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El lunes por la mañana me despertó la ansiedad. Me incorporé y miré el reloj: marcaba las siete y media. Recuerdo que me pareció increíble haber dormido casi nueve horas, quizá porque el resfriado, unido a los sobresaltos del día anterior, a la mala noche y a la resaca de coñac, me tenía el cuerpo baldado, lo que yo instintivamente atribuí a la falta de sueño. No me encontraba bien: los párpados me pesaban como si fueran de plomo, un alfilerazo de dolor me atravesaba la cabeza y los músculos, me costaba respirar.

Ya había admitido que no volvería a conciliar el sueño cuando sonó el teléfono. De cuatro trancos me llegué al comedor, y antes de descolgar pensé: «Todavía estoy soñando». Jadeando exigí:

—Diga.

—¿Tomás?

Creí reconocer la voz.

—Ah, Claudia —exclamé sin que el pulso se me hubiera sosegado—. Te he estado llamando todo el fin de semana. ¿Cómo estás?

Se hizo un silencio, y pensé que la comunicación se había cortado.

—¿Me oyes, Claudia?

—Claro que te oigo —contestó una voz que ya no pude confundir con la de Claudia—. Pero de Claudia nada, tú. Soy Alicia.

Alicia era la secretaria del departamento de Filología. Tenía treinta y cuatro años y un rostro duro y rectangular, de grandes ojos verdes, de labios abundantes y dientes blanquísimos e iguales; tenía el pelo negro, fino y fuerte, las manos masculinas, el busto generoso y las caderas de potranca, y un perfil escarpado de ave de rapiña y unas piernas largas y caudalosas que se afinaban en unos delicados tobillos de bailarina. Era imperiosa, servicial, entrometida y, como todos los sentimentales, intolerante, y gozaba de ese instinto infalible para tratar con la realidad que sólo asiste a algunas mujeres y de una inteligencia sin sutilezas, pero apremiante y viva, que —como ella misma repetía ante quien quisiera oírla, con un aire de reto suavizado por la ironía su educación menesterosa la había obligado a despilfarrar en las sub-sidiariedades burocráticas de su cargo. Estaba casada en segundas nupcias con un norteamericano negro y descomunal que jugaba de alero en un equipo de baloncesto catalán. Se llamaba Morris Brotherton. A Morris y Alicia les unía desde el primer año de su matrimonio una pasión descabellada que no les había permitido convivir bajo el mismo techo durante más de seis meses seguidos, pues al cabo de ese periodo de tiempo se separaban entre insultos, amenazas, fragores de cataclismo y agresiones fisicas que, a pesar de su ferocidad, tampoco les impedían acabar invariablemente reconciliándose seis meses después, deshechos de anhelo mutuo. Estas alternativas conyugales, que hubieran pulverizado la estabilidad emocional de cualquiera, apenas dejaban secuelas apreciables en la solidez de cemento del carácter de Alicia. Ni siquiera su rendimiento en el trabajo se resentía durante las breves reyertas matrimoniales; menos aún, durante sus largas soledades de separada. Porque era precisamente en el curso de éstas cuando Alicia, cuya dedicación al trabajo, aunque de apariencia caótica, era siempre excluyente, se entregaba con mayor empeño a las necesidades del departamento. La mejor prueba de ello es que desde la tarde remota en que un tribunal compuesto por Ignacio Arices y Marcelo Cuartero, con un tino de personas avezadas en el conocimiento de la gente que durante años fue objeto de elogios unánimes entre sus colegas, le concedieron a Alicia el puesto de secretaria sin necesidad de recibir a los demás candidatos al concurso, quedaban pocos profesores en el departamento que no conocieran las dulzuras de su cama de hembra temporalmente sola; una cama que, por lo demás, era abandonada en un desorden de pánico en cuanto corría la voz de que alguien había vislumbrado el primer atisbo de alguno de los síntomas inequívocos que anunciaban el retorno de Morris, a quien después de su primer e imprevisto regreso se le empezó a conocer como El Alero Intermitente. Que yo sepa, sin embargo, había por lo menos dos profesores en el departamento que se hallaban a salvo de los sobresaltos provocados por la concurrida intimidad de Alicia y su matrimonio desatinado: uno era Enrique Llorens, homosexual secreto y notorio fonólogo, que por esa época ejercía el cargo de jefe del departamento y formaba parte del Comité de Apelaciones de la Universidad (que él, con su risita de roedor, solía llamar Comité de Felaciones); el otro era yo. No voy a discutir ahora los motivos que me impulsaron durante años a preservar esta anomalía, que algunos no dudaron en achacar al principio a unas inclinaciones sexuales similares a las de Llorens y unos pocos, atribuyéndola sin duda a un escrúpulo de distinción, en utilizarla para denigrarme; tampoco me parece éste el mejor momento para traer a colación mi larga fidelidad a Luisa, que yo creo que sólo mantuve, mientras la mantuve, por pereza, por cobardía o, alguna vez, por exceso de imaginación. Lo único que diré es que la feminidad promiscua y violenta de Alicia, que elevaba a mis compañeros a la cima de un gozo comentado, unánime y macho, a mí en cambio me sumía en un abismo de inhibición en el que sólo conseguían sepultarme aún más sus insinuaciones, que si al principio eran apenas veladas o ambiguas, pronto se convirtieron, a causa de mis amedrentadas negativas —y tal vez también de ese instinto que nos obliga a desear con más fervor lo que más se nos resiste— en abiertamente procaces. Sin embargo, y contra lo que pudiera suponerse, el hecho de que Alicia ostentara el cargo de secretaria, lejos de constituir una fuente de querellas internas, significó durante años una garantía de estabilidad para el departamento. En los largos meses de soledad en que desembocaban sus trifulcas con Morris, la voracidad imparcial de Alicia instauraba entre el personal masculino, el más nutrido y poderoso del departamento, un clima de camaradería fraternal que anulaba de golpe todos los enconos, resquemores, rivalidades y envidias que durante el resto del año, como ocurre en cualquier departamento de cualquier universidad del mundo, envenenaban las horas de los profesores y los obligaban a invertir lo mejor de sus limitadas energías en tratar de hacerle la vida imposible al colega y en evitar que el colega se la hiciera a ellos; nadie explicaba mejor que Ignacio Arices la razón de este milagro de concordia que periódicamente se operaba en el departamento: «Es que esto de acostarse con la misma mujer une mucho, chico», decía con la mezcla de pesadumbre y complacencia que le producía su parte de responsabilidad en la elección de Alicia. Ésta, naturalmente, también tenía detractores, aunque por la cuenta que les traía permanecían casi siempre en silencio. Según ellos, la generosidad de Alicia era cualquier cosa menos desinteresada, porque siempre acababa cobrándose carísimo sus favores de amor. Además de injusto, el reproche es idiota, y no sólo porque toda generosidad sea por definición interesada, sino también porque a ella le debía el departamento otra de las ventajas prácticas derivadas del hecho de contar con Alicia. Pues fue efectivamente su juicioso egoísmo, sumado al rencor de su inteligencia malgastada, a su vitalidad sin resquicios y, sobre todo, al placer inmaculado que le procuraba el ejercicio del poder, lo que apenas dos años después de que la contrataran, ante la incredulidad perezosa o impotente de unos pocos y el consentimiento alborozado de los demás, felices de verse aliviados para siempre de las ingratitudes de la gestión académica, acabó abandonando en manos de Alicia el gobierno del departamento, cuyos resortes de poder manejó a partir de entonces, bajo la tácita dirección del jefe de turno, con tanta naturalidad como determinación, y con un talante férreo que no excluía el trato afectuoso con las mujeres ni con los hombres un autoritarismo solícito de madre incestuosa que quienes conocían su cama no se cansaban de acatar.

