En ese mes cayeron las grandes nevadas, y los niños del calendario, arropados hasta la nariz, apilaban la nieve y le ponían cara y unas ramas como brazos y un sombrero como los sombreros de los hombres de la Lista. En un día del mes siguiente, febrero, estábamos acostados en el entresuelo y mirábamos caer la nieve, que se transformaba en lluvia; y en ese aire velado los árboles negros parecían avanzar lentamente hacia nosotros, pero no, no se acercaban. Una Vez al Día estaba echada contra Brom, y se mordía con cuidado las uñas de las manos para que le quedaran del largo que a ella le gustaba, y las frotaba contra la piedra áspera de la pared para alisarles los bordes. Alrededor, oíamos contar los pequeños cuentos de invierno, cuentos de puertas en los bosques, puertas diminutas en lo alto de una escalera carcomida, y adentro una luz; se abre un resquicio y unos ojos miran afuera.

Era el tiempo del largo ocio de la Lista; aun admitiendo que esperaban algo alguna vez, podía decirse que poco hacían ahora excepto esperar la primavera. Era ese tiempo, cuidadosamente calculado, cuando nacía la mayoría de los niños; abajo, un grupo arrullaba a un recién nacido, una niña supuse por la forma en que lo celebraban. Dos niñas mayores, de pie junto a un arcón abierto en la larga fila de arcones Mancos, jugaban interminablemente a cambiarse de ropa; una de ellas se despojaba de un cinturón negro y rutilante y lo canjeaba por una peluca y unas pieles falsas; se colgaban alhajas y cintas deterioradas, relojes de pulsera y andrajos de camisas, y se pavoneaban ante los ojos críticos y la envidiosa admiración de la otra. Yo las observaba, disfrutando por momentos de la pálida desnudez de las niñas; sus voces subían hasta donde descansábamos nosotros, quedas y confusas.

—La puerta del codo —decía el soñoliento narrador cerca de nosotros—, la puerta abre un resquicio y por él entra el invierno, soplando en el corazón.

Yo pensaba en Guiño, arropado y soñoliento, diciendo Es un mundo pequeño.

Y sí, ya ves: circunspectos, como dije, y cautos: porque ellos no van a desaparecer, la Lista nunca elegiría eso, aunque yo pensaba a veces que la nieta final era para ellos la desaparición. No, pero serán absorbidos por completo, pues han olvidado, dos veces y para siempre, la lucha inmemorial del hombre contra el mundo, han olvidado dos veces y para siempre el cordel que alguna vez estuvo atado en los dedos de todos los hombres; y como ostras en un secreto banco de ostras, sólo avanzarán a favor de la corriente, y se reunirán en concilios cerrados, como los gatos, contando interminablemente las doce estaciones mientras la selva y el agua y el invierno devoran las obras de los ángeles y la Carretera, y acaso también Belaire Pequeña…

—El mes más corto es febrero —dijo Una Vez al Día, probando contra la mejilla los bordes lisos de las uñas—; o también el más largo.

El piso bajo pertenecía tanto a los gatos que iban venían como a las personas que caminaban entre ellos. Dije que había gatos que vivían en Belaire Pequeña; pero la Lista parecía vivir con los gatos y no al revés. Houd me había explicado que los gatos de la Lista no eran de la misma familia que los otros gatos que yo había conocido; aquellos animales grandes, pacíficos, sabios, eran descendientes de una raza que los ángeles habían inventado, por así decir; una raza que obtuvieron a partir de la antigua raza de los gatos, alterándolos por los mismos medios con que habían alterado a los hombres, y por la misma razón: la conveniencia. Y en las mil generaciones que siguieron, habían sido alterados todavía más, mediante una cuidadosa selección de las parejas. Cazaban poco, pero comían los alimentos preparados para ellos en las cocinas de los Veintiocho Aromas; casi nunca les oí dar esos gritos misteriosos, atormentados, como los de un bebé perdido, que yo había oído en los bosques de Belaire Pequeña. Dije que los de la Lista eran adultos: pero en ese momento, mirando desde el entresuelo el piso bajo por donde los gatos iban y venían pensé que los adultos eran los gatos, y las gentes los niños de los gatos. Y así como los niños aprenden modales observando a los adultos, así la Lista aprendía de los gatos.

