5

No volvimos a vernos hasta al cabo de cuatro meses. Algunas cosas cambiaron en mi vida entretanto. En ese tiempo descubrí, por ejemplo, el placer de solucionar por mí mismo los pequeños problemas que el nuevo piso (que, sobre todo debido a su céntrica ubicación, no tardé en preferir al de la calle Industria) al principio generó: un par de reventones sin importancia en las cañerías y un defecto en la instalación de la luz; descubrí también el placer de comprarme la ropa, de prepararme a diario la comida, de distribuir a mi gusto los muebles por la casa. De todas estas cosas se había ocupado siempre Luisa. Comprendí entonces que había dejado de ser un muchacho, que me había independizado. Con sorpresa me percaté de que no era infeliz. Harto de ir en tren a la universidad, pero quizá también como una forma de celebrar la dicha inesperada de mi nueva libertad, me compré un Volkswagen de segunda mano, muy barato y muy viejo, aunque con el motor todavía en buen estado. Para librarme de la angustia sin fondo de las horas vacías me obligué a someterme a una rutina semanal de distracciones: cada lunes, miércoles y viernes pasaba un par de horas en un gimnasio cercano a Portaferrissa, del que me hice socio; los martes y los jueves no faltaba a la tertulia del Oxford; juntos o por separado, y ocasionalmente con otros colegas del departamento o con algún invitado, de vez en cuando comía con Marcelo e Ignacio en El Mesón o el Casablanca.

Quizá porque ya no me urgía trabajar, porque ya no pesaba sobre mí la obligación de hacerlo ni la mala conciencia de no hacerlo, volví a trabajar. Revisé el esquema y las notas y los artículos, libros y fichas que había reunido para elaborar el artículo sobre La voluntad, y en una sola semana de disciplina, con una facilidad que me asombró y un placer que no había experimentado nunca, con la urgencia y la exaltación feliz de estar escribiendo sobre algo en lo que me iba la vida, lo redacté. Marcelo opinó después de leerlo que era lo mejor que yo había escrito nunca y, como ya había transcurrido el plazo fijado por la revista a la que me había comprometido a entregárselo, me sugirió que se lo enviara a otra. Más por complacer a Marcelo que porque abrigara alguna esperanza de que fuese aceptado —la revista tiene fama de exigente y yo he aprendido a desconfiar de los halagos de padre vicario de Marcelo— y sobre todo sin demasiado interés, porque al fin y al cabo lo que me había divertido había sido escribirlo y no la posibilidad de verlo impreso, envié el artículo. Para mi sorpresa lo aceptaron. El artículo, claro, está dedicado a Marcelo. Me han dicho que se publicó hace unas semanas, pero aún no he recibido la separata.

También en la universidad cambiaron las cosas. Cediendo finalmente a la presión inflexible y multitudinaria de los estudiantes, antes de la Navidad el Gobierno accedió a negociar con sus delegados una nueva ley de universidades; tampoco al rectorado de la Autónoma le quedó más remedio que sentarse a negociar con los estudiantes, que le obligaron a impulsar mecanismos reales de control del absentismo y la calidad del profesorado. Las aguas no tardaron en volver a su cauce: cesaron en seco las huelgas y las manifestaciones, y los efluvios de la pacificación, que más parecía una resaca, se difundieron por toda la universidad; también, por la facultad de Letras y por el departamento. Durante las semanas en que estuvo trabajando la comisión que juzgaba mi caso, pocos de mis colegas se privaron del placer de tratarme como a un apestado, y no faltó quien públicamente me recriminara mi conducta, exigiendo para ella una sanción ejemplar; transcurrido ya un tiempo desde el dictamen de la comisión, todos coincidían en considerarlo exagerado, en solidarizarse (ésa era la palabra nauseabunda que sin excepción utilizaban) conmigo, en presentarme como víctima propiciatoria de la incompetencia y el miedo, cuando no de oscuras maquinaciones de poder. Llorens, que apenas conoció el dictamen se apresuró a comunicarme que lo consideraba injusto y que contaba con todo su apoyo para recurrirlo, sostuvo varias veces en mi presencia, en medio de venenosas alusiones a los estragos, desequilibrios y maldades que provoca la abstinencia sexual, que todo se debía a una astuta maniobra de la decana encaminada a desacreditar al departamento ante el rectorado. La propia decana no dudó en asegurarme, junto a la barra del bar de Letras, una mañana en que no acerté a esquivarla (a la decana, no a la barra), que su intención al elaborar el informe del que partió la apertura del expediente no fue provocar mi expulsión de la universidad; de una forma confusa y prolija denunció al rectorado y a la comisión y habló de sus responsabilidades como decana y de otras cosas por el estilo; también me pidió que fuera a verla a su despacho, porque quería hablar conmigo. Supongo que, a su modo, en esta adánica oleada de autoexculpaciones todo el mundo tenía su parte de razón. No lo sé, y la verdad es que me trae sin cuidado, pero lo que sí sé es que cada vez que alguien de la facultad sacaba a colación el asunto, indefectiblemente me venía a la memoria una frase de un viejo escritor alemán a quien por entonces leía mucho: «Uno no puede evitar que le escupan en la cara, pero sí que le den palmaditas en la espalda».

