21

Pero no era la policía.

—Éste es el hombre —oí a mi espalda.

Me volví: con un índice acusador, el portero señalaba a Marcelo, que había conseguido incorporarse y, abrazándose con una mano extendida el cuello o la clavícula, lo miraba con una mezcla de dolor, resentimiento y resignación. Por la puerta del ascensor se asomó una mujer. Miró a Marcelo; luego, con la boca pasmada y el desconcierto pintado en los ojos, me miró a mí: como si no me reconociera. Estoy seguro de que la sorpresa que en aquel momento me llevé (la tercera y última de la noche, la más inesperada) no habría sido mayor si en vez de a una mujer hubiera visto salir del ascensor a un fantasma. Me levanté, me lancé hacia ella, grité:

—¡Claudia!

No pude abrazarla, porque su mirada me disuadió: en sus ojos el desconcierto se había trocado de súbito en una furia sin fisuras que le hacía temblar las aletas de la nariz y le endurecía los labios.

—Me temo que ha habido una confusión, joven —le oí disculparse a Ignacio a mi espalda—. De todos modos, por si acaso más vale que se esté usted quietecito hasta que todo se aclare.

—La madre que lo parió —murmuró ambiguamente Marcelo.

—¿Y estos dos quiénes son? —interrogó el portero.

Antes de que alguien contestara, Claudia gritó:

—¡Pedro! —Me apartó de un empujón y se abalanzó sobre el hombre a quien Ignacio seguía amenazando con el bate—. ¿Te encuentras bien? ¿Qué ha pasado?

—¡Y yo qué sé! —confesó el hombre, mirando con recelo a Ignacio, que a su vez lo miraba con una gravedad agrietada de forma apenas perceptible por un aire de casi divertida aceptación del disparate en que se había metido—. Pregúntaselo a éstos.

Ignacio se volvió hacia mí y, levantándose la visera de la gorra, preguntó:

—Oye, Tomás, ésta es la chica, ¿verdad?

—Usted se calla —le exigió Claudia—. Y aparte de una vez ese palo. —Se encaró conmigo: sus pupilas eran dos cabezas de alfiler azules y dilatadas por la ira—. ¿Se puede saber qué es lo que ha pasado, Tomás? ¿Qué haces aquí con este par de facinerosos?

—Oiga, señorita, un respeto, ¿eh? —puntualizó Ignacio—. Que yo he venido aquí por una buena causa.

—Cállate ya, Ignacio —dijo Marcelo—. No empeores más las cosas. Que esto no va con nosotros.

Yo estaba loco de felicidad porque Claudia estaba viva, pero también confundido por una situación que no acababa de entender. No sabía qué contestar a la pregunta de Claudia.

—Claudia, no sabes… —balbuceé—. No sabes lo contento que estoy de verte…

—¿Y tú a esta gente de qué la conoces, Claudia? —preguntó el tipo del bigote.

—Luego te lo cuento, Pedro.

«¿Pedro?», atiné a pensar. En ese momento tuve la intuición, casi la certeza, de que el tipo del bigote no sólo era el mismo que había visto hacía un par de días comiendo en el restaurante Casablanca, sino también, increíblemente, el mismo que, en compañía de Claudia y de su hijo y en traje de tenis, había visto fotografiado en el salón de Claudia, con un fondo bucólico de cielo y de sauces. «No puede ser», volvi a pensar. Iba a decir algo, pero a mi alrededor seguía la confusión de preguntas, insultos y comentarios.

—Vergüenza debía de darles —decía el portero—. A su edad.

—¡Cállese usted también, coño! —gritó Marcelo, que parecía haberse recuperado del golpe—. Tomás, está claro que alguien se ha equivocado aquí. Y me temo que hemos sido nosotros. Así que, ¿por qué no nos explicas a todos qué demonios ha pasado?

—¡Ya era hora de que alguien dijese algo sensato! —dijo el tipo del bigote, mirando con desconfianza a Ignacio, que ya lo había soltado.

Señalando con el bate al portero, Ignacio le dio con el codo a Marcelo y, sin bajar la guardia, preguntó:

—Oye, y este buen hombre quién es.

—Mira, Tomás —dijo Claudia, haciendo un esfuerzo visible por serenarse—. No sé qué es lo que has venido a hacer aquí. Ni tú ni toda esta gente. Y te digo la verdad: tampoco me importa. Pero te aseguro una cosa: como no os vayáis ahora mismo, llamo a la policía.

—¡Ja! —se burló el tipo del bigote—. ¡Como que no la habría llamado yo si no tuvieras el teléfono estropeado!

—No se preocupe, señor Uceda —se ofreció servilmente el portero, abriendo la puerta del ascensor—. Ahora mismo la llamo yo.

—Como dé usted un paso, no respondo —le previno Ignacio, blandiendo de nuevo el bate—. De aquí no se mueve nadie hasta que yo lo diga.

El portero cerró otra vez la puerta.

—Tranquilo, Ignacio —dijo Marcelo, posando una mano en su hombro—. No te excites.

—No sabes…, no sabes cómo me alegro de verte, Claudia —repetí, agarrotado por el nerviosismo y el estupor, intentando en vano reaccionar—. Creí que estabas muerta.

—¿Muerta? —preguntó Claudia.

—Ya sabía yo que no podía estar muerta —le oí decir a Ignacio.

