26
Al salir del Hospital de San Pablo yo estaba desolado, y no sólo porque tuviera la certeza de que había perdido para siempre a Luisa, sino sobre todo porque mientras esperaba un taxi para volver a mi casa me deslumbró con un resplandor de desastre una verdad apabullante, una verdad que en aquel momento juzgué elemental e inapelable, y que me asombró no haber reconocido antes. Y era que yo no sabía vivir, que no había sabido vivir nunca, que nunca sabría vivir. Hundirme por un momento hasta el fondo en el pozo pestilente de la autocompasión me procuró un alivio notable; y nada extraño, supongo, porque si las circunstancias de mi desdicha me habían llevado a la convicción de que yo no era otra cosa que un pobre hombre, ellas también me habían inducido a creer que ya había agotado mi cupo de calamidades y que por tanto en el futuro podía sentirme invulnerable a ellas. La primera de estas dos conclusiones era por supuesto atinada, pero no la segunda: no conocía yo por entonces la asombrosa soltura con que la realidad es capaz de persuadirnos de que, por mal que nos vayan las cosas, siempre pueden irnos mucho peor todavía.
Había un recado en el contestador automático cuando llegué a casa. «Tomás, soy Alicia», decía. «Se te ha olvidado que a las doce tenías un examen, ¿verdad? La que has armado, hijo. Los estudiantes le han ido con el cuento a la decana, que está que trina; de Llorens ni te hablo: a grito pelado anda por ahí proclamando que te va a poner en la calle. Haz el favor de llamarme cuanto antes, a ver si todavía somos capaces de arreglar algo. Bueno, hasta luego entonces, encanto». Aguanté a pie firme una oleada de angustia mientras oía el recado. Miré el reloj: eran las tres y diez. El teléfono sonó antes de que pudiera llamar a Alicia. Como quien piensa en voz alta pregunté:
—¿Alicia?
—¿Cómo dice?
—¿Eres tú, Alicia?
—No, señor —dijo una voz claramente masculina—. Se equivoca.
—Entonces quién es.
La voz se crispó.
—Y a usted qué le importa.
Desconcertado, por un instante tuve la impresión de que ya había vivido esa situación antes, o de que la había soñado. Tratando de conservar la calma, contemporicé:
—Ha sido usted quien me ha llamado, ¿verdad?
—Sí —dijo—. Pero eso no le da derecho a según qué cosas.
—¿Me da derecho a preguntarle qué se le ofrece?
—Haber empezado por ahí. —Bruscamente sedosa, la voz inquirió—: ¿Es el restaurante Bombay?
En un segundo pasé del desconcierto a la perplejidad, y finalmente, porque de golpe creí haber reconocido la voz, a la irritación. No pude o no quise contenerla.
—Oiga, me está usted tomando el pelo o qué —dije—. Es la tercera vez que llama preguntando por ese restaurante.
—¿Yo? ¿Por el Bombay? —preguntó, cínicamente—. Imposible. No he estado nunca en él. Lo único que sé es que está en la calle Santaló, pegando a Vía Augusta, y que el teléfono es el 3443542; de buena tinta sé también que es excelente. Pero ni una palabra más. Ahora, si me he equivocado de número, le pido disculpas.
—No hace falta —dije—. Váyase a la mierda.
Colgué. Descolgué y, mientras marcaba el número del departamento, advertí que me temblaba la mano.
—¿Alicia?
—Ah, Tomás. Ya iba siendo hora. ¿Se puede saber dónde coño te habías metido?
—Lo siento, Alicia. Es que…
—Déjate ahora de excusas. Acabo de hablar con la decana. Por lo visto ha conseguido ponerse de acuerdo con los estudiantes para que el examen sea mañana. A las doce. No te pregunto si te parece bien porque te tiene que parecer bien.
—Me parece fantástico. No sé cómo se me ha podido olvidar… Bueno, en realidad sí lo sé. En fin, por lo menos así se arregla todo, ¿verdad? ¿Qué dice Llorens?
—Nada. Le ha faltado tiempo para lavarse las manos.
—Mejor. Puedes decirle a la decana que mañana estaré ahí a las doce. Sin falta. Que no se preocupe.
—No, si aquí el único que debería estar preocupado eres tú. Porque de que todo arreglado nada, ¿eh? En una de éstas te vas a comer un marrón de alivio. Si es que no te lo has comido ya.
Como si no hubiera oído a Alicia pregunté:
—Por cierto, ