Y espera hasta que lo haya insertado.

—¿Qué? ¿Tengo que empezar de nuevo?

—No. Está bien. Este es el segundo cristal: mira cómo es de pequeño; sin embargo, todo está ahí: Guiño y Retoño y Pimpollo; toda esa parte.

—¿Cuántos más? El sol se está poniendo. Mira las nubes, allá abajo: rosadas y amarillas.

—El tercero es casi siempre el último.

—Ángel… dime ahora…

—No. Todavía no. Dime: ¿qué pasó al día siguiente, en Ciudad Servicio?

Bueno, esa noche dormimos; ella me llevó arriba, por la amplia escalera que conducía a la gran plataforma en la parte posterior del recinto. El entresuelo, la llamaban (la Lista conocía palabras semejantes, palabras que caían en el suelo de piedra ángel y repicaban como monedas antiguas; entre suelo). Allí, habían preparado alcobas, cerradas por cortinados y paredes bajas, que me recordaron un poco la madriguera. Una Vez al Día encontró un nicho vacío, con pilas de cojines, y allí nos acostamos, ella hablando sin cesar como para empujarme a los brazos de la Lista a fuerza de historias, hasta que los bostezos no la dejaron seguir hablando. Se sentía tan feliz de estar allí, y yo estaba tan contento con ella viéndola feliz, que era como el dolor de un sentimiento indescriptible…

—Oh, doctora Botas… los haces… no, les permites que sean… ¡tan felices, tan pocas veces!

La Lista de la doctora Botas puede hacer algo que yo nunca pude, y que Una Vez al Día había aprendido en los años que pasó con ellos: duermen siestas cortas, como los gatos. Una Vez al Día dormía un rato y pasaba despierta otro rato igual, y dormía un poco más y despertaba otra vez. Durante toda aquea noche sentí que ella se levantaba y se iba y volvía a observarme, esperando impaciente a que yo acabara de dormir; pero yo estaba hundido en pesadillas profundas, los sueños de alguien que duerme en una casa extraña. Cuando al fin desperté, fue con un grito que me arrancó de golpe de no sé qué aventura; me quedé acostado con los ojos clavados en el vacío, tratando de recordar dónde estaba. Salí a tropezones de atrás de las cortinas y me encontré en el borde mismo del entresuelo, contemplando el enorme salón a la luz de una mañana clara que el paso-muralla teñía de un delicado azul. Una Vez al Día estaba allí de pie, encorvada y con las manos sobre las rodillas, junto a un hombre moreno, menudo y enjuto, que estaba sentado y sostenía una bola azul de cristal transparente, haciéndola girar para que la luz la atravesara. Mordisqueaba una minúscula pipa de madera de la que se elevaba una cinta de humo blanco.

Cuando llegué hasta ellos, tropezando con los grupos que se quedaban callados cuando yo les sonreía, vi en la muñeca del hombre moreno el brazalete de gemas azules que Una Vez al Día le había dado el día del trueque en Belaire Pequeña. Se llamaba Houd, pero cuando él lo decía parecía tan leve, largo e indecible como el suspiro de un gato. Otros se reunieron alrededor, y todos observaban mi trenza y mis gafas con la misma franca curiosidad que los gatos, y mi desconocimiento de la Doctora Botas y la Lista los dejaba perplejos; y yo, aunque conocía las palabras, no entendía mucho de lo que decían. Afuera en la mañana, Brom, el gato blanco y negro, se paseaba por la ancha plaza de piedra, y Una Vez al Día y los otros se volvieron a observarme mientras yo hacía lo que tenía que hacer, va que el paso muralla era una novedad para mí: intenté cruzarlo y salir. No funciona en esa dirección; llegué muy cerca de él (siempre exhalaba un aliento caliente, un olor metálico), pero… no, en esa dirección no funciona. Miré a los otros, y todos sonreían con la misma sonrisa.

—No funciona en esa dirección —dijo Houd desde su pipa, y Una Vez al Día se acercó y tironeó de mí.

—Es de una sola dirección —dijo riendo—. ¿No te das cuenta? Sólo una.

Me tomó de la mano, cruzamos el embaldosado blanco y negro del salón y salimos por las pesadas puertas de cristal alineadas todo a lo largo de la pared de atrás para volver hasta la fachada. A la luz natural del día, y precipitarnos de cabeza contra la piedra, con Brom junto a nosotros, y ahogarnos en aquella negrura ilimitada, pero por supuesto no nos ahogamos, y ya estábamos otra vez dentro, jadeando y abrazándonos.