Me sentí orgulloso de esa pequeña prueba de inteligencia; no tenía ninguna idea de lo cerca que estaba de la verdad, y por lo tanto estaba tan lejos de ella como siempre.

Zhinsinura entró a través del paso-muralla, y otros tras ella, vestidos con traperíos, abrigadas ropas invernales puestas de cualquier manera, sólo para protegerse del aire helado.

Vamos a la selva —nos gritó—. Venid.

—¿Por qué? —preguntó Una Vez al Día.

—Se ha perdido una gata. Ayudadme a buscarla.

La gata Puff era una hembra de color naranja, de gran melena enmarañada, cansada, vieja, ciega de un ojo. Faltaba desde hacía dos días, explicó Zhinsinura mientras nos metíamos trabajosamente en nuestras prendas de abrigo, lo que no habría preocupado a nadie si se trata de Brom o Fa’afa, pero Puff en el invierno… Zhinsinura dijo que nos diéramos prisa.

La selva era un mundo anegado, negro y desesperanzado; lloviznaba aún, y yo no entendía cómo pensaban encontrar algo más que lodo y viejos bancos de nieve en los que caerían de cabeza, pero ellos caminaron durante todo el día como si en realidad siguieran un sendero. Nos dispersamos, y pronto nos perdimos de vista, y yo me encontré avanzando penosamente al lado de alguien a quien no conocía, envuelto en gris hasta los ojos. Azotaba la nieve sucia con un palo, exhalando por la nariz vaharadas de humedad.

—Ayúdame —le dije, pues uno de mis pies había quedado atrapado en algo, bajo la nieve.

—Día de perros —dijo.

Me ayudó a liberarme.

—¿Qué dijiste?

—Día de perros. —El hombre sacudió el palo, indicando la selva—. Febrero es el mes de hambruna para los perros. Dicen que cuando no encuentran nada de comida dan vueltas en círculo y corren y corren hasta que el más débil cae, y entonces él es la comida. No sé. Supongo que es justo. Pero por lo general encuentran algo.

Como Puff, pensé, vieja y fría como era. La historia en Belaire Pequeña era que todos los perros habían sido comidos o exterminados hacía ya mucho tiempo, pero entre estos árboles…

—Día de perros —dijo él otra vez, mirando a un lado y a otro lado por encima de las bufandas grises que le cubrían la boca. Nos detuvimos un momento para orientarnos. El goteo implacable me llenaba los oídos, y casi no podía escuchar otra cosa. Las altas copas de los árboles se perdían en la niebla, y los troncos negros parecían podridos de humedad. La selva crepitó de improviso muy cerca de nosotros, y nos volvimos con rapidez: dos de nuestra partida aparecieron entre los árboles, vestidos de negro como el día. Los llamamos a voces y seguimos andando; y ahora mis ojos miraban a uno y otro lado como los de mi amigo gris.

Durante largo rato atravesamos un monte de matorrales, espeso y áspero, y las ramas nos arañaban y golpeaban, y las raíces nos hacían trastabillar. Del otro lado del matorral el terreno caía bruscamente en una especie de depresión; en la parte más baja había una oscura con un borde de escarcha fina como pape. Cuando llegamos al borde del cuenco, mi compañero vio una cosa en la orilla opuesta, y yo vi otra.

El vio a Puff, a la izquierda, trepando fatigosamente por la nieve para llegar a la cresta del barranco.

Yo vi a Una Vez al Día, a la derecha, también trepando, tratando de alcanzar a Puff.

