Hay sitios en Belaire Pequeña donde es posible encontrarse con personas de determinada cuerda. A la orilla del río y más lejos, junto a los sauces del lado de la Mañana, te encuentras con los cuerda Agua, es natural; pero la cuerda Agua es una cuerda fácil: siempre hacen lo que uno espera de ellos. Con los cuerda Palma no es tan sencillo, pero yo, desde luego, sabía dónde buscar. Encontré a Siete Manos con algunos amigos en una de las viejas habitaciones abovedadas con suelo de tierra, construidas hace cientos de años del lado de la Tarde como salas de asamblea, cuando todavía había asambleas. La luz penetraba por las grandes planchas de vidrio orientadas hacia el sol vespertino, y del pequeño grupo bullicioso que hablaba sentado al calor, el humo trepaba hacia el sol como nubarrones de tormenta.

Todos eran Palma. Pero no porque no admitiesen a gente de otras cuerdas, sino porque las otras cuerdas se cansan pronto de la charla interminable de los sobreentendidos y manos-de-serpiente y bromas complicadas que los otros no encuentran muy graciosas. Ellos siguen hablando. Como yo.

Me intimidaba hablarle en presencia de todos, así que le pregunté si podía charlar con él a solas. Siete Manos me miró con una sonrisa extraña, pero al verme tan serio, supongo, se levantó con un gruñido y fue conmigo al otro lado de una de las vigas que apuntalaban los vidrios del tejado. Aún tenía en los labios la misma sonrisa; a los cuerda Palma nada los turba tanto como la intriga, los secretos, y que les preguntes por ellos mismos y no por el mundo en general. Así que lo abordé sin más:

—Cuando te vayas de Belaire —dije, con un nudo en la garganta y poniendo en mis palabras toda el habla con verdad que yo conocía—, ¿me llevarás contigo?

—Bueno, gran hombre —respondió. Me llamaba gran hombre, y yo sabía que lo decía en broma, pero aun así me gustaba. Se alisó los faldones alrededor del cuerpo y se sentó con la espalda apoyada contra la viga. Tenía un modo peculiar de sentarse con los largos brazos colgando sobre las piernas, y sosteniéndose el pulgar de una mano con la otra; yo lo imité.

Él me miró, meneando la cabeza con aire pensativo, esperando quizá que yo hablara otra vez para tener una idea más clara del porqué de la pregunta, pero no dije nada más. Pintada de Rojo consideraba importante que se lo preguntara, si bien ella no creía que fuese a llevarme; así que me limité a esperar.

—Te diré —dijo al cabo. No es probable que me marche hasta dentro de mucho tiempo. Que me marche de veras. Es preciso… bueno, es preciso hacer un montón de preparativos. Así son las cosas. Quizá cuando yo esté listo para irme, tú también lo estés.

Había algo en lo que había dicho, como el eco de otra cosa por detrás de las palabras. Yo hablaba ya con suficiente verdad como para poder oírlo, mas no tanto aún como para saber qué era eso. Él extendió la mano y me palmeó ligeramente el muslo.

—Te diré una cosa, sin embargo —dijo—. Si algún día decides marcharte, también tú tendrás que hacer preparativos. Escucha: empezaremos por hacer un viaje corto, juntos.

—¿Un viaje?

—Sí. Un pequeño paseo. A modo de preparativo, digamos. ¿Has visto alguna vez la Carretera?

—No.

—¿Te gustaría?

No dije nada, me encogí de hombros varias veces como indicando que me gustaría, si esperaba eso de mí.

—Pregúntale a Mbaba, y si ella dice que está bien, y lo dirá, iremos mañana, siempre que no llueva. Vendré a buscarte temprano.

Pintada de Rojo me había dicho que tenía que hacer exactamente lo que Siete Manos me pidiera; dijo también que ella no creía que él me llevara, pero él no me había dicho que no. Yo hubiera tenido que estar contento por eso, y contento de que me hubiese invitado a compartir esos preparativos; sin embargo, me sentía intranquilo y atribulado. Así son las cosas cuando tienes un nudo con alguien. Nada, ni siquiera los sentimientos más simples se cruzan entre tú y el otro sin enredarse.