—Una dirección —dijo—, ¡sólo una! Yo lo he aprendido, lo he aprendido; todo tiene una sola dirección, ¿no te das cuenta?

Y me pareció que el hombre moreno, Houd, me observaba para ver si yo había oído todo lo que ella había dicho; y yo supe que no.

Hay otras cosas que quienes no conocen el paso-muralla tienen que hacer: yo intenté meter el brazo y retirarlo enseguida.

Nunca más volví a intentarlo.

En Belaire Pequeña decíamos un mes como podíamos decir un minuto o una milla: para los ángeles esas palabras significaban cosas exactas, y cada mes y cada minuto y cada milla tenían siempre la misma extensión. Para nosotros significan simplemente mucho o poco, depende. Y también para la Lista, los minutos y las millas, aunque ellos saben cuánto dura un mes. Lo cuentan en días, treinta o uno más o uno menos hacen un mes, doce meses hacen un año, y vuelves otra vez al comienzo; y por una razón que ellos me explicaron pero que no puedo recordar, cada cuatro años agregan un día invernal que no tiene número.

Para mí, el nombre de un mes es el nombre de una estación. He conocido años con dos marzos y ningún abril, o en los que octubre llegaba en pleno septiembre; pero el calendario de la Lista me fascinaba, porque no sólo contaba los días por cualquier razón que uno quisiera contarlos: incluía también las doce estaciones.

Al edificio del tejado naranja y la torrecilla blanca lo llamaban Veintiocho Aromas, y era allí donde preparaban la mayor parte de las medicinas y pociones que los han hecho famosos. Una Vez al Día me llevó allí, y nos sentamos a una mesa pequeña puesta entre dos asientos, íntima en la penumbra (Veintiocho Aromas había tenido en otros tiempos ventanales de cristal, pero casi todos se habían roto y los habían tapado con ramas y plástico). Había muchas mesas semejantes a la nuestra, de madera falsa, con vetas y todo, y sin ninguna raspadura en quién sabe cuántos siglos.

Sobre la mesa había una hermosa caja, como las que la Lista confecciona para guardar objetos preciosos, y Una Vez al Día, con un celo reverente, le quitó la tara.

—El calendario —dijo.

Dentro de la caja había dos pilas de láminas cuadradas y brillantes, una pila mostraba la cara y la otra el reverso; más o menos de este tamaño: dos manos hubieran bastado para cubrirlas. La lámina superior, con la cara hacia arriba, mostraba una escena, y debajo de la escena había hileras de cuadrados, un poco como las palabras crósticas de Guiño. En la escena había dos niños, más jóvenes que Una Vez al Día en nuestro primer junio, en medio de un prado todo cubierto de pálidas flores azules que los niños juntaban con rostros absortos y apacibles. El chico llevaba un pantalón corto, ella un vestido minúsculo del mismo azul de las flores.

Una Vez al Día tocó una palabra negra debajo de la imagen.

—Junio —dijo.

Había una piedrecita, untada con resina de pino en un cuadrado al pie de la figura; ella la quitó y la movió al cuadrado siguiente. Diez días de junio. La campana que pendía en el frente del paso-muralla tañó cuatro veces, clara en la penumbra, y fuimos al gran salón para la velada.

Cuando pasaron veinte días, y la piedra hubo recorrido todos los cuadrados, volvimos a los Veintiocho Sabores. Ese día había otros mirando, y estaban allí al calor mientras las grandes manos de Zhinsinura pasaban la lámina de junio a la otra pila cara abajo, y mostraba la siguiente. Todos suspiraron satisfechos, aaaah.

Esa escena me hizo saber, y reí al saberlo, que los ángeles, por extraños y antiguos que fuesen, eran hombres, y sabían lo que saben los hombres. Los mismos niños, ella siempre de vestido azul, yacían sobre unas hierbas verdes, más oscuras que las de junio, blanqueadas en los largos días de calor, y contemplaban un cielo en el que se apilaban unas grandes nubes cambiantes, las ciudades del cielo. Pero lo que me hizo reír: las hierbas y ellos estaban en lo alto del cuadro, y miraban abajo las nubes que flotaban: y eso es lo que te pasa en verano, cuando miras las nubes.

—Julio —dijo Una Vez al Día. Sonó la campana de la tarde.

En julio fuimos juntos a buscar cosas, plantas y piedras y tierra y hongos que la Lista emplea para hacer medicinas; y cuando nos cansábamos de buscar, nos tendíamos a contemplar las nubes.

