Era otro día cuando eché a andar, a solas por el sendero para ir al cuarto de Pintada de Rojo. Había dejado a la Mbaba dormida, y mientras caminaba deprisa por el pasadizo todavía oscuro, iba comiendo una manzana. Si hubieras estado allí arriba, suspendido en el aire como un ángel y mirando, me habrías visto corretear alrededor de Belaire Pequeña, en una espiral larga y lenta, excepto un trecho en el que tuve que pasar por encima de unos cuerpos dormidos. Cuando alcancé a oír el murmullo del agua, la gente, ya despierta, se estaba vistiendo; crucé una habitación en la que había seis hombres sentados, desayunando, riendo y charlando. Belaire Pequeña empezaba a despertar. Los hombres trepaban por las escalas, abrían las claraboyas, olían el aire cortante de la mañana y bajaban otra vez. Yo tropezaba de frente con los que salían. Hacía más calor que cuando había ido con Siete Manos a ver la Carretera, y la gente se quedaría afuera en los cuartos soleados, y volverían al anochecer trayendo algo para el invierno: un juego de anillos o herramientas, o una gran pipa que durante el verano habían colgado en los cuartos de afuera. Algunos irían a los bosques a recoger las últimas nueces del año; o se reunirían con otros en los cuartos de afuera para tejer y charlar, si eran cuerda Hoja. O para subir a los tejados más altos de Belaire y tapar las goteras del invierno, si eran cuerda Bucle. O para discutir los asuntos de la cuerda, si eran Susurro, o los asuntos de otras cuerdas, si eran Agua, o los asuntos del mundo si eran Palma; y comadrear sobre todas las cosas que recordaban y oyeran decir sobre los santos allá en los años en que andábamos errantes y en los más lejanos de Belaire Grande y en los tiempos antiguos todavía más remotos, para que nada cayese en el olvido.
Siempre hay en el Sendero miles de cosas que ver, que te detienen, manos-de-serpiente que quieres explorar, personas a quienes deseas oír. En una manos-de-serpiente próxima a los aposentos de Pintada de Rojo encontré a unos amigos jugando a rodilla-de-quién, y esperé mi turno…
—Para un momento. Antes, cuando la nombraste, una mano-de-serpiente era algo en la conversación. Ahora es un paraje. Y explícame también eso de rodilla-de-quién, ya que te has parado.
—Está bien. Ya te hablé del Sendero. El Sendero es como una serpiente, se enrosca alrededor de toda Belaire Pequeña con la cabeza en el centro y la punta de la cola cerca de la puerta de los cuerda Bucle, pero sólo alguien que conozca Belaire Pequeña puede ver por dónde va. A cualquier otro puede parecerle que se abre en todas direcciones. Así pues, cuando corres por el Sendero, pero descubres que no es más que una serie de cuartos intercomunicados que se enroscan en un pequeño laberinto y que no tiene salida y siempre vuelve al Sendero… ahí tienes una mano-de-serpiente. Asoma de la serpiente que es el Sendero como una multitud de dedos diminutos. Y, además, los llamamos manos-de-serpiente porque las serpientes no tienen manos, como si dijéramos que cl Sendero es uno solo. Pero una mano-de-serpiente es también algo más: también una historia es también un Sendero, así quisiera yo, por tanto, ha de tener manos-de-serpiente. Las manos-de-serpiente son a veces lo mejor de la historia, si la historia es larga.
Rodilla-de-quién. Yo nunca he sido muy bueno en rodilla-de-quién, pero como cualquier otro chico de Belaire llevaba siempre conmigo la pelota y las pinzas: parte del equipo de todo muchacho. Mi pelota era un hueso de cereza con un cordel enroscado alrededor: las pinzas son una caña tan larga como tu antebrazo, rajada casi hasta el extremo y con unas clavijas para poder atrapar la pelota. Se juega de muchos modos, con una o varias pelotas, con dos personas o con muchas sentadas en círculo, tantas como puedas alcanzar con las pinzas. Juegues como juegues, la pelota está en equilibrio sobre tu rodilla; tú levantas así la rodilla… y uno te saca la pelota con las pinzas y la pone sobre la rodilla del otro. Las distintas maneras de jugar dependen de las distintas maneras de anunciar en qué rodilla jugarás, y a quién le toca el turno.