No fui a hablar con la decana, claro, y, tal vez porque ya no me sentía miembro del departamento, o porque una mezcla de temor, vergüenza y repugnancia me impedía enfrentarme a él en pleno, durante todo el semestre tampoco asistí a las periódicas reuniones que convocaba Llorens. Escrupulosamente cumplí, en cambio, el resto de mis obligaciones académicas, y no porque en secreto alimentara la ilusión imposible de que por un milagro del azar me renovaran un contrato que habían decidido rescindir, ni desde luego porque quisiera obtener así un indulto que no había pedido, sino por una especie de orgullo sin propósito y sobre todo porque simplemente, por motivos que puedo intuir pero que no sabría explicar con claridad, me apetecía.

A principios de febrero solicité la beca que, en el caso de que me fuera concedida, debía vincularme al proyecto de investigación que dirigía Ignacio y permitirme vivir sin apuros durante los dos años siguientes. Por esa misma época un nuevo eslabón vino a sumarse a la cadena de hechos que parecía querer devolver a mi vida la estabilidad que había perdido con la irrupción de Claudia: la reconciliación entre Alicia y su marido, Morris Brotherton. El acontecimiento, bautizado por Marcelo como «El retorno del Alero Intermitente», monopolizó durante varias semanas las conversaciones en el departamento, provocando una verdadera catarata de malévolos comentarios de pasillo acerca del confuso episodio que al parecer lo rodeó, en el que según coincidían en señalar las diversas, exitosas y ocultas fuentes del chisme, además de Alicia y el Alero estuvieron involucrados Ignacio y más directamente, por lo que pude entender, Marcelo. Pero sea porque las cosas del departamento ya habían dejado de interesarme, o porque cuando les pregunté por el episodio declararon ignorar lo ocurrido y desmintieron rotundamente su participación en él, lo cierto es que nunca supe a ciencia cierta qué es lo que ocurrió; o, si lo supe, lo he olvidado.

No fue hasta mediados de abril cuando volví a ver a Luisa. Una noche me llamó por teléfono y me dijo que quería hablar conmigo. Apenas me hube repuesto de la sorpresa, le propuse que comiéramos juntos; no aceptó. Dijo que, si no me parecía mal, prefería que la entrevista fuera en su despacho de la universidad.

—Allí estaremos más tranquilos —dijo.

No quise o no pude averiguar para qué quería Luisa hablar conmigo, pero de todos modos acepté la entrevista.

Viví en un estado de casi olvidada ansiedad los días que transcurrieron hasta mi encuentro con Luisa. Aunque en mi fuero interno estaba seguro de que lo que Luisa quería era atar los cabos que nuestra brusca separación había dejado sueltos, que eran todos, mi imaginación no dejaba de acosarme con hipótesis distintas. Sobre todo con una, y era la esperanza inconfesable de que Luisa, agotada antes de madurar su convivencia sin futuro con Torres (que quizás había nacido muerta, que podía no haber sido otra cosa que un pasajero refugio en la desolación de nuestra ruptura y de la pérdida del hijo), quisiera reconciliarse conmigo. Con angustia me preguntaba cuál iba a ser mi actitud si fuera este último el caso. Y dudaba. El agrado de la libertad recién descubierta rivalizaba en mi interior con el remordimiento y la culpa, con la nostalgia de Luisa y de nuestras compartidas felicidades —que era la nostalgia del pez que ha sobrevivido a una agonía de meses boqueando fuera del agua y a quien después de un penoso aprendizaje en la intemperie de pronto se le ofrece la oportunidad de regresar al mundo en miniatura, acostumbrado y acogedor, de su acuario—, y sobre todo con la conciencia segura de que aquel agrado inédito no iba a durar. Recuerdo que durante aquellos días reconstruí una y otra vez, como quien ha sido testigo de un crimen que ni siquiera ha intuido y regresa con la memoria al momento y el lugar en que ocurrió para identificarlo con sorpresa, y también al asesino y a la víctima, mi último encuentro con Luisa, cuando a principios de enero había vuelto a nuestra antigua casa a recoger sus cosas, tratando de reconocer algún anuncio entonces inadvertido del resquebrajamiento de su relación con Torres y del inicio del proceso que acabaría abocando a nuestra reconciliación, y la verdad es que, como a poco que uno se empeñe siempre se acaba encontrando lo que se busca, me pareció encontrarlo.

