En un invierno lluvioso, mucho después del año que pasé con un santo, después de la carta de la doctora Botas, en un invierno en que estuve solo y a menudo durmiendo, descubrí una treta de la que mi mente era capaz: a veces, a mitad del camino entre la vigilia y el sueño, mi mente rejuvenecía. ¿Cómo explicarlo? Es como si yo, durante un rato, fuera un yo más joven; o como si me devolvieran completo todo un momento del pasado, y esto ocurría de modo tan repentino que con frecuencia no me daba cuenta de qué momento era ese: antes de llegar a saberlo me quedaba dormido, o el esfuerzo de concentración me despertaba, y el momento se perdía.

Bueno, era un juego interesante, y no me faltaban ocasiones para practicarlo —en realidad no tenía ninguna otra cosa que hacer—, y a veces conseguía hacerlo durante mucho tiempo y revivía un momento del pasado con todo mi ser, excepto un pequeño ojo que observaba maravillado. Yo creía estar al final de mi vida en aquel invierno interminable, y consideraba justo que se me permitiera rever, en fragmentos y atisbos, mi corta vida, que tan larga me parecía entonces: como la Mbaba cuando revisaba e l contenido de los arcones tallados. Yo no elegía ese momento, y podía ser dos o diez. Podía estar en los tejados en un día de estío, con la cabeza latiéndome al calor bajo un sombrero y un velo, ocupándome de las abejas junto con mi madre. O en el corazón de Belaire, en pleno invierno, aprendiendo a jugar a los aros con una Una Vez al Día, la cabeza llena de las enseñanzas de aquel invierno, de los efluvios de aquel invierno: porque cada estación de cada año —¿de cada día acaso, de cada mañana y cada anochecer?— tiene su sabor propio, peculiar, totalmente olvidado, hasta que lo saboreas otra vez.

Yo podía pasarme las horas escuchando a Pintada de Rojo, la voz rica y pastosa que hilvanaba las historias de los santos, y empezando a entender por qué todas aquellas historias eran de algún modo una única historia: una simple historia acerca de la vida y de cómo ser un hombre, una historia que, simple como era, no podría ser contada.

Y en una ocasión cerré los ojos. Esperé, y no me moví, y me encontré en mi décima primavera, sentado con los demás a la puerta de los cuerda Bucle, contemplando los árboles en flor que cubrían de pétalos el camino que bajaba hacia el sur, y observando a un grupo de viajeros que venían por ese camino a buscar el pan, unas figuras nítidas vestidas de negro contra el rosa y el blanco de la primavera. Alrededor de mí, la transparencia de las paredes de los cuerda Bucle, de un amarillo pálido a la luz del sol; a mis pies el suelo de tierra cubierto de esteras de colores vivos; a mi lado, envueltos en capas adornadas, los mercaderes de cuerda Agua y los pálidos sacos de pan. Y junto a mí, Una Vez al Día, que en ese momento me soltaba la mano. Desperté y abrí los ojos en pleno invierno, helado, y con el corazón palpitante; y oí caer la lluvia fría.

Durante semanas y semanas, en aquella primavera, Una Vez al Día no había hablado de otra cosa que de los mercaderes de la Lista de la doctora Botas, que estaban por llegar. Los mercaderes de la Lista venían todas las primaveras, eran casi nuestros únicos visitantes, y todo un acontecimiento en Belaire Pequeña, pero para los cuerda Susurro eran algo más que visitantes.

—Son primos míos —decía Una Vez al Día, una palabra que yo ignoraba; cuando le pregunté qué quería decir, no supo explicármelo, excepto que era un vínculo que la ligaba estrechamente a ellos.

—¿Cómo puede ser? —dije—. Ellos no son del habla. No son de tu cuerda. Ni siquiera sabes qué nombres tienen. Ni uno solo.

—Mi cuerda es la de Oliva —dijo ella—, y Oliva era de la Liga. También la Lista de la doctora Botas. Eso es ser «primos».

—La Liga ha muerto —dije—. Oliva lo anunció.

—No hables de lo que no sabes —dijo ella.