—Muerta, sí. Llamé un montón de veces a tu casa y no te encontré. Tú tampoco llamabas. No sabía dónde estabas, no entendía dónde podías estar. El portero me aseguró que no habías vuelto a trabajar y que no estabas en Calella. ¿Qué iba yo a pensar? Lo único que se me ocurrió fue que el cabrón de tu marido, furioso por lo nuestro, te había matado. Era lo más lógico, ¿no? Tú misma dijiste que te había amenazado y que le tenías miedo… Por eso vinimos aquí.

—Increíble —comentó el tipo del bigote, cuando ya iba a añadir a mi ristra de justificaciones la noticia que había leído en el periódico—. Asaltan mi casa, me zurran la badana y encima me insultan.

—Le recuerdo que en lo de zurrar la badana no fuimos los primeros —intervino Marcelo.

Ignacio corroboró:

—Eso es verdad.

—Así que éste es el gilipollas del mensaje del contestador automático, ¿verdad? —inquirió el tipo, envalentonado por el giro que estaban tomando los hechos—. Desde luego hay que estar desesperada para liarse con un tipo así.

—Basta ya, Pedro. Por favor.

—Pero entonces éste es… —empecé, señalando al tipo del bigote.

Claudia acabó con odio la frase.

—¿Quién va a ser? Mi marido. —Añadió, tajante—: Y ya está bien, Tomás. No quiero oír una palabra más. Por última vez te lo digo: o te vas ahora mismo y te llevas a tus amigos, o llamo a la policía.

Iba a decir algo cuando Marcelo me tomó de un brazo.

—La chica tiene razón —dijo—. La fiesta se ha acabado. Vámonos ya de aquí.

En alguna parte he leído que hay dos tipos de personas: las que saben mantener la dignidad en cualquier situación y las que no saben hacerlo. No sin una dosis considerable de generosidad o de ignorancia, hasta entonces yo había mantenido la ilusión de que podía adscribirme al primer tipo; esa noche supe sin duda que pertenecía al segundo. Quizá porque la fiebre me consumía, impidiéndome pensar con claridad, o por la tensión acumulada, o quizá porque fui incapaz de asimilar la crueldad del contraste entre la alegría inmensa de volver a ver viva a Claudia y la inmensa tristeza de saber que la había perdido, perdí el control: en unos pocos minutos pedí, rogué, imploré, me humillé; sin embargo, lejos de obtener al menos la explicación que creía merecer, animada por una determinación helada e inapelable Claudia se limitó a exigirme una y otra vez que me fuera. Confusamente recuerdo que Ignacio y Marcelo me metieron casi a rastras en el ascensor, tal vez ayudados por el portero, que bajó con nosotros. Mientras bajábamos, Marcelo y el portero se enzarzaron en una discusión, y este último nos despidió de mala manera al salir del edificio.

—Pueden dar gracias a Dios de que la señora Uceda es como es —dijo—. Si por mí fuera, ahora mismo llamaba a la policía y presentaba una denuncia.

—Váyase a la mierda —se despidió a su vez Marcelo.

—La que se ha armado, chico —comentó Ignacio, eufórico, mientras subíamos por la acera bajo la luz lechosa de las farolas, en busca del coche—. Os dije mil veces que la chica no podía estar muerta. ¿Cómo iba a estar muerta? En fin, es la última vez que me enredas en una cosa así, Marcelo… Cada vez que me acuerdo del follón en que nos metiste al pobre Robert y a mí en Sevilla… De todos modos, en esto de hoy hay una cosa que no acabo de entender: si la chica era la muerta y el del bigote era el marido, ¿qué pintaba ahí el feo que venía con ella?

—Toma —dijo Marcelo, ignorando la pregunta y entregándole las llaves del coche—. Conduce tú. Y haz el favor de tirar ese bate al contenedor. No vaya a ser que todavía le abras la cabeza a alguien.

Ignacio blandió otra vez el bate y, como si golpeara una pelota, o a un enemigo imaginario, hizo con él un molinete en el aire y lo arrojó al contenedor.

Entramos en el coche. Yo me escabullí en el asiento de atrás. Ignacio se sentó al volante y Marcelo junto a él.

—Bueno, ¿adónde vamos? —preguntó Ignacio mientras arrancaba, en el tono animoso de quien no se resigna a dar por concluidas las andanzas de la noche.

—¿Adónde vamos a ir? —replicó Marcelo, cuyo visible malhumor quizá provenía del dolor del golpe recibido, pero tal vez también, secretamente, de la degradación a pura escena de astracanada de la aventura ilusoria que había prometido redimirle de su vejez prematura de sabio viciado de sedentarismo, de sueños y de soledad—. Al hospital del Valle Hebrón, a ver si me han desgraciado del todo el hombro.

Yo debía de estar completamente hundido, porque Ignacio preguntó:

—¿Y Tomás?

—Tomás se aguanta y se viene con nosotros —replicó Marcelo—. Que bastante hemos aguantado nosotros por él.

—No te pongas así, chico. —Ignacio arrancó. Luego dijo—: Además, no te creas que lo de antes lo decía en serio. Mira, te voy a ser sincero: la verdad es que me lo he pasado en grande. Me gustaría que Marta me hubiera visto. ¡Jo, cuando se lo cuente…! ¿Has visto el miedo que ha pasado el del bigote? —Frenó en seco y se llevó una mano a la frente—. ¡Me cago en la leche! ¡La caja de las herramientas!