Hay que jugar con mucha rapidez, en eso está la gracia, y si dejas caer la pelota o juegas cuando no te corresponde tienes que pedir permiso, si quieres seguir jugando, y los otros pueden decir Sí o No.
—¿Y cómo ganas?
—¿Ganar?
—¿Cómo vences a los otros?
—¿Vencerlos? No es una lucha, es un juego. Sólo tienes que mantener la pelota en movimiento y no interponerte en el camino de los otros; y retener la pelota sobre la rodilla, además. Se necesita mucha concentración, y no te puedes reír demasiado, aunque a veces es muy divertido. Los de cuerda Bucle son muy buenos jugadores; ponen caras muy serias y atentas y las pinzas vuelan todo alrededor nic, nic, nic. Además, todos los de cuerda Bucle parecen tener rodillas chatas, anchas.
Como quiera que sea, un sitio en el círculo quedó vacío y yo me senté. La chica que estaba enfrente, en cuya rodilla yo iba a jugar, me miró una vez con unos ojos de un azul asombroso, asombroso porque tenía los cabellos renegridos y espesos, y también las cejas; se arqueaban hacia abajo y casi se encontraban en lo alto de la nariz. Me echó una mirada fugaz, para cerciorarse de que era mía la rodilla en que estaba jugando, y puso la pelota.
—¿Rodilla-de-quién? —dijeron, y comenzamos. Gritos de triunfo o impaciencia. ¡Fallo! Ya van dos.
La chica de enfrente jugaba con una especie de concentración abstraída, consciente del juego, pero como si estuviese soñando. 1.a boca entreabierta mostraba unos dientes blancos y diminutos.
—¿Rodilla-de-quién? —dijimos.
—Abejón, mueve cuerda Susurro —dijo el director y un chico larguirucho y risueño de cuerda Hoja, luego de una rapidísima mirada alrededor del círculo, movió la pelota de la chica que estaba enfrente de mí, cuerda Susurro; sí, yo también la hubiera elegido. No sólo por aquel aire absorto, ese aire de no estar del todo presente, no sólo porque parecía (a mis ojos al menos) ser el centro del círculo sin tener que proclamarlo. Había algo más: un cierto susurro. Cuando me tocó jugar con ella, alzó de pronto hacia mí aquellos ojos de un azul asombroso. La pelota cayó al suelo.
¡Fallo!
La chica recogió la pelota sin volver a mirarme. Ahora yo trataba de jugar bien, pero titubeé, dejé pasar mi cuerda cuando la cantaron. Pronto quedé fuera de juego.
Y todo esto, lo que he contado sobre el juego, fue una mano-de-serpiente en mi historia; pero así como hay manos-de-serpiente que parecen partes del Sendero, hay también partes del Sendero que parecen manos-de-serpiente. Cuando me puse de pie, también ella se puso de pie; mientras nos alejábamos, otros ya reclamaban nuestros sitios. Llegué al Sendero y la vi, caminando delante hacia los cuartos de Pintada de Rojo; la seguí desde lejos. En un recodo, se detuvo y me esperó.
—¿Por qué me sigues? —preguntó. Las cejas arqueadas le daban una expresión permanente de enojo, que ella muchas veces no sentía, pero yo lo ignoraba entonces.
—No te seguía. Iba a visitar a una comadre llamada Pintada de Rojo.
—Yo también. —La chica me observó sin mucha curiosidad.
—¿No eres un poco joven?
Eso era indignante. Ella no era mayor que yo.