Ahora eran doce o más los que venían por el camino, casi todos hombres con sombreros bajos de alas anchas adornados con guirnaldas de flores. Cuando estuvieron cerca oímos los cantos; o acaso no fueran cantos, porque no había palabras, ni melodía, sólo un rumor en diferentes tonos y volúmenes, un ronroneo aquí, un trémolo allá, un zumbido que cambiaba cuando alguien enmudecía o algún otro se incorporaba al coro, cada uno con su propio sonido. Los viejos de cuerda Agua, hombres y mujeres, bajaron por la colina a recibirlos, y detrás de ellos fueron los más jóvenes, a recoger los fardos de los viajeros, los paquetes y atados y cajas liados con cordeles. Hubo saludos por doquier. Tranquilos y formales, y los hombres con sombreros negros y las altas mujeres entraron por la puerta de los cuerda Bucle a los hermosos cuartos que ellos preparan cerca de las afueras, donde yo esperaba con Una Vez al Día y donde otros venían a saludar a los viajeros. Las sonajas de los viajeros tintineaban, y ellos hablaban con acentos extraños, arrastrando las palabras, en una lengua antigua y confusa, y los bultos que traían fueron puestos a un lado hasta que se sirvieron las sodas de frutas y las nueces de invierno. Una Vez al Día no apartaba los ojos de los visitantes, aunque si de pronto alguno la miraba, ella volvía rápidamente la cabeza; yo nunca la había visto sonreír como les sonreía a ellos.

A la distancia, negros y barbados, tenían un aspecto severo, pero vistos de cerca eran muy diferentes; las túnicas que vestían, largas y rectas, estaban muy adornadas con oro y colores, y recogidas en pliegues complicados, y muchos de ellos llevaban las sonajas en lugares tan inverosímiles que te reías cuando tintineaban. Con aquellos campanilleos y las largas sonrisas, te hacían sentir que eran gente sencilla y muy apacible, con gracia y energía suficientes para quedarse allí sentados todo el tiempo. Me recordaron a Pintada de Rojo cuando narraba la historia del gato de Santa Oliva.

Los mercaderes de la cuerda Agua distribuyeron el pan de la cosecha otoñal entre los viajeros, y las campanillas y brazaletes tintineaban cuando ellos se pasaban de mano en mano los centelleantes puñados de copos para tocarlos, olerlos y examinarlos. El viejo En un Rincón echaba puñados de pan en la gran boca de bronce de Santa Bea —de tamaño casi natural— que coronaba una enorme pipa de cristal ambarino, instalada allí, en los cuartos exteriores el día anterior, en espera de los visitantes. Era muy vieja, de hacía cientos de años, y uno de los tesoros más preciados de los cuerda Bucle, aunque no tenía otra historia que su propia vejez, y los de la cuerda Palma no la habrían considerado tan maravillosa.

Uno de los mercaderes se acercó, se agachó con movimientos gráciles, y se sentó al lado de Una Vez al Día. Era un hombre de tez cetrina, y arrugado como una nuez, de muñeca y manos nudosas, pero tenía una sonrisa franca y ojos vivaces que también sonrieron cuando la miró; pero ella, azorada, volvió la cabeza. Cuando él miraba para otro lado, ella lo volvía a mirar; cuando él la miraba, ella apartaba los ojos. De pronto, ella se quitó de la muñeca el brazalete de gemas azules que encontrara en un viejo arcón y que había reclamado como suyo.

Se lo tendió al hombre, y él lo tomó delicadamente con unos dedos de uñas amarillas.

—Es bonito —dijo, y lo examinó a la luz—. ¿Deseas canjearlo? ¿Qué quieres a cambio?

—Nada —dijo ella.

El hombre la miró arqueando las cejas, y pasó el brazalete de mano en mano; luego sonrió, cerró el brazalete alrededor de la muñeca, sin decir una palabra, le dio una ligera sacudida para acomodarlo entre los otros adornos, y volvió a ocuparse de las mercancías. Una Vez al Día, con una sonrisa secreta, recogió una punta de la túnica negra del hombre y la retuvo en la mano.

