6
El camarero llegó con la cuenta.
—Haga el favor de traer otros dos whiskies —le pidió Marcelo.
—Y un café —añadí yo.
—Que sean dos —resumió Marcelo.
—Perdone —se disculpó el camarero—. Creí que me había pedido la cuenta.
—Y se la había pedido —replicó Marcelo—. Pero he cambiado de opinión. —Solícitamente interrogó—: ¿Hay algún problema?
—Ninguno, ninguno —contestó el camarero, que sin duda había interpretado como un desplante la pregunta de Marcelo.
No bien se hubo retirado el camarero, Marcelo exclamó:
—¡Joder, Tomás, si te descuidas aguantas menos que yo!
Marcelo se había casado a los veinticuatro años con una actriz de reparto que trabajaba en los teatros del Paralelo, pero su matrimonio no consiguió sobrevivir a la meningitis que tres años más tarde fulminó a su único hijo. Desde entonces se le habían conocido muchas mujeres, pero ninguna le había interesado hasta el punto de obligarle a renunciar a sus hábitos empedernidos de solterón feliz. Éstos, por lo demás, no incluían el de la castidad, como tenazmente se encargaba de proclamar la chismografía del departamento, que tan pronto le atribuía una falsa intimidad con Alicia durante las ausencias de El Alero Intermitente como aventuras ocasionales con colegas maduras o adolescentes semiimpúberes, e incluso periódicas y desaforadas incursiones en la prostitución de lujo. No puedo confirmar la veracidad de ninguna de estas conjeturas; salvo la que pretende vincularlo a Alicia, tampoco puedo desmentirlas.
—Yo no la he dejado a ella —dije, procurando que la explicación no sonara como una disculpa o una queja, sino como una pura constatación—. Ha sido ella la que me ha dejado a mí. Se fue de casa.
—¿Y eso?
Me encogí de hombros.
—No me irás a decir que se fue por las buenas.
—No exactamente —dije—. Es sólo que, bueno, supongo que las cosas ya no funcionaban como antes.
—No me extraña.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que he dicho. Que no me extraña que las cosas no funcionasen como antes. Nunca lo hacen. Y menos en un matrimonio. ¿Qué te creías? ¿Que todos los polvos iban a ser como el primero? Eso ya no pasa ni en los anuncios de la tele. «L’usage dérobe le vrai visage des choses», dice Montaigne. Y tiene razón: la costumbre lo devora todo, incluidas las personas. Y después de cuatro años de matrimonio…
—Cinco —precisé.
—Después de cinco años de matrimonio todo se ha vuelto costumbre. Y la costumbre no deja lugar al asombro, y sin asombro no hay fascinación, ni enamoramiento. Es verdad. Pero hay otras cosas.
—¿Por ejemplo?
—Pues no sé, cosas más importantes —replicó, impaciente—. La complicidad, supongo. O el afecto. Qué sé yo. Yo casi no he estado casado: apenas me dio tiempo de acostumbrarme a nada. Por no saber, ni siquiera sé si he estado enamorado alguna vez.
Sonreí.
—Todo el mundo ha estado enamorado alguna vez.
—No estés tan seguro —dijo—. Yo a veces me veo como el camarero del saloon de Tombstone en La pasión de los fuertes, que por cierto a mí es un título que me gusta más que My darling Clementine. No sé si te acuerdas de la escena. Henry Fonda, que no sale de su asombro porque nota que se está enamorando de Clementine, la novia de Victor Mature, le pregunta al camarero del saloon: «Oye, Fulanito (no me acuerdo de cómo se llama), ¿tú te has enamorado alguna vez?», y el camarero, todavía más perplejo que Fonda, le contesta: «No, yo toda mi vida he sido camarero». —Nos reímos—. Bueno, pues yo toda mi vida he sido profesor. Y hablando de camareros.
El del Casablanca llegó en aquel momento, nos sirvió el pedido y se fue. Estuvimos un rato bebiendo y fumando en silencio. Marcelo jugaba pensativamente con el Zippo plateado, quién sabe si indagando una forma adecuada de regresar al tema que habíamos dejado aparcado. La sombra de la enramada había escalado la mesa, y en el rostro entristecido de Marcelo temblaba de vez en cuando una mancha de sol. Al rato, tal vez persuadido de que yo no iba a romper el silencio, Marcelo empezó a divagar como quien traza círculos en torno a un centro que no se atreve a tocar.
