–¿Dormido?
—No. Despierto.
Me dijo que cerrara los ojos.
—Y espera —dijo—, hasta que te pidan que los abras.
—Oh. Puedes abrirlos ya… ¿Qué ves?
—A ti.
—Yo…
—Te pareces a… una muchacha que conozco. Más alto. ¿Todos los ángeles son altos?
—¿Qué más ves?
—La hierba en que estamos sentados. ¿Es hierba?
—Como hierba.
—Veo el cielo. A través de tu tejado de vidrio, Oh, ángel, ¿puede ser?
—Es.
—Estoy aquí, entonces. Aquí. Él tenía razón, yo podía venir aquí… ¡Ángel! ¡Veo las nubes bajo nosotros!
—Sí.
—Os he encontrado, entonces. He encontrado lo más grande que se había perdido.
Sí. Estábamos perdidos y tú nos encontraste. Estábamos ciegos y nos ayudaste a ver. Bueno. Sólo podrás… quedarte… poco tiempo, así que…
—¿Qué quieres de mí?
—Tu historia.
—Eso es todo cuanto soy ahora, ¿no? Mi historia. Bueno, la contaré. Pero es larga. ¿Cómo podré contarla toda?
—Comienza por el principio: continúa hasta llegar al fin. Entonces te detienes.
—El principio… Si no soy más que una historia ahora, he de tener un principio. ¿Empezaré por mi nacimiento? ¿Será ese el principio? Podría empezar por ese guante de plata que llevas; el guante y la bola de plata… Sí, empezaré por Belaire Pequeña, y por vez primera que oí hablar del guante y la bola; y así el principio será también el fin. De todas maneras, tendría que empezar por Belaire Pequeña, porque en Belaire Pequeña empecé, y allí espero terminar. En cierto modo, siempre estoy en Belaire Pequeña. Allí fui creado, su centro es mi centro; cuando digo «yo» me refiero sobre todo a Belaire Pequeña. No puedo describírtela, porque ha cambiado; cambiaba conmigo mientras yo cambiaba. Pero verás a Belaire Pequeña si te hablo de mí… o al menos de algunas de las formas que puede tener.
»Yo nací en la habitación de mi Mbaba. Mi Mbaba es la madre de mi madre, y en los años de mi primera infancia vivía con ella casi todo el tiempo, como es costumbre. Recuerdo mejor la habitación de mi Mbaba que cualquiera de los miles de recovecos que hay en Belaire Pequeña; era una habitación que no cambiaba nunca, siempre tenía los mismos límites, aunque pareciera mudarse de un sitio a otro a medida que yo crecía, pues las paredes y los recintos de rededor cambiaban sin cesar. No era una de las más viejas, la vieja madriguera de túneles construida por San Andy que es el centro de Belaire Pequeña (habitaciones minúsculas de piedra ángel, esos bloques porosos y grises, y los viejos cuartos donde guardan todos los secretos); tampoco era uno de esos cuartos amplios e inexistentes de afuera, de paredes claras y traslúcidas que cambian día a día y se pierden poco a poco en los bosques hasta que Belaire Pequeña desaparece sin dejar rastro y comienza el mundo. La habitación de Mbaba estaba del lado de la Mañana, no lejos del Sendero, y tenía paredes de madera y suelo de tierra cubierto de esteras y montones de escarabajos y una vez una culebra negra que se quedó allí nueve días. Y claraboyas que la hacían brillar como si estuviera húmeda en las mañanas y apagarse poco a poco con el anochecer antes que encendieran las lámparas. Puedes ver desde afuera la habitación de Mbaba, porque tiene una pequeña cúpula y ventanucos a los lados con aspas pintadas de rojo que se mueven con el viento.
»Fue una tarde a fines de noviembre, cuando yo nací. Casi toda la gente estaba otra vez adentro, en las entrañas estrechas y abrigadas de Belaire Pequeña, y rara vez salían; el humo y los víveres para el invierno ya habían sido almacenados. Mi madre se encontró una vez en el cuarto de Mbaba, con Mbaba y Risa Alta, comadre y, además, doctora famosa. Estaban comiendo nueces y bebiendo soda de frambuesas cuando yo empecé a nacer. Esa es la historia que me han contado.
»La comadre me puso de nombre Junco que Habla. Me puso este nombre por el junco que crece en el agua, y que en los días de invierno como el día en que yo nací parece hablar cuando el viento sopla en la caña hueca y muerta.
»Mi cuerda es cuerda Palma, la cuerda de San Roy y San Dean. Muchas personas de esa misma cuerda tienen nombres relacionados con la palabra. El de mi madre era Di una Palabra, y el de mi Mbaba Así fue Dicho. También hay nombres que aluden a la mano —por algo es cuerda Palma— como Siete Manos y Pulgar. Como siempre he sido Palma, la Belaire Pequeña que te puedo describir es la de Palma y parecida a mi cuerda. Pero pregunta a alguno de cuerda Hoja o Hueso y te describirá un lugar muy diferente.
»La bola y el guante de plata. Yo tenía siete años, y era un día de noviembre; lo recuerdo porque fue también el primer día que me llevaron a ver una comadre, como es costumbre en la época del año en que has nacido, cuando tienes siete.
»En el cuarto de la Mbaba las aspas de los ventanucos de la cúpula crujían por encima de mi cabeza con un leve clac-clac-clac. Yo observaba a la Mbaba que descendía por la escala de soga suspendida de la puerta de la cúpula; volvía de dar de comer a los pájaros. Un gorrión entró con ella revoloteando y aleteó ruidosamente contra los tragaluces, dejando caer excrementos blancos sobre las esteras del suelo. Hacía frío ese día, y la cabeza de la Mbaba asomaba de un chal grueso y peludo orlado de sonajas, aunque en los pies sólo llevaba anillas.
»Mi madre me había dicho que la Mbaba se estaba haciendo solitaria, como les ocurre a los viejos; y era verdad que a medida que yo crecía la Mbaba pasaba cada vez más tiempo en ese cuarto. Sin embargo, nunca estaba realmente sola. Porque todo alrededor, contra las paredes, estaban los arcones de la cuerda Palma que Mbaba custodiaba. Los arcones son como… como colmenas. A lo que más se parecen es a Belaire Pequeña, con esos cajones intercomunicados, repletos de secretos, repletos de historias. Cada uno de los cien cajones tiene signos y tallas diferentes, de acuerdo con lo que guardan; cada cajón fue ideado para guardar justo lo que guarda, y revelar cómo eso fue a dar allí, qué ha hecho, qué historias pueden contar. La Mbaba nunca estaba sola, con todos esos recuerdos dentro de los cajones en los arcones tallados de cuerda Palma.
»Yo estaba acostado en la cama de Mbaba, desnudo bajo las mantas abrigadas, observando y escuchando. La Mbaba iba y venía por el aposento hablando sola; con un dedo largo se apretaba la boca sumida y desdentada, como si tratara de acordarse de algo. Desistió y fue a ocuparse de la pipa. La pipa del cuarto de Mbaba es antigua y muy hermosa, de vidrio verde y modelado como una cebolla, y cuelga de unas cadenas bajo la cúpula. Los cuatro tubos enroscados alrededor brillan como serpientes y en lo alto hay un cuenco de metal que tiene la forma de la cabeza de Santa Bea, la boca abierta para recibirlas migajas del pan de Santa Bea.
»La Mbaba encendió una cerilla y la sostuvo en una mano mientras con la otra llenaba la boca de Santa Bea con las migajas de color azul verdoso del pan de la barrica. Acercó la cerilla al pan, bajó uno de los largos tubos y aspiró; tina burbuja oscura trepó desde el fondo de la pipa hasta más arriba del nivel de líquido, y allí estalló expulsando el humo. Unos cordones de humo espeso y rosado se trenzaron alrededor de las cadenas por encima de la boca de metal, ascendiendo hasta la cúpula; alrededor de Mbaba todo era una niebla rosada, el humo le salía por la nariz y la boca. El olor del pan de Santa Bea es un olor bueno, seco y especioso, tostado, cálido, un olor con muchos entresijos. El sabor no es cono el olor; sabe… sabe a todo. A cualquier cosa. A todo a la vez. Sabe a otras cosas comestibles: frutos secos a veces, o hierbas ácidas, o avellanas. Y también a madera quemada y diente de león; patas de saltamontes; tierra, mañanas otoñales, nieve. Estos pensamientos y el olor del pan me hicieron saltar de la cama; corrí envuelto en mi manta y corrí por el suelo frío hasta donde Mbaba me llamaba por señas, sonriendo. Me acurruqué junto a ella; Mbaba gruñó bajó para mí uno de los tubos de la pipa. Y si sentados los dos, yo y la madre de mi madre, estuvimos fumando y charlando.
—Cuando andábamos errantes —dijo la Mbaba, una burbuja de risa subió dentro de mí, pues ella iba a hablar de cuando andábamos errantes. Pudo haber sido cualquier historia esa mañana, pues la Mbaba sabía tantas como objetos guardaba en los arcones tallados, pero esta es la que contó:
—Cuando andábamos errantes, y hace de esto muchísimo tiempo, antes de que se pensara en ninguno de los que hoy viven, o en las cuerdas, o aun en Belaire Pequeña, San Andy se perdió. San Andy se perdió siete veces en los tiempos en que andábamos errantes, y esta fue una de las siete. Se perdía porque tenía que empujar el carretón de San Roy con todos los tesoros de Belaire Grande que llevaba dentro, y toda nuestra historia. En los tiempos de que te estoy hablando, San Andy erraba a solas, empujando el carretón, hasta que llegó a un campamento. Había fuegos encendidos y la gente estaba sentada alrededor para calentarse. El carretón de San Andy fue para ellos motivo de asombro, aunque no podían imaginar cómo se abrirían muchos (le los cajones). También San Andy hubiera querido sentarse al calor, y echar un bocado tal vez, pero estaba atareado enseñando el ingenioso carretón a la gente del lugar. Al fin dijo: «Si me permitís que me siente y me descongele un poco, podré entreteneros con un par de milagros». Bueno, le permitieron sentarse pero no le dieron de comer ni de beber. San Andy se cansó de esperar y resolvió poner a la gente de buen humor con un milagro.