Los dos señalamos y dijimos: ¡Mira!, al mismo tiempo. Una Vez al Día estaba sin duda del lado ciego de Puff, pues la gata continuaba trepando, desesperadamente, hundida en la nieve hasta la barbilla; y en ese preciso momento oímos de qué estaba huyendo. El ruido desgarró la niebla, un aullido áspero, exasperado, repetido, y que me paralizó de terror. Una Vez al Día también se detuvo, pero Puff continuó trepando. A la izquierda los árboles crepitaron y se sacudieron, y un animal apareció de golpe. El hombre a mi lado mostró los dientes en una mueca, y siseó asustado, y el animal —una criatura de color amarillo sucio, flaca y cabezuda— se detuvo, y sacudiendo bruscamente la cabeza de un lado a otro, miró a Una Vez al Día y a Puff que desaparecía por encima de la loma. Los árboles detrás de él hablaron, y un animal rojo irrumpió como una exhalación; este no se detuvo, y encorvando el lomo continuó corriendo nieve arriba. El amarillo lo siguió. De entre los árboles saltó un tercero, de piel manchada; resbaló, cayó en el agua, salió chapoteando a la orilla y trepó detrás de los otros.

Una Vez al Día había llegado a la cresta y estaba ya en el lado opuesto, desafiando a los perros inmovilizados por la nieve, y mi compañero había bajado al borde de la charca, y gritaba y agitaba el palo, antes que yo me librara al fin de mi parálisis y me deslizara tras él. Mientras bordeábamos la charca, hundidos hasta las rodillas en estiércol y agua negra, otros dos perros salieron ladrando de la espesura, y al vernos se detuvieron. Retrocedieron y corrieron de un lado a otro mientras nosotros tratábamos de trepar por el barranco, sin atrevernos a volverles la espalda, gritándoles como ellos nos gritaban a nosotros. Dos hombres aparecieron entonces entre los árboles, siguiendo las huellas de Una Vez al Día, y mi amigo el palo se arrancó de un tirón la bufanda gris que le envolvía la cara y la agitó saludándolos, y los perros, al ver a los hombres, corrieron en otra dirección.

Sintiendo el peso del agua, con sollozos dolorosos y fríos, llegamos a la cresta. Puff, Una Vez al día y los perros habían desaparecido. La nieve, removida y pisoteada, se fundía en montículos a lo largo del suelo negro y anegado; y desde mis pies, y alejándose por la nieve en una enloquecida carrera de gotas, había un largo reguero de sangre.

Sangre de gato: a ese pensamiento me aferré. Sangre de Puff. Pobre Puff, vieja al fin y al cabo, triste, sí, pero de todos modos es sangre de gato… Los dos de negro se adelantaron a mí, a todo correr, señalando el rastro de sangre. Yo continuaba paralizado. El hombre que llamaban Palo se acercó a mí, con un chapaleo de botas empapadas.

—Día de perros —dijo—; todo un mes de hambruna. Si están juntos lo intentarán…

—No —dije.

Se alejó, siguiendo a los otros, sacudiendo rápidamente la cabeza.

—Si ella se ha quedado con la gata-le oí decir, los atraparán a ambos, oh sí, los arrastrarán a la espesura. Escucha el silencio ahora, sabes lo que eso significa…

No, no, no, ha perdido el juicio, pensé, mientras corría detrás de él, y luego retrocedía para escrudiñar la nieve; ha perdido el juicio al ver sangre de gato, pues eso era en verdad sangre de gato. ¿Por qué, por qué insiste?

—Los perros son perros son perros son perros en todo caso —dijo Palo.

—¿Por qué no miras, simplemente? —le grité, mientras con los pies entumecidos levantaba terrones de fango—. ¿Por qué no te callas de una vez y ni iras?

—Humo de madera —dijo Palo, deteniéndose.

Yo lo olí y lo vi al mismo tiempo: un borrón de hollín en la arboleda, más oscuro que el día gris. Palo echó a correr, llamando a voces a los otros. Yo me detuve, todavía tratando de hablarme con verdad a mí mismo, atemorizado, sin saber qué podía significar ahora un fuego, allí en la floresta. Palo se volvió y me llamó agitando la mano, y desapareció en un grupo de árboles.