Pero, así fue, como el otro día me encontré en medio del puente que atraviesa el río llamado Ese Río. Un puente construido con vigas de hierro rojas de herrumbre, el único desde que el puente de peatones que llegaba a la Carretera se desplomó en el agua, antes de que yo naciese. La noche anterior había caído escarcha y el viento helado soplaba cruel sobre Ese Río.

Siete Manos y yo avanzábamos con cautela de barra en barra mirando, y tratando de no mirar allá abajo, entre los hierros, el agua negra e iracunda. El viejo metal chirriaba y rechinaba en el viento que arreciaba sin cesar. Yo seguía a Siete Manos, pisándole los talones, aferrándome a las barras que él había aferrado; un moho espeso y pegajoso nos cubría la ropa y las manos; yo sentía las mías congeladas por el hierro.

De pronto llegamos a un vacío. Siete Manos se detuvo delante de mí y escudriñó. Pronto el puente todo sería inservible; aquí al fin se había desprendido una viga, y el resto no tardaría en correr la misma suerte. Mientras Siete Manos observaba, pensativo, arriba y abajo, el viento le azotaba contra la cara los largos cabellos y le sacudía las largas mangas anudadas; y entre tanto el puente oscilaba y rechinaba, y allá abajo el agua corría precipitada y turbulenta. Siete Manos me miró con una sonrisa, se frotó las manos, se las calentó con el aliento, tomó impulso y saltó.

Supongo que di un grito. Pero Siete Manos se había abrazado a la péndola de hierro, y ahora colgaba de ella; de un manotazo buscó en el metal frío un asidero mejor, y se irguió hasta quedar frente a mí, con el pecho jadeante y la cara sucia de moho.

—Vamos, Junco, ven —me dijo entre jadeos—, pero yo me quedé quieto, mirándolo. Siete Manos montó de un salto sobre la viga y cruzó los pies por debajo.

—Siéntate —me dijo—, y me senté. Yo era más pequeño que él y no alcanzaba a cruzar los pies. Siete Manos me tendió los brazos largos, indicándome con las manazas que me inclinara hacia él. Le torné las muñecas, de huesos y tendones duros, y a una seña de él me lancé al aire. Sin apartar los ojos de la viga, y sin mirar el agua, me columpié en el vacío, sentí en los hombros un golpe seco y… arriba; una de mis piernas resbaló por la viga, y al cabo de un momento de forcejeo sentí que recobraba el equilibrio. Con la cara apretada contra el pecho de Siete Manos, me acomodé en la viga hasta sentirme seguro, aunque sin soltarle las muñecas. Le oí reír. La cara grande, exultante, estaba muy cerca de la mía, y yo también me reía jadeando, y al fin me solté poco a poco y me sostuve sin ayuda.

—Preparativos —me dijo Siete Manos—. ¿Te das cuenta? Si te propones ir a alguna parte, tienes que creer que eres capaz. De algún modo, por algún camino.

Llegamos a la cabecera del puente y nos dejamos caer por los puntales; allí nos quedamos los dos, callaos un rato, mirando el puente que acabábamos de vencer; y de pronto deseé más que nada ir con él cuando de veras partiese, y compartir con él todas sus aventuras.

—¿Me llevarás —le dije— si he crecido bastante? ¿Cuándo será?

—Bueno, gran hombre, bueno. De nuevo oí la sombra por detrás de las palabras, casi un lamento, pero ahora yo sabía que no era por mí. Se puso de pie. Tenemos que llegar a la Carretera mientras es de día —dijo—, si queremos verla.

Durante un tiempo trepamos cuesta arriba atravesando bosques cubiertos por inmemoriales hojas muertas, bancas bajo la escarcha, y al salir de la espesura continuamos trepando por las caras de unas rocas manchadas de líquenes grises hasta una meseta pedregosa. El cielo era un techo gris, bajo y compacto, y a medida que ascendíamos nos parecía que se acercaba. Cuando llegamos a la cresta de la colina, alcanzamos ver sobre los cerros distantes, grises y espigados, una delgada grieta de cielo azul, que plateaba la orla de las nubes. Siete Manos señaló a lo lejos una hilera de siempreverdes.