Por eso yo creo que ya no albergaba ninguna duda cuando, en el día y la hora convenidos, me dirigí al despacho de Luisa en la universidad. Era una mañana del abril inusitado de hace un año, cuando una semana de frío tremendo cortó en seco la alegría inicial de la sangre y el violento estallido de oros y verdes de la primavera, y nos devolvió de golpe los rigores de un breve invierno prorrogado. Tomé el metro hasta Pedralbes y al salir caminé un rato por una avenida de plátanos invernales, entre grandes extensiones de césped, descampados con edificios en construcción, fogatas ateridas de albañiles y grupos de estudiantes que se apresuraban abrigados y en silencio bajo un cielo de plata sucia apenas traspasado por el sol débil del mediodía, y, después de bajar una vasta explanada de asfalto sembrada de coches aparcados, entré en el vestíbulo de la facultad. Hacía mucho tiempo que no iba por allí, así que tuve que preguntarle a un conserje por los despachos de los profesores de historia, y cuando me hubo informado eché a andar por un ancho pasillo de paredes de cristal, una de las cuales daba a una especie de patio donde se elevaba una enorme construcción circular de cemento, sostenida por columnas. Subí en ascensor hasta el quinto piso y, después de ir y venir un poco perdido por pasillos bruscamente solitarios y sombríos (sobre todo por contraste con la luz y la animación de la planta baja), cuando ya estaba a punto de bajar al piso inferior en busca de alguien que pudiera orientarme vi el nombre de Luisa grabado en una plaquita metálica clavada en una puerta.

Llamé, me abrió Luisa, me hizo pasar. Menos que el contraste entre la lobreguez de edificio antiguo de los pasillos y la limpieza, la claridad y el orden que imperaban en el despacho de Luisa (una habitación amplia y cuadrangular, sobriamente amueblada —una mesa, un sillón giratorio, una butaca y varias sillas, un ordenador, un gran armario metálico, un perchero—, con las paredes cubiertas de estanterías y pósters de congresos, con un amplio ventanal que aquella mañana apenas colaboraba con los fluorescentes blancos del techo en la iluminación del cuarto), me desconcertó un poco la forma en que ella me recibió: sin duda yo había previsto alguna tensión, alguna aspereza inicial, y el hecho de que Luisa me acogiera con aquella serena amabilidad, como si estuviera sinceramente contenta de volver a verme y no quisiera ocultarlo, me dejó perplejo. Por lo demás, su aspecto había mejorado a ojos vista desde la última vez que la vi, igual que si aquella primavera abortada le hubiera devuelto la lozanía floral de una adolescente: tenía la piel más nueva y más tersa que entonces, los labios más llenos y colorados, los ojos más seguros y más natural la sonrisa, el pelo más luminoso, más negro, más largo, y sus gestos parecían dotados de la gracia intacta que asiste a los gestos recién descubiertos de los niños. Recuerdo que aún no había tomado asiento en la butaca que Luisa me ofreció, frente a ella y frente a la luz sepia que entraba por el ventanal, cuando me sorprendí pensando que estaba preciosa, y estoy seguro de que si todavía abrigaba alguna duda acerca de cuál iba a ser mi reacción ante la noticia del fracaso de su relación con Torres (una hipótesis que la inesperada acogida que Luisa me había brindado no hacía sino reforzar), en ese momento se disipó.