Entre los árboles había un sendero, y al final del sendero una cabaña de troncos apoyada en un viejo muro de piedra ángel; un humo ceniciento salía por un agujero en el tejado de zarzas. El perro amarillo, el primero que Palo y yo habíamos visto junto a la charca, se paseaba impaciente delante de la puerta. Retrocedió al vernos, y cuando nos acercamos escapó a todo correr. Los dos de negro llegaron a la cabaña desde otra dirección y desaparecieron dentro, en la oscuridad, como si hubieran transpuesto el paso-muralla; me pareció que se reían. Palo los siguió. Yo fui el último en llegar, y los oí hablar allí dentro.

Entré.

En medio del resplandor de las llamas y el humo, los de los mantos negros descansaban al calor riendo quedamente. Zhinsinura también reía; junto a ella dormía la vieja Puff; y entre los brazos de Zhinsinura estaba Una Vez al Día, con los ojos brillantes a la luz de las llamas, y sonriendo. Me arrastré hasta ella, todavía con un nudo de miedo en el estómago, para tocarla, para comprobar que era ella.

—Estás bien —le dije, y los otros se rieron.

—Sí —respondió—. La doctora estaba allí.

—¿La doctora? ¿Qué doctora?

Ella se limitó a menear la cabeza, sonriendo.

—¿Cómo, qué sucedió? ¿Cómo llegó aquí este fuego? ¿Cómo, qué…?

Zhinsinura me puso una mano firme sobre la muñeca.

—Silencio —me dijo—. Aquí se está bien ahora.

Los otros habían callado, y Puff despertó un instante y me escrutó con su ojo único. Comprendí que en ese momento no me enteraría, que acaso nunca me enterase de lo que había ocurrido, de quién era la sangre sobre la nieve, porque entonces no era ahora; ahora se estaba bien. Yo no tenía que pedir lo que no se me daba. Me senté lentamente, mientras me decía: si yo hubiera estado entre los perros, nunca hubiera encontrado este lugar agradable, pues no lo habría buscado.

—Sí —dije—. Sí, se está bien ahora; con el fuego y todo, sí.

—Él estaba oscuro —dijo Palo, en cuyo rostro, que yo veía a través de las llamas, se dibujaba una ancha sonrisa—. Oscuro hasta para gritar. —Se acomodó poniendo las manos por detrás de la cabeza y mostró más dientes—. Día de perros —dijo satisfecho. Y así descubrí lo que significaba oscuro y claro.

—No me describiste la lámina de febrero.

—No la recuerdo bien. Recuerdo que estaba rayada, ¿entiendes?, el calor o algo la habían transformado en una red de líneas entrecruzadas. Recuerdo que era casi toda negra, como el mes. Ellos estaban en un puente, me parece, sobre un río helado, y en el río había una cosa enorme. No lo recuerdo.

»En la pálida lámina de marzo el ruedo del vestido azul se rizaba como la línea que en noviembre indicaba el recorrido de la hoja muerta, la curva que significaba Viento. Estaban en el viento, de pie en la cresta de una colina pardusca que parecía la cresta del mundo; no se veía nada alrededor, nada más que un cielo inmenso, pálido y purpurino. El viento que soplaba desde atrás les enmarañaba los rizos y sostenía bien altas las cometas, tan altas que parecían manchas minúsculas.

»En la parte todavía techada de una de las ruinas de Ciudad Servicio, entre las pilas y fardos de la lista allí almacenados, Una Vez al Día encontró la cometa. Nos sentamos en medio del desorden y escuchamos a Zher, mientras Una Vez al Día preparaba una nueva cola, trabajando con mucha atención. Tenía los ojos bajos y su boca parecía obedecer las mismas órdenes que las manos: cerrándose con firmeza cuando ajustaba una cuerda, abriéndose luego y frunciendo los labios para escoger otro harapo; cuando tropezaba con un nudo, sacaba ¡apunta de la lengua!

—Cuando hay luna llena en marzo —dijo Zher—, la liebre enloquece. —Abrió los ojos y miró fieramente alrededor—. Da patadas. —La pierna de Zher pateó el suelo con un golpe sordo—. Aprieta los puños y no lo puede aguantar, no lo puede aguantar. —Miró otra ver en torno, torciendo la pierna para volver a patear—. Cuando otra viene, le grita: «¡No hay sitio, no hay sitio!». Aun cuando haya sitio de sobra.

Una Vez al Día se rio de la extravagancia de Zher, y volvió a su tarea. De todo lo que hacían allí, en Ciudad Servicio, los ensimismamientos de Una Vez al día me parecían lo más hermoso porque yo la amaba, pero en eso todos eran como ella. Todo lo que hacían lo hacían con completa atención. Era como si la cosa por hacer mandase al que la hacía, como si el arca fuese el amo.

Por supuesto, las cosas que hacía la Lista no eran muchas. Una de ellas era remontar cometas en el mes de marzo. Había muchísimas en aquel edificio, rotas o sanas, colgadas entre una pila de botas plásticas y capas grises y un perchero de paraguas plegados. En el día propicio, fino y ventoso, un día que era como una escoba nueva y tiesa para el invierno, todos subirían a la cresta bronceada de una loma, con los sombreros atados bajo las barbillas y el traperío prendido de cualquier modo ondeando al viento, y todas las cometas de colas brillantes treparían muy alto. O acaso no.

Como quiera que sea, en un día apacible y tragante, cuando en la floresta brotaban unas cosas pálidas, movieron la lámina de las cometas, y hubo tres en una pila y nueve en la otra; los que estaban allí para presenciar el cambio suspiraron satisfechos cuando apareció abril.

Un aguacero de plata, que caía sesgado, salpicaba el fango de las charcas. En las charcas de bordes de plata se reflejaba un verde tierno y vago, amortajado por la lluvia, todo alrededor. Sólo en esta lámina la niña no vestía de azul; los dos, ella y él, llevaban unos gabanes de color amarillo; las pantorrillas de la niña emergían en una curva de las anchas boyas amarillas. El paraguas, sin embargo, era azul; y aunque también llovía en otros fineses, sólo en abril la Lista sacaba los paraguas, para regarlos.

En un día lluvioso los observé a través del paso-muralla, paseando por la ancha plaza de piedra con los paraguas en flor. Algunos tenían remiendos, otros estaban torcidos o les faltaba una varilla, algo no se abría mal, como alas de murciélago. Houd estaba entre ellos; tenía un paraguas de listas grises y verdes más grande que los otros y de mango y me sonreía como si pudiera verme a través del paso-muralla como yo podía verlo a él.

Comenzaron a entrar cuando la campana sonó cinco veces, y no al atardecer sino en pleno mediodía. Sacudieron el agua de los sombreros con los paraguas abatidos —por alguna razón no estaba permitido hacerlo adentro— y trama el olor del templado lluvioso y cosas verdes, helechos, frotes y capullos de flores centelleantes de gotas. Mientras se reunían allí, Zhinsinura, sentada en una silla alta, los observaba como los gatos, con la misma mirada, una curiosidad mansa habitual. Sin palabras indico que se sentaran riendo a penas. Las grandes manos, hicieron callar a los niños a medida que se iba sentando frente a ella, acomodándose con la paciencia de la Lista para esas cosas. Al cabo de un rato había dos semicírculos, uno interior sólo de mujeres y muchachas, y uno exterior de hombres y muchachos.

Una Vez al Día pasó delante de mí, enjugándose con las manos la lluvia clara que le mojaba el rostro; me sonrió y fue a sentarse con las mujeres. Yo hubiera querido sentarme junto a ella, pero era el día en que la Lista rememora a la Liga Larga y a Madre Tom, y en ese día los hombres saben dónde tienen que estar; se sientan atrás y no hablan.

Del otro lado del paso-muralla, la lluvia arreció un momento, como en un repentino sollozo, y en seguida menguó. Todos callábamos. Zhinsinura se puso a hablar, y los gatos empezaron a interesarse.