—Del otro lado de esos árboles —dijo veremos, la Carretera.

Las ráfagas trías taladraban la parte escarchada de mi mejilla expuesta al viento y empezaban a desgarrar la techumbre compacta de las nubes cuando de pronto, enseguida de atravesar la hilera de siempreverdes, irrumpimos en una altura rocosa que dominaba un valle. Del otro lado del valle, por encima de los cerros, las nubes se movían rápidas en un cielo rosado y azul; y a medida que se dispersaban sobre nosotros, el cielo era otra vez alto, altísimo, y de un azul muy profundo… ¡qué vientos serían aquellos! Pronto el sol del atardecer llegó a nuestra cumbre, iluminando el valle que se extendía ante nosotros, e iluminando la Carretera.

Porque allí estaba Carretera. Corría por el valle, pero brevemente; se abría camino entre las ondulaciones del valle con un ímpetu imperioso, arrollador, imposible… nunca en mi vida había visto yo algo tan grande. Había allí tantos prodigios. ¿Cómo decirte que los vi todos a la vez?

Ante todo no era una sola carretera sino dos. Dos carreteras y cada una de ellas bastante ancha para que veinte hombres pudieran alinearse cómodamente de borde a borde. Y las dos a la par, listas para echar a correr como dos ardillas, grises como ardillas. Corrían juntas hasta perderse de vista sin que cambiara el ancho de cada una ni la distancia que las separaba, ojo con ojo hacia… ¿dónde?

Muchas millas valle abajo giraba en una voltereta. Se enroscaba y desenroscaba sobre sí misma, corría arriba y abajo por puentes y rampas para transformarse a lo lejos en algo que parecía una enorme hoja de trébol, sólo por diversión, como un niño gigante en un tempestuoso y cataclísmico salto mortal.

Allá muy lejos la Carretera se topaba de pronto con una elevada colina, donde por fuerza hubiera tenido que detenerse; y allí ocurría el último prodigio: no se detenía. Cada una de las partes encontraba una caverna o una abertura abovedada y perfecta y entraba en la colina. Y más lejos saldrían sin duda por el otro lado para continuar y extenderse, saltando y arqueándose y alisando la tierra arrugada y quebrada con aquellas rectas de factura angélica.

—¿A dónde va? —pregunté.

—A todas partes —respondió Siete Manos, mientras se sentaba en cuclillas—. De Esta Costa a la Otra Costa, y cuando llega allí regresa de nuevo por otros sitios, da la vuelta y parte una vez más. Y se cruza y recruza mil veces, y vuelve a doblar y se abre como una telaraña en mil caminos.

—¿Y es toda como aquí?

—Como aquí o más grande.

—¿Más de dos?

—No. Siempre dos. Una para ir, otra para venir. Más ancha y enroscándose como ahí le ves, pero en flores inmensas. Y confundiéndose con Ciudades, llevando puentes a cuestas y túneles bajo el vientre. Eso dicen. Algún día lo veré.

—¿Para qué… servía?

—Para matar gente —respondió Siete Manos simplemente, como un momento antes—. Eso decían los santos. Por ella iban y venían los automóviles. De noche hubieras podido verlos desde aquí, con todas las luces encendidas; yo sé que iban iluminados, con luces blancas delante y rojas atrás, y así la Carretera que venía era totalmente blanca, y la que iba totalmente roja.

—¿Y cómo los mataba Carretera?

—Oh, no era Carretera quien los mataba. Los mataban los coches. La gente iba en esos coches, y dentro de ellos apenas había espacio para sentarse y acomodar los brazos y las piernas, de modo que la gente se rompía con facilidad; el coche mismo podía doblarse en dos y romperte como un cascanueces.