—Ah, Alicia —dije, sin conseguir ocultar mi decepción—. Perdona, te he confundido con otra persona.

—Ya me he dado cuenta —aseguró con sorna—. Claudia, ¿no?

—Sí, pero no la conoces —contesté, molesto conmigo mismo por acceder a excusarme. Con facilidad mentí—: Es una colega de Granada.

—Ya —suspiró sin creerme—. Bueno, ¿y qué tal las vacaciones?

«Y a ti qué te importa», pensé; por fortuna no lo dije: para entonces yo ya había aprendido a sortear sin roces las impertinencias de Alicia. Contesté con ánimo conciliador:

—Muy bien, gracias. —Reuniendo fuerzas para contraatacar, comenté en tono de amable ironía—: Pero, oye, Alicia, supongo que no me habrás sacado de la cama para que hablemos de las vacaciones, ¿verdad? —Con intencionada lentitud pregunté—: ¿Sabes qué hora es?

—Ni idea —reconoció—. Me he dejado el reloj en casa. Espera un momento que ahora lo pregunto.

—No, Alicia —grité—. Espera… ¿Alicia?

Al otro lado de la línea ya no había nadie.

—¿Tomás? —preguntó algo después, cuando volvió a coger el teléfono—. Son las ocho menos cuarto.

—Ya lo sé, Alicia —dije, armándome de paciencia.

—Entonces ¿por qué me lo preguntas?

—Joder, porque es muy pronto.

—Ya lo sé: ¿no te he dicho que acabo de preguntar la hora?