Pasado el primer instante de aturdimiento, mi estado de ánimo se contagió de la buena disposición transparente de Luisa. Conversamos. Luisa fue enseguida al grano: aseguró que había sido un error estar tanto tiempo sin vernos; me pidió que la comprendiera: la separación y, sobre todo, el accidente (eso dijo: «accidente») habían sido para ella experiencias muy dolorosas. Le dije que lo entendía, le pedí perdón por el daño que hubiera podido causarle, convine con ella en que todo había sido un error; conmovido, declaré:

—Todavía estamos a tiempo de arreglarlo.

—Sí —dijo ella, mientras mentalmente yo me despedía de mi flamante libertad y del personaje de carácter que había empezado a descubrir en mí y me preparaba para recobrar el personaje de destino que acababa de abandonar como un lastre; antes de que Luisa hablara de nuevo sentí hacia ella una punzada de rencor—. ¿Sabes una cosa? —preguntó, mirándome a los ojos—. Voy a tener un hijo.

—Claro —dije yo, notando que un grumo de angustia se me formaba en la garganta—. En cuanto podamos.

Luisa sonrió. Dijo:

—Dentro de siete meses.

La miré sin entender.

—Estoy embarazada —dijo.

Estúpidamente, quizá porque quería ganar tiempo, menos preocupado en todo caso por el significado de las palabras que por la posibilidad de pronunciarlas, pregunté:

—¿De quién?

—De quién va a ser —dijo ella, sin perder la sonrisa—. De Oriol.

—Qué bien, ¿no? Enhorabuena —dije precipitadamente. Para salir de dudas pregunté—: Entonces ¿seguís viviendo juntos?

—Claro. ¿Por qué lo preguntas?

—Por nada, por nada.

—Pensamos casarnos cuanto antes. Por el niño y todo eso. Ya sabes. —Hizo una pausa—. Oriol quería hablar contigo del divorcio, pero le convencí de que no iba a haber ningún problema; le aseguré que era mejor que fuera yo quien hablase contigo. —Afectuosamente agregó—: Me alegro de haberlo hecho.

—Yo también me alegro —mentí.

Me habló de un abogado que podía encargarse de todos los trámites del divorcio. «Si a ti te parece bien, claro», añadió. Dije que me parecía bien. Luego, como si tuviera necesidad de desahogarse, con desconcertante naturalidad reconoció que durante varios meses no había cesado de incubar un resentimiento feroz contra mí; últimamente, sin embargo —y sobre todo a raíz de su nuevo embarazo—, había descubierto que en realidad su rencor no estaba dirigido contra mí, sino contra sí misma: por haberse empeñado en mantener una relación que, en el momento en que se deshizo, llevaba ya mucho tiempo agotada.

—Supongo que me faltaba valor y me sobraba orgullo para romperla —observó como si estuviera analizando una historia remota y casi olvidada, ya incapaz en todo caso de herirla—. Por suerte no era tu caso; de no haber sido por ti… —Vaciló; esbozó un gesto que tal vez pretendía justificar el hecho de que no acabara la frase; la acabó, sin embargo, aunque de una forma que sin duda no era la inicialmente prevista—: En fin, de no haber sido por ti todavía andaríamos metidos en algo que no iba a ninguna parte.

Tuve que escarbar en sus ojos para cerciorarme de que lo que acababa de decir no era un sarcasmo. No lo era.

No recuerdo de qué hablamos luego; o mejor dicho, de qué habló Luisa, porque yo me hundí en un abatimiento confundido y silencioso, desde el que la veía hablar y gesticular, su silueta distante y un poco profesoral recortándose detrás de la mesa del despacho contra el gris harapiento del cielo. Pero lo que sí recuerdo es que mientras ella hablaba yo no supe hurtarme a la impresión de que por algún motivo, por educación o por simple piedad, Luisa no estaba contando lo que quería o había pensado contar. Como quien después de transcurrido mucho tiempo descubre una traición que en su momento no había advertido, con un latigazo retrospectivo de celos me pregunté cuánto tiempo hacía que Luisa y Torres se gustaban, me pregunté qué había pasado en el congreso de Amsterdam a cuya vuelta fui a recogerlos al aeropuerto, al día siguiente de dormir con Claudia, me pregunté incluso —aunque ahora quizá no fui yo, sino esa vocecita envenenada y mordiente que todos llevamos dentro— de quién era en realidad el hijo que crecía en el vientre de Luisa no ahora sino entonces, el hijo que había perdido y que yo había creído que era también mío. Y me pregunté también por el valor que le había faltado a Luisa y por el orgullo que le había sobrado, y por algún motivo recordé a su madre y a toda su estirpe irreal de antiguos bandoleros y rentistas sin entrañas, y me dije que todos los esfuerzos de Luisa por no parecerse a ellos habían sido en vano y que uno sabe que está empezando a envejecer cuando nota que empieza a parecerse a sus padres, y entonces creí comprender que la revelación de mi aventura de una noche con Claudia y mi propuesta indecisa de separación habían sido recibidas con furia por Luisa —ella misma lo había sugerido— no por el engaño o la agresión que en sí mismos suponían, sino porque le revelaron con crudeza brutal la estupidez de tratar de preservar a toda costa nuestro matrimonio, y en definitiva le proporcionaron a su conciencia de mujer empeñada en una fidelidad inútil la excusa perfecta para hacer lo que secretamente hacía tiempo que quería hacer, lo que ella sabía que debía haber hecho hacía tiempo.