—Pintada de Rojo no opina lo mismo.
Ella cruzó los brazos pálidos, delgados, sombreados por un vello oscuro.
—Vamos, entonces —dijo, como si tuviese que protegerme y no quisiera hacerlo.
Le pregunté cómo se llamaba y me dijo Una Vez al Día; no se molestó en preguntar cómo me llamaba yo.
Pintada de Rojo dormía aún cuando entramos en el más grande de los dos cuartos; nos sentamos entre los otros reunidos allí, que me observaron y preguntaron mi nombre. Esperamos, tratando de no hablar, pero era difícil, y pronto oímos a Pintada de Rojo que iba y venía por el otro cuarto.
De repente asomó una cara soñolienta, parpadeando, sin gafas, y desapareció otra vez. Cuando por fin salió, va no tratamos de quedarnos callados, y ella se sentó en medio del alboroto y lio con calma un cigarro azul. Alguien se lo encendió, y luego de aspirar tina profunda bocanada, Pintada de Rojo miró en torno y se sintió mejor. Nos sonrió, y palmeó la mejilla de la chica que le había encendido el cigarro. Así comenzó mi primera mañana con Pintada de Rojo.
—Cuando andábamos errantes —dijo, y empezó a contar la historia de San John y la mosca que yo le oyera a la Mbaba. Trajo para nosotros una cesta de manzanas, y mientras comíamos nos contó la historia al estilo de ella, que era Agua, con muchos falsos comienzos y pequeñas ironías en las que no podías entretenerte, pues perdías el hilo; y la historia no era del todo igual a la que yo conocía. Cuando por último San John echó la mosca a volar, nadie se rio. En boca de Pintada de Rojo la historia parecía haberse convertido en un enigma. O en algo que era preciso resolver, aunque al mismo tiempo uno sabía que la respuesta se encontraba en la historia, que no era un enigma sino una respuesta, una respuesta a algo que tú no habías preguntado.
Abejón, el chico de cuerda Hoja, masticando un buen trozo de manzana, le preguntó por qué nos había contado esa historia. A los cuerda Hoja no les gustan los misterios.
—Porque fue contada por un santo —respondió Pintada de Rojo—. ¿Y por qué son santos los santos? —dijo, y mirándonos de hito en hito, esperó una respuesta.
—Porque recordamos sus vidas —dijo alguien.
—¿Y cómo recordamos sus vidas?
—Porque… porque ellos las contaban de tal modo que era imposible olvidarlas.
—¿De qué modo?
—Hablaban con verdad —respondió una chica de cuerda Agua llamada Día de Lluvia.
—¿Y qué es hablar con verdad? —le preguntó Pintada de Rojo.
La chica empezó a responder como cuerda Agua que era: Estaba la Comuna de Belaire Grande —dijo, y luego—. Pero hubo un comienzo casi anterior a este y explicó que en los tiempos antiguos la mayoría de la gente no tenía casas para toda la vida. Excepto los habitantes de la Comuna de Belaire Grande, de mil cuartos. Allí la gente vivía un poco como vive ahora en Belaire Pequeña. Pero, además, ellos eran ángeles —dijo. La Comuna era alta, y viajaban en ascensores, hablaban por los teléfonos…
—Sí —interrumpió Pintada de Rojo—. Los teléfonos. Parece ser que entonces cuanto más tenían que viajar los ángeles, y hablarse desde lejos, más separados estaban. Cuanto más se empequeñecía el mundo, más distancia había entre ellos. No sé cómo la gente de Belaire Grande escapó a este destino, pero los niños que crecían en ella, y se marchaban, descubrían que en ninguna parte eran tan felices como en Belaire Grande, y siempre volvían allí otra vez. Y así sucesivamente a lo largo de numerosas vidas.
