños se comunicaba con una casa a la orilla del río. Y amarrado al muelle, y ahora sin el peso del hombre, flotando sobre el agua, estaba el artefacto que le permitía caminar por el río: dos grandes cilindros de metal liviano, con un asiento entre ambos, y manillares, y anchos pedales para hacerlo andar.

Era un cuerda Bucle, lo supe enseguida. Iba a decirle cómo me había sorprendido verlo caminar río abajo, cuando un niño salió corriendo de la casa, y de repente me vio y se detuvo, perplejo.

Era un par de años más joven que yo, de piel morena, y el pelo descolorido por el sol. Llevaba un palo y estaba desnudo, excepto una cinta azul atada al cuello.

Mientras pensaba de qué modo podría explicarle quién era y por qué estaba allí, otro niño salió también por la puerta y se detuvo al verme. Tenía también la piel morena y el pelo descolorido por el sol; llevaba un palo y excepto una cinta roja atada al cuello estaba desnudo.

Eran los únicos mellizos que yo había visto en mi vida. Mientras exprimía mis ropas empapadas, no podía dejar de mirarlos. Ellos también me miraban, no porque hubiera en mí nada extraordinario; me observaban con una expresión que entonces no comprendí, pero ahora reconozco: la mirada de quienes no están acostumbrados a ver gente extraña.

—Este es Retoño —dijo el hombre—, y aquel es Pimpollo. —Tuve que reírme, y también él se rio.

—Mi nombre es Costura; Sin Luna se llama ella. Ven a secarte.

Cuerda Bucle, como yo había supuesto; y la mujer tenía que ser Hoja; no estaba seguro en cambio del nombre de los dos chicos, tal vez porque eran dos.

Dentro de la casa, con los reflejos del sol poniente sobre las aguas que centelleaban y rutilaban en el techo y en las paredes oscuras cubiertas de esteras, era como si estuviéramos, también nosotros, debajo del agua. El gorgoteo del río me daba sueño, y sentado allí, en compañía del caminante acuático y su familia, me sentía como un pez que visita a unos peces amigos. Costura continuaba hablando mientras cargaba una pipa de vidrio; tenía una buena voz, con resonancias extrañas que me hacían reír, y más aún a Sin Luna. Le pregunté por qué no vivía en Belaire Pequeña.

—Bueno —dijo, señalando a los dos chicos con una cuchara repleta de pan, les gustaba el agua, y el arroyo que atraviesa Belaire Pequeña no era bastante para ellos. La Mbaba decía que parecían tristes, y yo dije entonces que si era agua lo que querían, volverían y se quedarían aquí; y que si querían ver gente (otra gente, además de nosotros) se quedarían en Belaire Pequeña. Bueno, se entienden entre ellos mejor que con nadie, de modo que se quedan aquí.

—Aquí hemos nacido —dijo Pimpollo.

Retoño añadió:

—Es nuestro sitio.

—Los llevé de nuevo allí, sabes, por un tiempo —dijo Sin Luna—. Es la patria de ellos, de algún modo, como era la mía y todavía lo es. Pero les gusta aquí.

—¿No van a ser del habla?

—Bueno, si nosotros lo somos, también ellos lo serán, ¿no te parece? Hay dos del habla con verdad en la casa del río y ningún río en Belaire Pequeña, de modo que todo está bien.

—Y era mejor para los niños, además —dijo Costura—; la gente se ocupaba demasiado de ellos, había quienes venían de muy lejos sólo para verlos un rato, y él no quería que se ensoberbecieran; les había explicado que en realidad no había en ellos nada tan fuera de lo común. Los niños callaban, se limitaban a sonreír con una sonrisa idéntica; ellos sabían que eran muy extraordinarios, y también nosotros lo sabíamos.

Había un olor a humo espeso y seco en el cuarto, casi más fácil de respirar que el aire. Mientras Costura me hablaba, unas bocanadas de humo le brotaban de la nariz y de la boca como si fueran palabras.

—No sé por qué te extraña que hayamos dejado Belaire Pequeña —dijo, mientras esparcía nuevas migajas de pan sobre las cenizas azules. Parece que tú has decidido lo mismo, y a una edad mucho más temprana.

—No —empecé a decir, pero sí, pensé, lo había decidido, y no tenía intenciones de regresar, no al menos por muchos años; sin embargo, me había entristecido que los niños, Retoño y Pimpollo, no pudieran estar siempre allí, en el mejor lugar del mundo—. En realidad, bueno, estoy explorando; volveré algún día; sería terrible que no pudiera volver. Y terrible me pareció, sí, por vez primera.

—Bueno —dijo Sin Luna levantándose—, en todo caso quédate aquí todo el tiempo que se te ocurra. Tenemos sitio.

Cuando les transmití todas las noticias que pude recordar de Belaire Pequeña, y las luces que Sin Luna había encendido empezaron a menguar. Subí, detrás de los niños, por una escalera de caracol hasta una alcoba con ventanas de vidrio, abiertas a la noche clara y a la Luna Pequeña. Me caía de sueño, pero pasó largo rato antes de que estuviéramos quietos bajo las mantas. Acostado, escuchaba con asombro a Retoño que terminaba las palabras de Pimpollo y luego Pimpollo las de Retoño, como si fuesen una misma persona. Con risitas contenidas o riendo a carcajadas de cosas que yo no entendía, rodaban uno sobre otro como si fueran nutrias; a la luz del sol tenían la piel morena, pero a la pálida lumbre de la noche parecían blancos contra los cobertores oscuros.

Tenían tesoros para mostrarme, amontonados a los pies de la cama y guardados en cajas; un caparazón de tortuga, un ratón de nariz respingada en un nido de hierbas. Y retirado con cautela de un escondite en la pared, el mejor de estos tesoros. Era un cubito de plástico transparente; dentro del plástico, posada como para volar, una mosca. Una mosca de verdad. Un cubo de plástico, y allí, en el centro del plástico, vaya uno a saber cómo, ¡una mosca! Con las cabezas muy juntas, movimos el cubo a la luz de la luna.

—¿De dónde viene? —pregunté—. ¿Tiene una historia? ¿Dónde lo encontrasteis?

—Nos lo dio el santo —dijo uno, mientras el hermano buscaba algún otro tesoro que pudiese mostrarme, pero yo lo interrumpí.

—¿Un santo? ¿Qué santo?

—El que conocemos —dijo Retoño.

—Pero, ¿por qué? ¿Qué es?

—No sé —dijo uno—. Él decía que era una lección. La mosca cree estar en el aire, porque puede mirar todo alrededor, y no ve nada que la retenga. Y, sin embargo, no puede volar. Y que eso sirva de lección, decía él.

—No era más que un regalo —dijo el otro.

—¿Puedo verlo? —pregunté, y mi vehemencia los sorprendió sin duda—. ¿Está lejos de aquí?

—Sí —dijo uno.

—No —dijo el otro—. No está demasiado lejos. A una mañana de camino. Nosotros podemos llevarte. Quizá no le gustes.

—Le gustas.

Se miraron y se echaron a reír.

—Tal vez esto nos pasa —dijo Retoño.

—Porque somos dos —dijo Pimpollo, y se quedaron mirándome, sonrientes y abrazados.

Con la genuina hospitalidad de los cuerda Hoja, dejaron que yo mismo decidiese dónde quería dormir, pero pasé muchas horas desvelado, escuchando el gorgoteo del río de aguas pardas, pensando en el santo que vería al día siguiente, ya ¡tan pronto!