—Es curioso —dijo, arrellanándose en su silla y soltando una bocanada de humo que se deshilachó lentamente en el calor inmóvil del patio—. La gente tiende a creer que todo el mundo se enamora alguna vez, tú mismo lo has dicho. Y francamente, no sé… La Rochefocauld decía que el amor es como los fantasmas: todo el mundo habla de él pero nadie lo ha visto. A lo mejor es verdad. Desde luego La Rochefocauld debía de saberlo, porque las mujeres le gustaban con locura, y más de una se las hizo pasar canutas. Una de sus amantes le enredó en una intriga contra Richelieu, que acabó fracasando, y lo único que el incauto de La Rochefocauld sacó en claro de ese episodio fue una humillante entrevista con el cardenal, ocho días de cárcel en La Bastilla y dos años de exilio en Verteuil. Claro que la amante en cuestión, una de las muchas que le metió en líos, no era precisamente una cualquiera. Era ni más ni menos que la duquesa de Chevreuse, née Marie de Rohan. Una dama de armas tomar. Se casó primero con el condestable Luynes, que fue la mano derecha de Luis XIII hasta que apareció Richelieu, y luego con Claude de Lorraine, príncipe de Joinville y duque de Chevreuse. En realidad, si bien se mira, La Rochefocauld tuvo suerte con ella, porque al conde de Chalais, otro de sus amantes, la condesa le convenció de que intentara matar a Richelieu, y al desgraciado del conde le metieron en la cárcel y, después de que la propia condesa lo repudiara y le tachara de traidor, acabaron decapitándolo. —Hizo una pausa, sonriendo con piadosa ironía; luego dio un trago de whisky y una chupada al cigarrillo; esbozando un gesto admirativo e incierto añadió—: Ah, debió de ser una mujer fascinante, una auténtica femme fatale. Se pasó la vida intrigando contra Richelieu y contra el duque de Buckinham, y Saint-Simon, que no se dejaba impresionar fácilmente, dice de ella que su belleza sólo podía compararse con su ambición y su astucia. Creo que Velázquez le hizo un retrato, que se ha perdido. Y, claro, es natural que con este currículum Dumas no pudiera resistirse a meterla en Los tres mosqueteros. No sé si te acuerdas, pero la duquesa aparece de vez en cuando en la novela, maquinando en favor de Buckinham y de María de Austria y en contra de Richelieu. Y por supuesto es la amante de Aramis, que por su culpa está a punto de meterse a cura y renunciar al mundo… Como para que la gente se extrañe de que Aramis se pase la novela diciendo que las mujeres pierden a los hombres. —Marcelo se detuvo y, como si se hubiera cansado de su propia cháchara sin dirección, murmuró—: Está visto que esta tarde todos los caminos conducen a Dumas. Por cierto —agregó en un tono que quería ser de guasa intrascendente, y que acaso pretendía atenuar la evidencia de su interés por regresar al asunto de mi separación—, ¿Luisa no se habrá enamorado?
—No creo —dije, y miré al otro lado del patio: el tipo del bigote y la chica se estaban besando en los labios. Quizá porque el calor de la sobremesa y el whisky habían empezado a hacerme efecto, sentí que algo se me aflojaba por dentro; también, bruscamente, un deseo inaplazable de desahogarme. Lacónicamente agregué—: Pero yo sí.
—¿Tú sí qué?
Con absoluta seriedad aclaré:
—Yo sí me he enamorado.
Marcelo me buscó los ojos, como si esperara encontrar en ellos un signo que desmintiera mis palabras; no lo encontró. Alzando las cejas velludas en un gesto incrédulo, que infundía en su cara de quelonio un aire vagamente cómico, exclamó:
—¡No jodas, Tomás!
—¿Tan raro te parece?
—No, raro no… Bueno, sí, ya te lo he dicho —balbuceó—. Pero lo que me parece sobre todo es una estupidez. ¡Como si no tuvieras ya suficientes problemas…! Además, ¿no me has dicho que ha sido Luisa la que se fue?
—Se fue porque yo se lo dije.
—¿Que se fuera?
—Que me había enamorado. Bueno, en realidad lo que le dije es que había conocido a otra mujer, aunque en realidad no la he conocido ahora, sino hace tiempo… —Porque reconocí la llamita sarcástica o recelosa que ardía en las pupilas de Marcelo, me frené—. En fin, es un poco complicado, pero si quieres te lo cuento.
No esperé a que asintiera. Ordenadamente detallé, primero, las circunstancias que habían rodeado el encuentro con Claudia («Así que estabas de Rodríguez», comentó Marcelo. «Muy original»). Luego referí mi salida del cine Casablanca, la aparición de Claudia, las cervezas en el Golf, la cena, la noche maravillosa que la siguió («La primera noche siempre es maravillosa», volvió a burlarse Marcelo. «Ya te lo he dicho. El problema son las que vienen después»). Quizá por una cuestión de economía narrativa, o simplemente porque no me apetecía hacerlo, no aludí a lo que había ocurrido al día siguiente; tampoco mencioné el embarazo de Luisa, aunque sí la escandalera del domingo, y su huida. Finalmente, dejándome ganar por el placer de las palabras y por el halago de sentirme protagonista de hechos excepcionales, evoqué con delectación y lujo de anécdotas mi amor adolescente por Claudia, como si al recordarlo estuviera de algún modo reviviéndolo, pero también modificándolo según los dictados de una nostalgia que no era nostalgia de lo que fue, sino de lo que pudo haber sido y no fue.
—En resumen —concluyó Marcelo cuando hube acabado de hablar—. Que te alegras de que Luisa se haya ido de casa.
Le miré a los ojos, y en aquel momento me pareció reconocer en ellos ese aire de confusión que enrarece la mirada de la gente cuando acaba de despertarse. «Se ha dormido», pensé, desconcertado.