»Ahora bien —dijo Pintada de rojo, levantando un dedo como hacen las comadres—, ahora bien, en aquellos tiempos todos hablaban con todos por los teléfonos. Todos los cuartos de la Comuna tenían un teléfono, toda persona tenía su propio teléfono para llamar y recibir llamadas. Un teléfono no es más que la voz transportada lejos mediante hilos, del mismo modo que un temblor se transmite todo a lo largo de una cuerda tensa, si mueves un extremo. La gente de la Comuna, a medida que se sentían más cerca unos de otros, empezaron a aprender ciertas cosas sobre este artefacto: que hablar con alguien por teléfono no es lo mismo que hablarle cara a cara. A un teléfono puedes decirle cosas que no le dirías a una persona, decir cosas que no sientes, ni piensas; puedes mentir, puedes exagerar, puedes malentender, porque le estás hablando a un aparato, no a un hombre. Ellos comprendieron que si no aprendían a usar los teléfonos correctamente, la Comuna no podría sobrevivir, excepto como sobrevivían un millón de otras comunas, meros sitios donde poner a la gente. Así que aprendieron.
»Nosotros no estábamos callados mientras ella nos contaba esta historia; cada uno conocía una parte y todos queríamos intervenir, y algunos contradecían lo que decían otros. La única que no hablaba era Una Vez al Día; pero nadie esperaba que lo hiciera. Día de Lluvia dijo que también entonces había comadres, mujeres viejas que conocían todo de personas y cosas, y que sabían dar consejos sobre cualquier asunto, aunque ahora se las escuchaba con más atención. Otro dijo, que al principio había cerraduras en todas las puertas, y que los conjuntos de cuartos eran idénticos unos a otros. Pero que en la época en que todos partieron guiados por San Roy, ya no había puertas cerradas, y que el interior de la Comuna estaba muy cambiado, y que ahora los cuartos eran grandes y pequeños, como hoy en Belaire. Pintada de Rojo nos escuchaba a todos, asentía, con leves movimientos de las manos y de la cabeza incorporaba lo que decíamos a lo que ella misma iba explicando, como si el tiempo no le importase.
»Lo que ellos aprendieron —prosiguió—, fue a hablar por los teléfonos de modo que quien escuchaba no tuviera más remedio que entender lo que querías decir, y que quien hablaba tuviera que decir lo que decía. Aprendieron un modo de hablar… transparente como el cristal, para que a través de las palabras pudiera verse la cara.
»Decían de sí mismos que hablaban con verdad. En aquellos tiempos las personas que pensaban de ese modo eran una iglesia. Y por lo tanto ellos eran la Iglesia del Habla con Verdad.
»Los del habla con verdad decían: Nosotros pensamos y sentimos lo que decimos y decimos lo que pensamos y sentimos. Ese era el lema. Además, se oponían a montones de cosas, como todas las iglesias; pero ya nadie recuerda qué cosas.
»La Comuna de Belaire Grande sobrevivió mucho tiempo; educaba a los niños y aprendía a hablar. Pero llegó el día inevitable en que todo desapareció, primero las luces y por último los teléfonos. Y San Roy el Grande los condujo a Carretera. Y anduvimos errantes. Esto ocurrió en el tiempo de los santos, que perfeccionaron el habla de la Comuna, cuando aún íbamos de un lado a otro, y mientras se construía la madriguera de túneles como en las historias que ellos mismos contaban, y que nosotros recordamos y contamos.
»Y eso tengo que deciros ahora: antes de que se hablara con verdad, cuando aún charlabais por los teléfonos con otra gente, y había tanta confusión, y a veces alguien se ofendía o dos personas se peleaban, ya las comadres decíamos: “Tiene que haber un nudo en la cuerda”. ¡Un nudo en la cuerda! Me hace reír.
Y Pintada de Rojo estalló en una risa grande y líquida, y nosotros nos reíamos con ella.
Una Vez al Día no se estaba riendo. Estaba mirándome serenamente, sin curiosidad: sólo mirándome.