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Una de las escasas tertulias literarias que todavía subsiste en Barcelona se celebra en el Oxford, un bar pequeño, oscuro y acogedor que se halla situado junto al antiguo Bocaccio, muy cerca de Mitre y Muntaner. Sin duda para hacer honor a su nombre, todo en el Oxford quiere ser vagamente inglés. Delante de la barra, más allá de la hilera de taburetes y la barandilla que divide en dos mitades el local, hay varias mesas bajas, de caoba, rodeadas de racimos de sillas de madera verde y, más allá, algún diván, con asiento y respaldo de cuero blanco; grandes cristaleras que dan a Muntaner, con marco oscuro y vidrieras de colores, hacen las veces de paredes, salvo en la del fondo, también de madera verde, de la que afloran tres globos de luz flanqueados por dos cuadros con motivos ecuestres, y en la esquina forrada de cuero blanco que une dos cristaleras, donde hay clavadas varias figuras de cobre (cabezas, de caballos y zorros, cupidos, una rosa de los vientos) cubiertas por un baño de oro. Los camareros usan camisa blanca, pantalones y lazo negros, chaleco a rayas blancas y azules y, cuando no atienden a la clientela, permanecen detrás de la barra, donde, iluminados por focos de luz blanca, se alinean tres filas de botellas, una cafetera reluciente, una cesta de mimbre colmada de naranjas, una máquina de exprimir zumo, una plancha de acero inoxidable sobrevolada por una diminuta chimenea de cobre, un reloj de pared con marco y manecillas doradas. En todo el bar el piso es de baldosas negras salpicadas de motas blancas.

Porque se trata de una costumbre condenada a la extinción, asistir a una tertulia literaria es realizar un deliberado ejercicio de anacronismo; mantenerla (o contribuir a mantenerla) equivale de algún modo a intentar prolongar una forma sosegada y antigua de entender la vida. Si la tertulia del Oxford sobrevive aún se debe sin duda a la constancia de los hermanos Arices, Jacinto e Ignacio, cuya probidad intelectual, prestigio de hombres de bien y tenaz cordialidad convoca cada martes y cada jueves, de ocho a diez de la noche, a un grupo variable de frecuentadores: jóvenes profesores universitarios, hispanistas europeos o norteamericanos de paso por la ciudad, viejos eruditos y catedráticos de toda la vida, antiguos alumnos, traductores, estudiantes silenciosos o intimidados, algún escritor. A la peculiar idiosincrasia de los hermanos Arices debe también la tertulia del Oxford la única regla —no escrita pero inflexible— que gobierna su funcionamiento: allí todo el mundo debe ser acogido con afecto, tratado con deferencia y escuchado con atención. Jacinto e Ignacio Arices eran hijos de don Francisco Arices, un ilustre historiador andaluz, discípulo directo de don Ramón Menéndez Pidal y amigo íntimo de don Ramón Carande, que durante la década de los veinte vivió varios años en la Residencia de Estudiantes de Madrid y entabló amistad con la flor y nata de la joven intelectualidad española. Pasada la guerra, don Francisco hubo de exiliarse en Francia, pero al cabo de cinco años regresó para instalarse en Barcelona y, no mucho después, gracias a su reputación de sabio y al favor de alguna amistad influyente que todavía conservaba, consiguió que se olvidara su pasado de fundador de la FUE y se reintegró a la universidad. Un frondoso prontuario de anécdotas ilustraba su vida, o el relato que se hacía de su vida; Marcelo Cuartero, cuya devoción por él le llevaba a reclamar para sí, acaso injustificadamente, el título de discípulo suyo, me había referido alguna. En una ocasión Marcelo le había acompañado al campo de fútbol de Les Corts. Don Francisco era al parecer un hincha confeso del Barca, pero a lo largo del encuentro, que la actuación del árbitro volvió polémico, permaneció imperturbablemente interesado en los lances del juego, ajeno al griterío incriminatorio que le rodeaba, intentando a duras penas justificar los errores arbitrales. Sin embargo, cuando ya hacia el final del partido, con los dos equipos empatados, el árbitro pitó un penalti contra el Barça, la trabajosa ecuanimidad de don Francisco saltó en mil pedazos: rojo de ira, se levantó de su asiento y, mientras a su alrededor se mentaba a la madre del árbitro y a éste se le acusaba de graves delitos que evidentemente no había cometido, a voz en grito, con los brazos levantados le increpó don Francisco: «¡Imprudente!». Luego, tembloroso y avergonzado, mirando a su alrededor como deseando que el desahogo de su indignación hubiera pasado inadvertido, regresó a su asiento. Fue también Marcelo quien me contó cómo don Francisco, cuya vocación pedagógica sólo podía competir con el respeto que le inspiraban sus maestros, perdió por primera y única vez los estribos en una clase. Había hecho subir al estrado a un estudiante y, mientras éste exponía su trabajo, don Francisco lo escuchaba con extrema atención, con los ojos entrecerrados, cabeceando aprobadoramente. Todo iba bien hasta que de repente el alumno aludió a Menéndez Pidal llamándole «Menéndez». Bruscamente pálido, don Francisco interrumpió al estudiante. «¿Menéndez?», preguntó, incrédulo. «¿Ha dicho usted Menéndez?». El alumno asintió, confundido y perplejo. «Pero qué dice usted, por Dios. ¿Qué es eso de Menéndez?», volvió a preguntar, ya fuera de sí. «Querrá usted decir don Ramón. O Pidal. O Menéndez Pidal. Pero por favor, ¿qué es eso de Menéndez?». Airadamente don Francisco devolvió al estudiante a su asiento y dio por concluida la clase y, mientras se dirigía a su despacho, desbaratado por el asombro, algunos estudiantes le oyeron murmurar para sí, como si no acabara de entender del todo: «¡Ha dicho Menéndez!». Al día siguiente don Francisco pidió públicamente perdón al estudiante.

Don Francisco había educado a sus hijos en la tradición laica, austera y puntillosa de la Institución Libre de Enseñanza: les había inculcado la vocación de la felicidad, el amor por los libros, el placer de la inteligencia y de la disciplina, el instinto de la generosidad, la pasión por la pedagogía y el culto de la amistad. Aprovechando para citar un célebre ensayo de Montaigne, que era uno de sus autores predilectos, a Ignacio le gustaba argumentar, medio en serio y medio en broma, que la amistad es moralmente superior al amor: según él, éste es a menudo excluyente y posesivo, de un egoísmo burdo, y tarde o temprano acaba evaporándose o degenerando en intercambio meramente mercantil; aquélla, en cambio, no puede sino ser, para Ignacio, abierta y generosa, y por definición excluye cuanto no sea desinteresado comercio de afectos e ideas. «Además», concluía con una sonrisa traviesa, «a diferencia del amor, la amistad tolera largas infidelidades. Por eso dura más». A su educación institucionista debían también los hermanos Arices, además de sus modales de caballeros de antes y su vocabulario sin mácula, un hecho que los llenaba de orgullo; ambos habían aprendido y practicado un oficio manual: Jacinto era mecánico; Ignacio, cerrajero. A pesar de todo, los dos hermanos no podían ser más distintos: Jacinto era reservado, alto, distinguido, de piel muy blanca, de facciones serenas, ligeramente desgarbado, ligeramente altivo; Ignacio, en cambio, era de escasa estatura, de carácter campechano, casi efusivo, de piel rojiza y rasgos afilados, de gestos rápidos y copiosos, de trato natural. Jacinto era catedrático de lengua en la Universidad Central; Ignacio, catedrático de literatura en la Universidad Autónoma. Por aquella época Jacinto ya había dejado de impartir clase en la universidad para ejercitar las suavidades vaticanas de su carácter en cargos de cierta responsabilidad política, lo que le obligaba a vivir a horcajadas entre Barcelona y Madrid y a no frecuentar la tertulia del Oxford tanto como lo hacía su hermano; éste, en cambio, continuaba entregado a la docencia y la investigación, y no se cansaba de proclamar su incapacidad, no ya para las labores políticas, sino para las simplemente burocráticas, lo que acompañaba de una ferviente apología de la inmadurez. «A lo mejor es cierto que entrar en la universidad es sólo un modo de prolongar la adolescencia, y que los que trabajamos en ella lo hacemos por miedo a enfrentarnos a la realidad o, lo que es lo mismo, a la vida adulta», solía decir. «Bueno, y qué. Sólo a un necio le desagradaría prolongar la adolescencia, sobre todo cuando uno ya ha pasado por ella y sabe cómo gozar de sus felicidades y lidiar con sus desdichas. ¿Que no tenemos la menor noción de cómo funciona la realidad? Repito: y qué, si hasta cierto punto podemos permitirnos el lujo de prescindir de lo más zafio e incómodo de ella. Hay gente que le acusa a uno de inmadurez como quien acusa de un delito, pero eso no pasa de ser un reproche de solterona resentida, porque para mí que la madurez es una absurda imposición de la realidad, una especie de castigo que nada tiene que ver con la virtud ni con la vida buena». No era infrecuente oír este tipo de comentarios en boca de Ignacio, que detestaba la hipocresía del puritanismo, pese a que él, en su comportamiento y sobre todo en su trabajo —que corregía una y mil veces, que nunca daba por bueno era de un puritanismo extremo, lo que no le impedía ser de una indulgencia no menos extrema, y en algún sentido humillante, con el trabajo y el comportamiento ajenos. Durante mucho tiempo yo atribuí a este último rasgo de su carácter, casi tanto como a su íntima amistad con Marcelo —a quien le unía una pasión común por el ocio de la conversación, por la buena mesa, por ciertas películas y ciertos libros—, el hecho de que Ignacio me profesara un afecto que no justificaba ni mi paso por sus clases como alumno ambicioso y mediocre, ni mis esporádicas visitas al Oxford, ni la relación, continuada pero superficial, que nos unía en el departamento. Por algún motivo este afecto, que yo no entendía porque no creía merecerlo, me situaba siempre a la defensiva ante Ignacio, como si temiera que en el momento más inesperado fueran a desvelarse los motivos reales que lo habían suscitado. O acaso mi incomodidad con él provenía del hecho de que Ignacio pertenece a ese tipo de personas que siempre le hace sentirse a uno mucho mejor de lo que en realidad es.