»Y eran veloces, sabes, más veloces que los murciélagos pero menos cautelosos, y por eso siempre chocaban. San Clay dijo que él lo supo por San Roy el Grande, y San Roy había visto la Carretera en los días postreros, cuando ya había millones y millones y millones de aquellos automóviles, como hormigas a lo largo de una senda, como cardúmenes de peces; San Roy decía que la Carretera mataba en un año a tantas personas como las que hoy viven en Belaire Pequeña, dos veces más.

Me quedé mirando aquella cosa soberbia de color gris paloma. Allí, en la parte más cercana, las malezas habían resquebrajado la piedra y unos árboles jóvenes y altos crecían en la zanja que separaba las dos partes. Uno podía ponerse en el centro de una mitad, y ser lanzado como un proyectil en línea recta a la Otra Costa, los ángeles sabían a qué distancia; iba a pasar por delante de cosas que quienes hablan con verdad han olvidado durante cientos de años, y llegar por fin a la Otra Costa, y cruzar al otro lado y ser disparado de vuelta al punto de partida, y sin salir ni una sola vez de Carretera. Y sin embargo mataba gente.

Ahora el cielo se había despejado y el viento que subía a las alturas azules empezaba a amainar. Siete Manos se levantó y echó a andar barranca abajo hacia la Carretera. Yo lo seguí.

—¿Por qué no paraban entonces? —pregunté—. ¿Por qué no paseaban por Carretera, o la miraban, simplemente?

—Lo hicieron, al final, cuando todo se derrumbó —dijo Siete Manos, buscando donde apoyar el pie—. Pero en los días antiguos no les preocupaba demasiado; no tenían miedo, eran ángeles. Y, además, había millones, no importaba que se matasen unos cuantos miles.

Llegamos al borde y caminamos hasta el centro de la parte más próxima, de frente a aquel nudo enorme a millas de distancia, y a la Otra Costa, muchísimo más lejos.

—Nosotros vinimos por Carretera —dijo Siete Manos pisando con cuidado la lisa superficie—. Santa Bea y San Andy vinieron por ella en el tiempo de los Santos, y aquí, en este mismo sitio, dejaron Carretera y reconstruyeron Belaire Grande. Pero ya conoces esa historia.

Yo la conocía un poco. Ignoraba que aquel fuese el sitio, aquella la Carretera que habíamos dejado.

—Cuéntame —pedí.

—Bueno —dijo Siete Manos—, ayúdame a encender una hoguera.

Juntamos astillas y leña menuda y preparamos la pira en plena Carretera, y Siete Manos sacó de la manga una cerilla y la encendió. Cuando la leña crepitó con una llama pequeña y brillante, nos sentamos junto al fuego, nos envolvimos las manos en las mangas, nos alzamos las caperuzas, y Siete Manos empezó a hablar.

—Había casi mil de los nuestros. Habíamos errado, oh, no sé, cien años, ciento cincuenta y en todo el tiempo que siguió a la Tempestad nunca olvidamos la Comuna de Belaire Grande ni el habla con verdad. Habíamos permanecido juntos, y otros se nos habían unido. Y habíamos venido aquí. Era la primavera; hicimos un alto en el camino para pasar la noche, y aquí nos sentamos en plena Carretera y levantamos las tiendas y descargamos las cosas, y Santa Bea y San Andy abrieron el viejo carretón, y encendimos los fuegos; bueno, imagínate mil, todos aquí con fogatas encendidas.

»Santa Bea conversó con San Andy hasta altas horas aquella noche. Hablaron de los niños y de los ancianos; hablaron y hablaron de las cosas que sabían de Belaire Grande y de las viejas épocas, de cómo podía ser que los carretones se hubiesen perdido y con ellos tantos recuerdos. Ya entonces habían olvidado muchas cosas. Y supongo que también ellos, como ahora nosotros, escudriñaron la Carretera por la que habían venido. Y fue entonces, decía San Andy, cuando a Santa Bea se le ocurrió la idea. Tú sabes cuál fue la idea.

—Belaire Pequeña.