En el transcurso de la tarde los hombres y mujeres de la Lista abrieron sus estuches, mostraron las mercancías, y se repartió el pan. Habían traído varios estuches, con Cuatro Potes en cada uno: el negro, que contenía una sustancia rosada era el que me había hecho soñar junto con Pintada de Rojo; los otros son para distintos usos; la Lista los llama «las hijas de la medicina», y sólo ellos conocen los secretos de los Potes. Tenían herramientas y extraños objetos de plata angélica, que ellos llamaban «acero inoxidable». Tenían cajas y jarras repletas de hierbas aromáticas y especies secas, azúcar de remolacha y polvo para las pulgas de los gatos; para los cuerda Bucle, cosas viejas que era necesario reparar, herramientas afiladas, tuercas angélicas y los correspondientes tornillos; para los cuerda Palma, cosas viejas encontradas, llaves, silbatos y una bola de vidrio con una casita dentro y nieve que caía.

Les cambiamos estas cosas por tazones y otros objetos de vidrio, gafas con montura de plástico. Papel de fumar, rosa, amarillo y azul; panales, caparazones de tortuga pulidos que parecían de plástico, y metros y metros de cinta plástica transparente en la que había centenares de cuadros diminutos, y con la que se hacían cinturones. Y por supuesto pan, en sacos, tan precioso para los viajeros como las medicinas de ellos para nosotros. En dos o tres cuartos el trueque proseguía, entre el humo dulzón, el murmullo de la charla, y las paredes amarillentas, cada vez más oscuras; eran tantos los que querían hacer algún trueque, o simplemente ver a los visitantes y oírlos hablar, que yo tuve que ceder mi sitio, pero Una Vez al Día no se apartó del hombre moreno que ahora llevaba puesto el brazalete de gemas azules.

Esa noche los visitantes durmieron con los cuerda Susurro, de a dos y tres en los aposentos alejados del Sendero y próximo a las afueras —estas eran las precauciones que se tomaban antaño, ahora meras fórmulas, pero que aún se observaban—, y si a altas horas de la noche pasabas por los cuartos de ellos, los veías charlando animados, o riendo todos juntos. Y yo pasaba, por cierto, sin atreverme a entrar, aunque nadie me lo hubiera prohibido y rondaba por las afueras, tratando de escuchar a hurtadillas lo que ocurría entre ellos.

A las primeras luces me desperté a solas, gritando porque vi de pronto una cara que me observaba, pero no había nadie. Como en respuesta a una llamada, y demasiado dormido aún para desoírla, corrí por el Sendero hacia la puerta de los cuerda Bucle, yendo por los charcos sombríos de luz azul que las claraboyas vertían en los cuartos; no encontré a nadie despierto. Pero cuando estaba llegando a la puerta de los Bucle, alcancé ver unas figuras que iban hacia el Sendero, y me escondí y espié.

La Lista de la doctora Botas se marchaba, guiada por una mujer de cuerda Susurro, llevando a hombros unos grandes tardos, que deformaban las siluetas en la penumbra. La mujer les señaló la puerta, un rectángulo de amanecer azul cada vez más claro, y se retiró sin despedirse. Ellos esperaron un momento hasta que estuvieron todos reunidos y luego fueron hacia la puerta; y una figura menuda se precipitó desde el Sendero, corriendo para alcanzarlos.

Yo salí de mi escondite y tomé el brazo de Una Vez al Día; no sé por qué, aunque en ningún momento lo había sospechado, no estaba sorprendido.

—Espera —le dije.

—Suéltame —dijo ella.

—Dime por qué.

—No.

—¿Volverás?

—No me preguntes.

—Dime que volverás. Promételo. De lo contrario te seguiré. Se lo diré a Siete Manos, y a En un Rincón, y a tu Mbaba, y todos te seguiremos y te traeremos de vuelta.

Le hablaba en un murmullo frenético, rápido, sólo a medias consciente de lo que le decía. No la había soltado, y de pronto ella me aferró el brazo con que yo la sujetaba, y quedamos unidos, mirándonos fijamente a las caras apenas visibles.