—¿Qué significa oscuro y claro? —pregunté—. ¿Por qué dices de alguien que está oscuro, y otras veces que está claro?

Ella no contestó; apoyó la cabeza en las manos y cerró los ojos.

—¿Es un juego? —pregunté—. Recuerdo lo que decía el Pequeño San Roy, a propósito de Oliva, que cuando estaba oscura era muy oscura, oscurísima, y cuando estaba clara era más clara que el aire.

Ella soltó una risa que le hizo temblar el vientre chato.

—Sabía eso —dijo.

—¿Qué quiso decir?

Por un momento ella siguió allí, tendida y silenciosa, y de pronto se levantó sobre un codo y me miró.

—¿Cuándo piensas regresar a Belaire Pequeña? —dijo.

El nombre me sonó raro; era la primera vez que se lo oía decir y sonaba como un lugar imposiblemente remoto.

—No pienso regresar —dije, prometí que no lo haría.

—Oh, ellos lo han olvidado. Si te fueras, no le importaría a nadie; nadie preguntaría a dónde fuiste.

—¿Te importaría a ti? —dije, porque no le había oído decir ni que sí ni que no; sólo había creído oír que a ella no le importaba, y no podía ser. Por un momento sentí frío, o calor, en el corazón, y me apresuré a añadir—: De todos modos no quiero que me corten la lengua.

—La lengua —dijo ella, y se rio—. Oh, es que estaban oscuros. Ahora… —Y apartó de mí los ojos, cerrando la boca, como si hubiera recitado mal un acertijo, revelándome la respuesta. Pero a mí nada se me había revelado.

—Era una broma de Roy —dijo Una Vez al Día—. Sólo una broma; una vieja broma. ¡Mira, mira, nos estamos cayendo!

Debajo de nosotros —sí, abajo— el cielo se desplomaba, cuajado de nubarrones. Por algún sortilegio nos mantuvimos sobre las hierbas, cruzados de piernas y tranquilos, pero estábamos cayendo, interminablemente en ciudades, en rostros, en animales monstruosos y blancos, tomados de las manos para sostener el tejado del mundo: extraño, cuando las nubes se desplazan a tus pies y el cielo es la hierba.

Y la lámina de julio que daba vuelta dejó siete en una pila, cinco en la otra.

Los dos niños del calendario descansaban en un boscaje umbrío; el niño dormía, con un sombrero de paja sobre la cara y una larga pajuela amarilla en la toca, los piececitos desnudos muy separados. Vestida de azul, ella estaba sentada junto a él, mirando más allá de un prado del mismo amarillo paja; una torre de los ángeles con una cúpula cónica; y las nubes grises de una tormenta de verano que crecía a lo lejos. Agosto.

Tuvimos una casa de sombra que compartimos durante el estío, debajo de dos arces que crecían juntos sobre una loma, y también nosotros podíamos mirar a lo lejos, aunque todas las obras de los ángeles hubieran desaparecido, y Una Vez al Día no usaba un vestido azul: ningún vestido. Los contornos de nuestra casa cambiaban a medida que pasaba el día, y los cuerpos morenos de los invitados se movían junto con la sombra.

—Cuatro puertas a lo largo de la espina dorsal —dijo Houd. Balanceaba una pierna descarnada sobre la otra rodilla, y la pipa de madera le asomaba por debajo del sombrero ancho que le oscurecía la cara—. Y aunque aprietes con todas tus fuerzas, no podrás abrirlas. Esta es mi opinión.

—Eso es porque están abiertas —dijo Una Vez al Día, bostezando—. El calor me amodorra.

—Tan difícil como cerrarlas —dijo Houd.

—No —dijo ella—. Se abren solas; como se abren una a una las puertas de un corredor cuando sopla el viento; y que no se hable más: están abiertas.

—Piensas eso porque estás clara —dijo Houd, y Una Vez al Día bostezó y estiró el cuerpo menudo y bruñido sobre la hierba apelotonada y los pechos se le achataron; me sonrió con una sonrisa somnolienta.

—Ha llegado el sol —dijo alguien—. Que todos se corran un sitio.

Sombra.

Por la noche uno soltó una luz que había traído, pero la brisa la llevó a la deriva hacia Ciudad Servicio, y uno por uno todos la siguieron hasta allí. Ella y yo vaciamos juntos mientras la luna salía y transformaba nuestra casa de sombra.

—¿Te parece —preguntó de pronto, separándose de mí por medio de una serie de lentos cambios de postura— que hay cuatro puertas a lo largo de tu espina dorsal? ¿Y cómo piensas que se abren?

