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Me sumé a la cola del self-service y, mientras progresaba, me pareció divisar a Marcelo en el extremo más alejado de la barra, medio oculto entre la caja registradora y una puerta de batientes blancos horadada por un ojo de buey, cavilosamente derribado sobre el primer café de la mañana. Protegiendo como pude mi cortado, vadeé la plétora de gente que se agolpaba contra la barra, y al llegar junto a Marcelo advertí que su actitud no era de abatimiento, sino de concentración: estaba abismado en la lectura de un periódico deportivo, ajeno al clamoreo matinal del bar. Porque casi hacía un mes que no nos veíamos, pero también porque a Marcelo le costaba hacerlo de otro modo, nos saludamos efusivamente. En la efusión debió de invertir todo el vigor de que a esa hora disponía, de modo que le dejé volver a la lectura, consciente de que sólo el segundo café de la mañana conseguiría reponerle de los desvelos de la noche. En espera de que Marcelo acordara, me armé de paciencia y, tratando de no pensar en nada salvo en el cortado que a breves sorbos me quemaba la lengua, paseé una mirada distraída por el bar, una enorme sala rectangular iluminada por amplios ventanales que rompían la continuidad blanca de las paredes, y por varias hileras de fluorescentes dubitativos que pendían de un techo blanco y bajo. En el centro del local había una segunda barra y una mampara de madera, y más allá, detrás de un grupo de mesas desocupadas, a través de los ventanales del fondo, enturbiados por la atmósfera multitudinaria y humosa del bar, se veían grandes extensiones verdes, terraplenes sucios de cascotes y escombros y esqueletos de edificios en construcción. En las mesas más próximas, que estaban clavadas al suelo, la gente conversaba con una animación inusitada y en la barra se pugnaba para atraer la atención de los escasos camareros de apariencia desgreñada que entraban y salían de la puerta de batientes blancos. Junto a mí, Marcelo tenía el aspecto un poco sonámbulo de quien se acaba de levantar de la cama: legañoso y sin peinar, vestía, con mal gusto inveterado, una camisa de color crema arada de arrugas y unos pantalones de tergal, grises y sujetos a la altura del ombligo por un cinturón de cuero negro que, más que los pantalones, parecía sostener la prominencia de la barriga; llevaba unos gastados zapatos de cordones y una sombra de barba, bajo el mentón, delataba la torpeza del afeitado.

Según lo previsto, el segundo café reconcilió a Marcelo con la realidad. Después de darle un par de sorbos encendió un cigarrillo, se pasó una mano por el pelo, apartó el periódico y, como si acabara de reparar en mi presencia, o como si regresara de un sueño, me palmeó la espalda.

—Bueno, qué tal —dijo—. Cómo anda la cosa.

No cabía duda: Marcelo acababa de dar por empezado el día. Estornudé y me soné la nariz con un kleenex. Marcelo me preguntó por el resfriado, al que yo resté importancia; después habló de la pretemporada del Barça y, después, de Morella: de los cursos de verano de Morella, de las fiestas de Morella, de un pintoresco escultor morellano a quien conocía desde la infancia y a quien al parecer también había conocido mi padre. Luego comentamos por encima la posibilidad de que los estudiantes fueran a la huelga, que Marcelo consideró remota, y los problemas que había con las matrículas; también hablamos de la separación de Alicia, un hecho del que Marcelo se congratuló, quizá porque ratificaba la naturaleza inexorable de las leyes que según él regían su matrimonio. Por mi parte aproveché el comentario para observar:

—Por cierto. Me ha dicho que las oposiciones están al salir.

—¿Quién?

—Alicia —aclaré—. El decanato debe de haberlas concedido.

—¡Joder! —exclamó, alargando mucho la o y abriendo de par en par unos ojos de sobresalto, pequeños y opacos. Como si hablara consigo mismo dijo—: No creí yo que la cosa fuera a precipitarse tanto.

—Bueno, ya iba siendo hora, ¿no? —dije, tratando de contrarrestar con buen ánimo el ominoso comentario de Marcelo; pero, incapaz de sustraerme del todo a la inquietud, con una voz que apenas me alcanzó para ello acabé convirtiendo en pregunta el temor que no se había atrevido a formular Marcelo—: ¿Te parece demasiado pronto?

—No, no, en absoluto —se apresuró a tranquilizarme—. Cuanto antes mejor. Hoy mismo intentaré hablar con la decana. —Con la frente fruncida en una mueca reflexiva acabó de beberse el café y, después de darle una última chupada, dejó caer al suelo el cigarrillo y lo pisó—. De todos modos, yo creo que… —Se interrumpió: aclaró bruscamente el ceño, sonrió con toda la cara, levantó los brazos, exclamó—: ¡Hablando del rey de Roma!