»Ese fue el primer milagro que hizo. De uno de los cajones del carretón sacó un guante de plata que silbaba puesto en la mano, y una bola que silbaba la misma nota. San Andy mostró las dos cosas y la gente estaba muy impresionada, me parece. Pero de pronto San Andy arrojó con fuerza a la oscuridad la plateada bola silbadora. Todos oyeron cómo sonaba entre los árboles. San Andy seguía de pie con la mano enguantada y la palma extendida. Y enseguida la bola vuelve y se posa otra vez en la mano de San Andy, ligera como un pájaro. Todos los presentes estaban maravillados. San Andy volvió a lanzar la bola una y otra vez mientras la gente silbaba y aplaudía. Pero cada vez la bola tardaba menos en volver, y pronto cesaron los silbidos y los aplausos, y por último dijeron: “Bueno, ya estamos aburridos de ese milagro, queremos otro”. San Andy sabía que eran muchos los milagros que se podían hacer con la bola y el guante de plata, pero él no sabía cómo hacerlos; los hombres lo azuzaban con palos y comentarios, de modo que San Andy puso a un Lado la hola y el guante y dijo: “Haré otro milagro. Veréis a un hombre que no tiene dientes y come carne cruda”. Y abrió la boca para mostrarles que era desdentado como un melón, igual que yo.
»La gente admitió que el caso era quizá interesante, pero no tenían carne cruda, dijeron, sólo carne cocida. San Andy, que estaba muy hambriento, les dijo que daba igual. Trajeron la carne se la pusieron delante; y entonces él de improviso abrió la boca y mostró una dentadura completa de dientes perfectos, blancos y luminosos. Desgarró y trituró la carne con aquellos dientes maravillosos que rechinaban, abriendo la boca para que todos pudieran ver y oír.
»Una vez que hubo comido hasta hartarse se levantó y se marchó, mientras todo el mundo seguía aún impresionado por el milagro. Aunque sin embargo no se atrevieron a tomar la bola y el guante de plata para ellos, así que no puedo probarte que esa parte de la historia sea cierta. Pero en cuanto al resto, mira.
»Y como lo hacía a menudo al final de una historia, Mbaba se levantó, fue hasta uno de los arcones tallados, miró por fuera los cajones, y tocó los signos con los dedos hasta dar con el que buscaba. Sacó del cajón un estuche de madera que parecía una boca, del estuche-boca extrajo la perfecta y luminosa dentadura blanca de San Andy, que me mostró con ojo, centelleantes.
—Una dentadura postiza —dijo—. Le va bien a cualquiera.
Y se la metió en la boca, la ajustó con la lengua, abrió la boca bien grande para que yo pudiera ver. Yo lloraba de risa. Mbaba parecía tener en la boca un bocado grande de algo, y cuando la abrió eran… ¡dientes!
—Así fue como él lo hizo, así —dijo—, con estos mismos dientes, viejos como el mundo y todavía como nuevos.
—Eso fue en el tiempo de mi nacimiento, en mi séptimo año; hace ya casi diez.
—¿Qué sucede?
—Nada. Continúa.
—¿Qué dije que te sobresaltó?
—Continúa.
—Bueno… Los séptimos años. Cada séptimo año visitas a una comadre que conoce bien tu cuerda, y ella examina el Sistema para ti y así sabes en qué estás. No sé por qué ocurre cada séptimo año, pero hay muchas cosas que nosotros contamos de siete en siete. Y se diría, por los septenios que me ha tocado vivir, que los séptimos años son de algún modo aquellos en que eres tú. Hay otros momentos en que puedes consultar a una comadre: para desatar un nudo, o cuando tú mismo no te entiendes. Pero en el primer séptimo año todos van a visitarla, y cada siete años a partir de entonces: catorce, veintiuno, veintiocho… y el primer séptimo año es por añadidura un año rosa.
»Pero para explicarte lo del año rosa, tengo que hablarte de los Cuatro Potes, y de la Lista de la doctora Botas que los prepara. Y antes de eso de la Liga, y de la Tempestad que acabó con el mundo de los ángeles… quizá mi historia no tenga en realidad un comienzo.