—No sé —dije, siguiéndola.

—Yo tampoco.

Se oyó el apagado retumbar de un trueno, como si alguien enorme, más allá del horizonte, gruñera entre sueños; y mientras yacíamos juntos nuestra casa de luna se alejó también, poco a poco, debajo de nosotros, dejándonos salpicados de una luz quieta y tría.

Y la lámina de septiembre de la mesa calendario mostraba ocho en una pila, cuatro en la otra.

—A ella la conozco —dije cuando la vi—, y ahora reconozco también a esos dos.

—¿Cómo podrías conocerlos? —me preguntó.

—Porque tú me los mostraste. Mira: allí está la vieja, que sale cuando está oscuro; y ¿ves?, ahora espera, adentro, en este pie, y los dos niños están fuera…

—No, te equivocas.

—Y en los próximos meses ella estará fuera, y ellos dentro.

—No, no estarán —dijo—. Son sólo dos, como todos los otros dos…

—Oscuro y claro —dije—, eso me dijiste, ¿no lo recuerdas?

—¡No! —grito, para que me callara.

La lámina que observábamos mostraba un día dorado del verano mecánico del Pequeño San John. Los dos niños caminaban juntos con caras radiantes; él llevaba algún libro en bandolera, colgado de una cinta y ella sostenía con orgullo una brillante manzana de septiembre. En todo esto la lámina era igual que las demás: él y ella, ella con vestido azul, en un día del color del mes indicado, exprimido del mes como de una fruta. Pero en ese mes, sólo en ese, había alguien más; los niños caminaban sonriendo hacia una casita roja de tejado puntiagudo, y se alcanzaba ver a una viejecita asomada apenas a la puerta.

Y sí, se pondría oscuro, aunque ahora hiciera buen tiempo; y la vieja saldría, y los dos niños tendrían que retirarse a algún sitio, hasta que pasaran los meses oscuros, ¿no es así? Ni siquiera los ángeles, en las ciudades aisladas y protegidas, no hubieran olvidado que en el verano mecánico, templado y perfecto del Pequeño San John, una vieja esperaba…

—¡No! —dijo ella, y huyó de mí.

—Necesito comprender —le dije, cuando la encontré entre las almohadas del entresuelo—. Tienes que decirme la verdad. Había una casita en la pared, que tú me mostraste, donde guardaban la pierna de San Roy. Los niños salían cuando estaba claro, y la vieja cuando estaba oscuro. En medio estaban los cuatro hombres muertos, que nunca cambiaban. Indicaba el tiempo. Lo mismo que las láminas.

—Sí, el tiempo.

—Sí. Pero, cuando nosotros la mirábamos, pasó una nube por el cielo, y la vieja no salió; y la última vez que la vi, el día que te marchaste, era primavera, y, sin embargo, allí estaba la vieja…

Tendida boca abajo, con la cabeza sobre los brazos como un gato, ella no te miraba; de pronto se volvió hacia mí.

—Entonces —dijo—, ¿indicaba el tiempo?

—No sé. ¿Qué otra cosa podía ser? ¿Por qué no puedo oírlo en lo que dices?

Ella apartó otra vez los ojos.

—Las láminas indican el tiempo. Los ángeles las hicieron para indicar los meses, y ellos no engañan. Esto es todo.

—¿Por qué entonces huiste de mí?

Una Vez al Día no dijo nada, y aunque seguía tendida e inmóvil sentí que huía de mí, más lejos. Quise perseguirla pero ella corría, le aferré los hombros con mis dos manos para detenerla, para retenerla: pero había volado.

Hay ciertos sueños, esos sueños en los que partes con una misión urgente, o a hacer un trabajo, y te lo explican todo; pero cuando vas a los sitios a que te han mandado no son los sitios a donde te proponías ir, y la naturaleza del trabajo cambia; la persona que ibas a buscar se transforma en la que te mandó; la cosa que tenías que hacer se transforma en un sitio, y el sitio en un cofre de tesoros o en un rumor horrendo; y nunca puedes llegar a la meta porque nunca es la misma meta; y, sin embargo, buscas y buscas, sin que esos cambios te sorprendan, decidido, sólo tratando interminablemente de hacer esa cosa cambiante que tienes ahí.

—Una Vez al Día —dije, y apoyé mi mejilla contra su pelo, que le escondía el rostro—. Una Vez al Día, dime que no hay invierno; dime que el invierno nunca llega, y te creeré.