La decana era una mujer morena y vivaz, con la piel rosada, los labios delicadamente dibujados, los ojos verdes y brillantes y la sonrisa pronta; tenía un cuerpo flexible y menudo, cuyas formas redondeadas solía ocultar, como si se avergonzase de ellas, bajo holgados vestidos de colores estridentes con los que parecía querer compensar la evidencia de una timidez que sólo se evaporaba cuando se sentía protegida o justificada por las certidumbres de su trabajo, en el ejercicio del cual exhibía una determinación y una entereza directamente proporcionales al grado de debilidad que debía vencer para llevarlo a cabo. Era profesora de historia, pero durante años había asistido a las clases de Marcelo, a quien le unía una antigua amistad que no sólo derivaba de la admiración y el afecto que profesaba por él, sino también de las correrías políticas que los dos habían compartido en su juventud de alborotos. De su remota militancia en un partido de la izquierda radical había sobrevivido en ella una notoria dificultad para la ironía, una nostalgia de las grandes empresas, una costumbre de interés por la política y sobre todo, según Marcelo, un puritanismo insensato que acababa por convertirla en una de esas personas que, porque las cosas están como están y no parece que vayan a cambiar, tienen una tendencia irreprimible a avergonzarse de su propia felicidad. Estaba más cerca de los cincuenta años que de los cuarenta, pero ni la edad ni la reciente viudez, muy comentada en la facultad por su carácter prematuro y su índole dramática, habían conseguido borrar del todo de su rostro, que ahora exhibía una belleza recóndita y madura, las huellas magníficas de la juventud. Probablemente fue también la viudez lo que, desde hacía dos años, la había llevado a volcar en la dirección de la facultad su energía de mujer quebrantada por la soledad, pero todavía entera. La decana no venía sola; la acompañaba un profesor joven a quien, como a ella, por entonces yo sólo conocía de vista: un tipo de estatura mediana, enteco, de cara lampiña, de pelo rubio, escaso y peinado hacia atrás, de gafas redondas y traje de franela gris, cuyo aire de placidez parecía provenir menos de un estado de ánimo transitorio que de una forma de ser permanente, quizá derivada de la visible satisfacción que le producía el hecho de haberse conocido a sí mismo.

Abrazados y entre risas, Marcelo y la decana celebraron su encuentro como si estuvieran a solas, vigilados por la doble sonrisa de compromiso que componíamos el tipo de las gafas y yo. Por fin las efusiones amainaron y los dos recién llegados empezaron a beberse el café. Como quien retoma el hilo de una conversación abandonada, la decana comentó:

—Así que estabais hablando de mí.

—Efectivamente —confirmó Marcelo—. Mal, por supuesto.

Todos rieron. Yo también, pero en ese momento temí lo peor.

—Tomás acaba de decirme que por fin habéis aprobado las plazas —continuó Marcelo. La decana me miró por primera vez, enfocándome con su mejor sonrisa: una blanquísima hilera de dientes disciplinados, que pareció iluminarle el rostro—. Ah, pero supongo que os conocéis, ¿no?

No nos conocíamos, así que Marcelo tuvo que presentarnos, y tan pronto como pronunció mi nombre, acompañado de un comentario del tipo: «¡Pero, mujer, si ya te he hablado de Tomás: está casado con Luisa Genover, de la Central!», la sonrisa de la decana se apagó, desplazada por una mueca donde primero dominó el estupor, luego la incredulidad y finalmente el desagrado. Creí que esto era lo peor, pero la realidad no tardó en desengañarme. Mientras yo estrechaba la mano remisa de la decana, el tipo de las gafas me miró con interés no exento de un punto de insolencia y, con una sonrisa casi imperceptible bailándole en los labios y una voz grave y potente, que parecía resonarle en toda la caja torácica, declaró que había conocido a Luisa la semana anterior, en Amsterdam, sin un propósito preciso mencionó a Oriol Torres, y a continuación recitó un ditirambo sin razones de la ponencia que mi mujer había leído en el congreso. Luego aprovechó el silencio aprobador de Marcelo y la confusión de la decana para regresar al tema de las oposiciones. Afirmó que el decanato había autorizado la provisión de una plaza de titular de historia y que, aunque no estaba seguro de contar con el apoyo de la totalidad del departamento —que aún no había determinado ni el perfil exacto de la plaza ni la composición del tribunal, pero sí que ambas decisiones estarían subordinadas a las necesidades de la facultad, y no a las particulares urgencias de un individuo concreto—, había decidido presentarse a ella y competir en igualdad de condiciones con los demás candidatos. «Hipócrita de mierda», pensé, no sin alguna envidia, mientras le oía hablar, pomposo y autosatisfecho. «Qué bien aprendida te tienes la lección». Intentando beneficiarme del efecto que las mentiras calculadas del historiador ejercerían sobre la ingenuidad de la decana, tímidamente anuncié que yo también pensaba presentarme a la plaza que iba a sacar el departamento, y ya me disponía a desviar la conversación por otros derroteros cuando intervino Marcelo.