—Alicia, por favor —supliqué, sintiendo que de un momento a otro iba a estallarme la cabeza—. ¿Podrías decirme para qué me has llamado?

—¡Claro, en cuanto dejes de hacerme preguntas inútiles! —Aspiré profundamente el aire encerrado del salón mientras me pasaba por los pómulos una mano crispada. Tras un silencio dijo—: Era para recordarte que mañana tienes el primer examen de septiembre. No se te habrá olvidado, ¿verdad? —La dejé continuar—. Los otros dos son…, a ver, espera un momento.

—El jueves y el lunes —le apunté.

—Exacto —dijo—. Aquí está.

—Oye, Alicia, ¿quién te ha pedido que me llames?

—¿Quién va a ser? El cretino de Llorens —dijo—. Bueno, Marcelo también me pidió que te lo recordase. Es natural: no querrán que se repita lo de junio. Sobre todo el pobre Marcelo, que ya debe de estar harto de hacer de bombero.

Por un incomprensible descuido, en junio yo había olvidado acudir a uno de los exámenes finales, y sólo la intervención de Marcelo logró aplacar la irritación de la decana y las protestas de los estudiantes, que finalmente, después de largas y complicadas negociaciones, accedieron a fijar otro día para el examen.

—Ya, ya, claro —concedí con mansedumbre, porque adiviné que Alicia aprovecharía la menor oportunidad para volver a recriminarme el poco lucido papel que había desempeñado en el episodio—. Bueno, ya ves que no se me ha olvidado. —Imaginando los sarcasmos de Marcelo al pedirle a Alicia que me telefoneara, en otro tono añadí—: De todos modos, dale las gracias a Marcelo de mi parte.

—¡Ni hablar! —Se indignó—. ¿Qué te crees, que le voy a despertar a estas horas?

—No hace falta que le llames ahora, Alicia —razoné, haciendo un esfuerzo considerable por mantener la serenidad. Y la cordura—. Se las das cuando le veas. Ah, y recuérdale de paso que mañana tenemos que hablar.

—Sobre qué.

No sin alguna aprensión, me atreví a contrariarla.

—Perdona, Alicia, pero eso no es cosa tuya.

—Y si Marcelo no se acuerda, ¿qué?

—Es sobre una cosa que estoy escribiendo —cedí—. Él ya sabe de qué se trata.

—Se lo diré —prometió—. Y me alegro de oírtelo decir, porque ya iba siendo hora de que publicaras alguna cosa.

En ese momento recordé.

—Oye, ¿se sabe algo de las oposiciones?

—Nada. Pero al mediodía se reúne la comisión. Si quieres te llamo en cuanto sepa algo.

—No hace falta. Ya me enteraré mañana. —Para agradarla, porque sabía que su vocación de político inflexible la llevaba a despreciar a aquellos profesores que sólo se preocupaban por las cosas del departamento cuando afectaban directamente a sus intereses inmediatos, a pesar del malestar me resigné a prolongar la conversación; inquirí—: ¿Hay alguna otra novedad?

—Que yo sepa, ninguna —contestó—. La decana está histérica porque ni una sola matrícula de junio se hizo bien. Por lo visto no hay manera de encontrar a alguien que tenga alguna idea sobre cómo funciona el nuevo plan de estudios. Yo ya advertí que con ese plan no se iba a ninguna parte, pero bueno. Para variar Llorens no quiere saber nada: dice que él no estaba en la comisión, que lo que hay que hacer es hablar con Ignacio, que era el presidente. Pero Ignacio no vuelve hasta el miércoles. Y además, hay que ser idiota para pensar que Ignacio sabe alguna cosa del plan de estudios. ¿Qué va a saber él? Total, que la matrícula de septiembre también va a ser entretenida. Y no te quiero contar cuando empiece el curso. A Marcelo lo vi el viernes, pero no sé si él me vio a mí, porque como no eran las once todavía andaba medio dormido. Los demás aún no han pasado por aquí. Supongo que irán apareciendo esta semana. En fin —concluyó—: todo está igual que siempre. —Tras una pausa añadió—: Bueno, la única novedad es que parece que los estudiantes van a armarla.

—¿Y eso?

—Dicen que el Gobierno va a subir el precio de las matrículas.

—Lo que faltaba —me quejé hipócritamente, previendo un maravilloso semestre de ocio y huelgas—. La gente aprovecha la mínima para no pegar golpe.

—Hace bien —dijo, y endulzó la voz para añadir—: Bueno, entonces mañana nos vemos, ¿no?

—Sí. —Porque temí que Alicia demorase la despedida acorralándome entre insinuaciones e ironías, me apresuré a mentir—: Perdona, Alicia, acaban de llamar a la puerta. Tengo que colgar.

—Bueno —volvió a suspirar—. Hasta mañana entonces, chato.