—Ella dijo: «Estamos en primavera. Y esta región de los campos es muy hermosa y fértil, y muy pintoresca, además». Y preguntó si acaso no habían pasado ya bastantes años desde los tiempos de la muerte ruina de los ángeles, que nunca habían dañado demasiado estas tierras; y si no había llegado el momento de detenerse. No habría peligro de que San Andy se perdiese para siempre con el precioso carretón. Hacía ya mucho tiempo que la Tempestad había pasado, destruyendo el mundo creado por los ángeles; quizá todas aquellas faltas habían sido perdonadas, quizá largo tiempo atrás. Y ellos habían aprendido muchas cosas, pensaba Santa Bea, y acaso fuera hora ya de dejar de aprender y empezar a vivir un poco.

»Pero San Andy no sabía. Él sólo sabía seguir andando. Dijo: “Nosotros huimos de los ángeles. Los de la Liga no son nuestros amigos. Hay mucha gente que no nos quiere”. Y Santa Bea dijo: “Los ángeles han muerto y ya no están. En cuanto a los otros”, añadió, “nos prepararemos contra ellos”.

»Y en las cenizas junto al fuego trazó el círculo que es hoy Belaire pequeña, con la puerta secreta y el sendero cuyos vericuetos nadie conoce, salvo los del habla, y dijo: “La haremos toda de piedra de ángel, y no tendrá ventanas, y será un solo cuerpo, como Belaire Grande”.

»Bueno, logró convencer a San Andy. Es una mujer muy persuasiva, solía decir San Andy. Y entonces reunieron a todas las comadres alrededor del fuego, y al amanecer habían decidido reconstruir Belaire Grande, aquí en una región que los ángeles dejaron intacta, excepto la Carretera, que la atraviesa casi sin detenerse.

»Y así aquel día los del habla con verdad abandonaron la Carretera y no volvieron a andar por ella.

Ahora el sol había descendido hasta el horizonte y el viento se había sosegado casi tan de improviso como se levantara. Pero hacía más frío, y me arrebujé en el capote.

—Tú, sin embargo, tendrás que andar por la Carretera —dije—. Algún día.

—Sí, gran hombre —dijo él en voz baja. Algún día.

Y cuando lo dijo —no sé por qué, si por la aventura que habíamos compartido, o por la historia que me había narrado, o porque entonces y por primera vez él sabía cuál era la verdad— comprendí que Siete Manos no se iría de Belaire Pequeña ni echaría a andar por la Carretera hasta donde ella lo llevase. Este era el nudo que había habido entre nosotros, que yo le hubiese creído cuando lo dijo y que yo sintiera a la vez rencor y admiración porque él había decidido hacerlo, y que él, que en lo más recóndito del corazón sabía que nunca lo haría, me rechazara por haber creído que era capaz, cuando en realidad no lo era. Él me había hablado con verdad, incluso cuando me dijo que planeaba irse y que soñaba ver cosas, pero hasta ese momento yo no había podido oírlo. Con algo que parecía un susurro, sentí que el nudo se desataba en mí, y que me dejaba triste.

—Algún día, le dije.

Bajo la caperuza, el rostro de Siete Manos estaba serio, y también triste; pues, en aquellas dos palabras yo le había dicho lo que acababa de saber.

Alrededor de nosotros y hacia atrás y adelante, la Carretera parecía brillar débilmente a la luz moribunda, como si consumiera un antiguo resplandor. El cielo era inmenso sobre el valle. Y me pregunté de pronto si en verdad habría ciudades en el cielo, y si las había, si ellos podrían vernos desde allí: dos hombres diminutos y una hoguera cuyo hilo de humo trepaba en línea recta desde el punto mismo en que Santa Bea se había detenido, un humo blanco mezclado con el humo rosado del pan de Santa Bea, que habíamos encendido y compartíamos ahora; dos hombres en medio de la enorme Carretera, por donde antes corrieran millones. Era de noche, era noviembre. Había dos, y habían sido millones. ¿Llorarían los ángeles en la ciudad del cielo, lamentándolo?

—No.

—No. Los ángeles no lloran.

—Los ángeles lloran, pero por ellos mismos. Y nunca te vieron allí.