—Sí —dijo, orientando hacia la decana una sonrisa que quería ser benévola y, con el fin de aclarar la diferencia que había entre el caso del historiador y el mío, explicó—: Pero Tomás es el candidato de la casa.

Si hubiera podido me habría llevado las manos a la cabeza; estoy seguro de que también lo hubiera hecho Marcelo, a quien el rostro inconfundible de la decana le reveló de inmediato su error. De forma embarullada intentó paliarlo; la decana, sin embargo, no se lo permitió. En un tono de voz bruscamente investido de la autoridad de su cargo, casi acusador, mirando con severidad a Marcelo, aunque en realidad dirigiéndose a mí, la decana explicó que, en efecto, la facultad iba a solicitar una serie de plazas, entre las que se encontraba la que nuestro departamento había pedido, que con toda probabilidad serían concedidas por el rectorado; anunció que esa misma semana los jefes de los departamentos le remitirían los perfiles definitivos de cada una de ellas; aseguró que el rectorado estaba interesado en que salieran a concurso durante el mes de octubre; enfáticamente explicó que el decanato velaría por que tanto los perfiles de las plazas como la composición de los tribunales respondieran a las necesidades de cada departamento, y por que éstos, por tradición y por su propia naturaleza inclinados a favorecer la investigación antes que la docencia, reconsideraran su política y concedieran tanta importancia a ésta como a aquélla en la elección de sus candidatos; en tono de advertencia concluyó:

—Espero que sepáis escoger a los vuestros.

No pude evitar ruborizarme. Y mientras el tipo de las gafas asentía con cabeceos silenciosos y convencidos, Marcelo entornó los ojos y compuso un gesto conciliador. «Tranquila», parecía decir. «Si es por eso, no tienes que preocuparte». Lo que dijo fue:

—Mujer, por la cuenta que nos trae. —Echó un vistazo al reloj y, sin duda para impedir que la decana prosiguiera su discurso, con una voz que se esforzaba por devolvernos la cordialidad del principio declaró—: Hablando de calidad de la docencia: voy a llegar tarde al examen. —Añadió dirigiéndose a la decana—: Bueno, Marieta, si quieres paso después por tu despacho y charlamos un rato.

No sin antes oponer alguna resistencia, la decana acabó accediendo a la propuesta. Nos despedimos.

—Maldita sea —rezongó Marcelo mientras regresábamos al departamento—. Mira que no acordarme del follón de junio. A esto se le llama meter la pata hasta el fondo.

Yo no estaba en la mejor disposición de consolar a nadie, pero, quizá porque pensé que el error de Marcelo haría que se sintiera en deuda conmigo, traté de quitarle hierro al incidente.

—En fin, ya veremos —reflexionó—. Marieta es una mujer maravillosa, pero tiene un carácter que arredra a cualquiera. De joven parecía una heroína de Stendhal. —Sonrió sin malicia—. Sólo que Stendhal no las dejaba crecer.

La alusión literaria me pareció francamente inoportuna; puedo asegurar que no contribuyó a tranquilizarme.

Ya íbamos a despedirnos cuando tuve la impresión de que olvidaba algo importante; me acordé del artículo sobre Azorín, se lo mencioné a Marcelo, le recordé que habíamos quedado en comentarlo, propuse hacerlo esa misma tarde.

—Claro —dijo, escarbando con una llave en la cerradura de su despacho—. Si quieres comemos juntos. Para entonces ya habré hablado con Marieta.

—Perfecto.

—Entonces a las tres en El Mesón. No, maldita sea —recordó—. Es martes. —Dudó un momento—. Quedamos en el Casablanca.

—En el Casablanca —repetí, casi con gratitud, como si pronunciar ese nombre, que era también el del cine donde había vuelto a encontrar a Claudia, fuera una forma de convocar su presencia, quizá porque es verdad que no sabemos lo que hay en un nombre, o porque al hombre enamorado todo le recuerda su amor.

Estaba abriendo la puerta de mi despacho, pensando vagamente en Claudia y en lo raro que me resultaba pensar en ella en la universidad, cuando yo también recordé. Desanduve el pasillo y me asomé al despacho de Marcelo. Dije:

—Mejor quedamos aquí.

Marcelo me miró sin entender.

—He venido en tren —expliqué.

—¿Y eso?

—Te lo cuento comiendo.