Colgué y fui al cuarto de baño y, mientras orinaba, mastiqué un par de aspirinas. Cuando acabé de orinar empujé con un vaso de agua la pasta espesa que me llenaba la boca. Luego regresé al salón y marqué el número de teléfono de Claudia, sintiendo todavía en la lengua el ácido sabor a enfermedad de la aspirina. No me contestó Claudia, sino la misma voz masculina y metálica que había oído cuando telefoneé el sábado por la noche y el domingo por la tarde, después de que Luisa se marchara de casa. Entonces no me había atrevido a grabar ningún recado en el contestador; iba a hacerlo ahora cuando recordé que aún no eran las ocho de la mañana. Colgué.

Como pensé que me haría bien descansar otro rato, sin esperanza de dormir volví a la cama. Cuando desperté eran las diez. Volví a marcar el número de teléfono de Claudia, volví a oír la voz del contestador invitándome a grabar un mensaje; mientras meditaba lo que iba a decir me aclaré la garganta y, no bien calló la voz y sonó el anuncio de que podía empezar a hablar, hablé: «Claudia, soy Tomás. Son las diez de la mañana del lunes. Te he llamado varias veces, pero no te he encontrado. Me imagino que estarás en Calella. Llámame en cuanto llegues: tengo buenas noticias». Iba a colgar cuando se me ocurrió que el mensaje era frío; improvisé: «Te echo de menos».

Apenas hube colgado pensé dos cosas. Primero, que había olvidado decirle a Claudia que me había quedado por descuido con las llaves de su casa. Segundo, que la última frase del mensaje era demasiado efusiva; escuchada en el contestador, pensé, resultaría casi cursi. Pensé en telefonear otra vez, en grabar otro recado, pero no lo hice, porque reflexioné que lo de las llaves no tenía importancia y que el énfasis de la última frase sería interpretado por Claudia como un indicio de las buenas noticias que le anunciaba. Por lo demás, y por extraño que parezca, lo cierto es que a estas alturas el silencio de mi amiga aún no había empezado a alarmarme. Yo recordaba que Claudia me había dicho que hasta el martes no tenía que volver al trabajo, y me pareció natural que aprovechara las últimas horas del último día de vacaciones para disfrutar de la playa, con su hijo y sus padres. También me pareció natural que no me telefoneara desde Calella: al fin y al cabo yo era un hombre casado y su llamada podía ponerme en un compromiso; su silencio necesariamente obedecía, deduje, a la misma lógica que le había aconsejado enfriar nuestra relación el viernes e impedir de ese modo que yo sintiera alguna obligación respecto a ella. En cuanto a su marido, es probable que el contraste tranquilizador entre las desmesuras de tragedia que mi imaginación había atribuido inicialmente a los problemas de Claudia y la mediocre dimensión conyugal que ella misma se había esforzado en otorgarles después hubiera facilitado que yo los olvidase por completo, incapaz de dar crédito a unas amenazas que sólo varios días más tarde dejaron de parecerme los coletazos agónicos y finalmente irrisorios de una relación muerta. En definitiva, estaba seguro de que, tanto si era yo quien conseguía localizarla en su casa como si era ella la que, después de oír mi recado, me llamaba a mí, no podía tardar mucho tiempo en hablar con Claudia.

Confortado por esta esperanza, que apenas necesité formularme de una forma borrosa, porque la confundí con una certidumbre, desayuné y me duché; aún estaba afeitándome cuando volvió a sonar el teléfono. «Ahí está», pensé, convencido de que mi conjetura estaba a punto de confirmarse. Dominando la impaciencia, me sequé sin prisa las manos y todavía permití que el timbre sonara un par de veces más antes de ordenar:

—Diga.

Una voz clara, de hombre, interrogó:

—¿Es el restaurante Bombay?

—No —dije, conteniendo la irritación—. Se equivoca.

—¿No he llamado al 3443542?

—Sí. Pero aquí no hay ningún restaurante Bombay.

—¿Está seguro?

A punto estuve de colgar.

—Oiga, es usted idiota o qué. Le he dicho que aquí no hay ningún restaurante Bombay. Esto es una casa particular.

—Bueno, hombre, bueno, no se ponga usted así —intentó tranquilizarme el hombre—. Será que me han dado un número equivocado. Le ruego que me perdone.

No pude excusarme, porque de inmediato colgaron. Sintiéndome un poco culpable regresé al cuarto de baño y me miré en el espejo: tenía una mejilla limpia de barba y el resto de la cara blanqueado de espuma. Mientras enjuagaba la cuchilla para acabar de afeitarme pensé: «Tranquilo, joder. Ya llamará». En ese momento noté otra vez en la boca el sabor de la aspirina.