—Después de todo ha sido un final feliz, ¿no crees? —le oí comentar en algún momento, como si mientras ella hablaba me hubiera estado leyendo el pensamiento, o como si no hubiera sido yo sino ella quien deslizaba en mi mente esas hipótesis desordenadas e inciertas. Dulcemente sonrió—. Como en las películas.

—Como en las películas —repetí, saliendo por fin de mi pasmo sin palabras, aunque pensé y estuve a punto de decir: «Como en algunas películas». Porque de golpe me sentí incómodo en ese despacho, y porque supe sin asomo de duda que ya habíamos dicho todo lo que había que decir, acuciado por el temor de que la conversación se desviara hacia temas que me parecían incómodos, miré el reloj y dije—: Bueno, me parece que tengo que irme.

—¿Ya? —dijo Luisa, con una mezcla de desilusión y sorpresa—. Ni siquiera me has contado cómo te van las cosas.

—Hay poco que contar —aseguré, levantándome y forzando una sonrisa mientras hacía un gesto de indiferencia o desinterés; luego volví a mentir—: Todo está más o menos como siempre. Dentro de un rato tengo una reunión en el departamento. Si no me voy ahora mismo, no llego.

Luisa insistió en acompañarme hasta la salida. Mientras bajábamos en ascensor hasta la planta baja y desandábamos el pasillo de paredes de cristal, acordamos que me llamaría para iniciar los trámites del divorcio. Luego, para evitar la incomodidad del silencio, hablé de la última vez que había estado allí, recordé la conferencia a la que había asistido, ponderé los cambios que se habían producido en la facultad; también le pregunté a Luisa por su hermano y por su madre.

—No está bien —dijo, refiriéndose a esta última.

—Me lo dijo Juan Luis —recordé, sintiendo en el estómago una oquedad insondable de vértigo y de desencanto—. Espero que no sea nada grave.

Luisa se paró en medio del vestíbulo, frente al quiosco. Preguntó:

—¿Has oído hablar del mal de Alzheimer?

Me habló de la enfermedad, me describió alguno de sus síntomas, me aseguró que el proceso de degradación que acarreaba era penoso, lentísimo e irreversible. Mientras Luisa hablaba con la misma frialdad clínica con que hubiera podido hacerlo un neurólogo, noté un sabor de ceniza en la boca, y quizá murmuré: «Lo siento»; es más probable que no acertara a decir nada. Recuerdo perfectamente, en cambio, que, como si estuviera discutiendo con alguien, pensé: «No hay finales felices; si lo fueran, no serían finales».

A la puerta de la facultad nos despedimos; con dos besos.

—Hasta pronto —dijo Luisa, abstraída; parecía pensar aún en la enfermedad de su madre; parecía que no se estaba despidiendo de mí, sino de otra persona—. Te llamaré en cuanto nos cite el abogado.

Empecé a subir la explanada de asfalto llena de coches, pesado e infeliz, intentando no pensar en nada ni en nadie pero dejándome invadir por el desconsuelo y el ultraje de ese invierno atrasado, sintiendo como una agresión la grisura desolada de la mañana sin sol, su humedad y su podredumbre de sentina o de astillero en desuso, su frialdad y su miedo, su cielo uniforme, vacío y sin horizonte como una inmensa lámina de cinc oxidado, y cuando llegué a lo alto de la explanada y ya me disponía a doblar a la derecha por la avenida de plátanos noté todavía la mirada de Luisa clavada en mi espalda, pero no me volví, porque imaginé que a pesar de la distancia Luisa aún podría distinguir las lágrimas que habían empezado a humedecerme sin remedio la cara.