—Te di Dinero —dijo ella en voz baja pero resuelta. Yo tenía el Dinero en mi manga; nunca me separaba de él—. Te he dado Dinero y harás lo que Yo te diga. —Apartó mi mano. No me sigas. No le digas a nadie a dónde he ido, ni hoy ni mañana, ni hasta que esté muy lejos. No pienses en mí nunca más. Por el Dinero que te di.

Yo la miraba en silencio, con miedo y desesperanza, y ella se alejó.

El último de la Lista de la doctora Botas, el hombre moreno y nudoso, volvió vivamente la cabeza para mirarla cuando ella corrió tras ellos.

—En la primavera —le dije—. En la primavera regresarás.

—Esta es la primavera —dijo ella sin volverse.

Fui hasta la puerta y vi cómo se alejaban, bajo caras y sombreros, en la bruma del amanecer, en una hiera ordenada que iba hacia el sur; y vi a Una Vez al Día, vestida de azul y con el pelo negro flotando al viento, que corría, corría hacia ellos, y antes que a causa de la niebla, o de las lágrimas, yo los perdiera de vista, me pareció ver que alguien le tomaba la mano.

Ese día me escondí, porque si iba a ver a alguien me harían preguntas, si hablaba con alguien las palabras me traicionarían. Estuve casi a punto, en la agonía de mi incertidumbre, de buscar a Siete Manos; pero no lo hice. Nadie, si yo no daba la alarma, la echaría de menos; podía estar en cualquier parte, a salvo, en la maraña de Belaire; pero yo no sabía si eso era lo mejor. No sabía nada, de modo que dejé que ella lo decidiera. Pensaba: esto estaba arreglado; los cuerda Susurro lo habían arreglado; los adultos lo habían decidido. Yo ignoraba si era verdad. Pero trataba de creerlo. Y me escondía.

Buscando sitios donde poder estar a solas, me interné en las profundidades de la vieja madriguera. Y fui a dar, tarde, al cuarto al que Una Vez al Día me había llevado en la primavera pasada. El cuarto con paredes de piedra ángel donde estaba colgada la casita de los niños y la vieja, que entraban o salían por las puertecitas de acuerdo con el tiempo, y donde la pierna artificial se erguía en un rincón.

¿Cómo era posible que yo no lo hubiese sabido? Habíamos sido como dos dedos de una misma mano; y, Además, éramos del habla. Sin embargo, yo no lo había sabido, así como ahora no podía entenderlo.

Tal vez, pensaba yo, fue en aquel preciso momento, en aquel amanecer, cuando se decidió; pero yo no lo podía creer. Ella lo había decidido, lo había planeado, lo había pensado y meditado —no podía ser de otro modo— durante días y días, y yo, sin embargo, no lo había sabido.

Recordaba lo que ella me había dicho: primos; y que ella, por ser Susurro, era de la Liga, como la lista de la doctora Botas, aunque estuviese lejos. Yo pensaba que Oliva había traído muchos secretos de los cuerda Susurro, pero que la Lista de la doctora Botas tenía que conocer muchos más, así como sabía de medicina y viajaba, como la Liga antigua en otros tiempos. Yo pensaba en lo que me había dicho Pintada de Rojo, que para los cuerda Susurro un secreto no es algo que no quieres decir, sino algo que no puede decirse.

Pensaba en todas esas cosas, pero no les encontraba sentido. Observé la casita de plástico colgada en la pared. Sobre la repisa estaba ahora la vieja, ella sola; los dos niños permanecían ocultos.

La vieja sale cuando oscurece, había dicho ella, y los dos niños cuando brilla el sol. Y cuando el tiempo cambia, cambian ellos. Y los cuatro hombres muertos. Locos por añadidura, había dicho.

Pero allá arriba brillaba el sol, y la primavera florecía.

Yo no entendía nada, nada en absoluto, y en aquel cuarto pequeño y oscuro lloré largo rato, escondido y a solas, con la casa y la pierna y todos los secretos no revelados.

—Era un barómetro.

—¿Qué?

—Un barómetro. La casita de la pared. Era un barómetro. Un instrumento que indica los cambios del tiempo. Una máquina. Nada más.

—Sí. Los cambios del tiempo. Pero no entiendes…

Espera. Este cristal se ha terminado.