—No es que me alegre —puntualicé, casi resentido con Marcelo—. Es que, dadas las circunstancias, me parece lo mejor que podía pasar.
—Pues te equivocas. Cuando una mujer como Luisa se va de casa, ya no vuelve.
—¿Quién te ha dicho que yo quiero que vuelva?
—Tarde o temprano lo querrás.
—Lo dudo.
Marcelo movió la cabeza a un lado y a otro, se retrepó en su silla, echó un trago de whisky y encendió un cigarrillo. Al fondo del patio algo atrajo en ese momento mi atención. Miré. El tipo del bigote y la muchacha rubia habían acabado de comer: él tenía la cabeza inclinada sobre el café; ella me miraba y, cuando yo la miré a ella, me guiñó un ojo. «No puede ser», pensé. Instintivamente volví la vista hacia Marcelo. «No se ha dormido él», pensé, absurdamente. «Me he dormido yo. Ahora estoy soñando».
—En fin —suspiró Marcelo. De soslayo espié otra vez a la pareja: ahora estaban acodados a la mesa, fumando y mirándose con ojos enamorados a través del humo—. Tú sabrás lo que haces. Pero a mí toda esta historia me parece una insensatez. Una cosa es tener una aventura y otra…
—Claudia no es ninguna aventura.
—Aunque no lo sea —insistió—. Piénsatelo bien antes de dejar a Luisa. Hay muy pocas mujeres como ella.
—Ya lo sé —dije—. A lo mejor por eso es bueno que nos separemos una temporada.
—Ahora sí que no te sigo.
—Si hubieras vivido alguna vez con una mujer que todo lo hace bien, me seguirías.
Marcelo me buscó otra vez los ojos. Preguntó:
—No estarás celoso.
—Celoso, ¿por qué? —dije, y estornudé. Maldije, saqué otro paquete de kleenex de la cartera, me soné la nariz—. Está visto que no voy a ser capaz de quitarme de encima este resfriado.
Marcelo no se interesó por el resfriado.
—¿Has vuelto a verla?
—¿A quién?
—¿A quién va a ser? A Luisa.
Negué con la cabeza.
—Ni siquiera sé adónde se ha ido a vivir —dije, y advertí con sorpresa que hasta ese momento no me había preguntado a mí mismo por el paradero de Luisa; por algún motivo lo consideré un buen síntoma, aunque no sabría decir de qué—. Supongo que a casa de su madre. No lo sé.
—¿Y tú qué piensas hacer?
—Nada. Trabajar, dar clase, escribir el artículo sobre Martínez Ruiz, preparar las oposiciones… Lo de siempre. Desde luego, no pienso quedarme a vivir en el piso —añadí, sin poder evitar que la aclaración se me convirtiese en disculpa—. De momento sí, claro. Pero cuando a Luisa se le pase el cabreo supongo que querrá vivir en él. Entonces me buscaré un apartamento pequeño. —Hice una pausa; aventuré—: No sé, a lo mejor me traslado al de Claudia. Ya veremos.
Bruscamente incomodado por el silencio que siguió a estas palabras, o por la pose reflexiva de Marcelo, acabé de beberme el whisky, consulté el reloj y señalándolo pregunté:
—¿No habíamos quedado en que teníamos que ir a tu casa?
Por toda respuesta Marcelo volvió a garabatear en el aire el gesto de escribir y, mientras esperábamos que nos trajeran la cuenta, se guardó el paquete de tabaco y el Zippo en el bolsillo de la camisa y, pasándose una mano por el pelo, dijo en un tono entre festivo y resignado:
—En fin. Supongo que hay que felicitarte, ¿no? Uno no se enamora todos los días. Lo siento por Luisa, la verdad. Debe de estar pasándolo mal. Pero me alegro por ti. —Casi sonrió para agregar—: Y por Claudia, claro.
Quizá porque en el fondo no sabía cómo explicarme el silencio de Claudia, o porque me inquietaba más de lo que estaba dispuesto a admitir, mi primer impulso fue contarle la verdad a Marcelo: que tampoco había vuelto a hablar con Claudia desde que me había separado de ella. Paseé una mirada fugaz y aprensiva por el fondo del patio, donde el tipo del bigote seguía acaparando la atención de la chica. Por un momento dudé. Es inútil que ahora me pregunte cuántos de los sinsabores que vinieron después me hubiera ahorrado de haber tenido el valor de franquearme con Marcelo, porque lo cierto es que finalmente pudo menos el sentido común que el orgullo, y no dije nada.
El camarero apareció con una botella de whisky en la bandeja y una sonrisa de satisfecha complicidad en los labios. Marcelo lo miró incrédulo.
—La cuenta —aclaró, sin ocultar su irritación—. Le he pedido la cuenta, ¿no?
El comentario borró de golpe la sonrisa del camarero, que chasqueó la lengua y dijo:
—Lo siento.
Regresó enseguida. Marcelo insistió en invitarme.
—A la salud del fantasma —dijo.
El camarero lo miró con lástima.
Ya nos encaminábamos hacia la salida cuando oí chistar a mi espalda. Instintivamente me volví: al fondo del patio, el tipo del bigote y la chica se estaban besando.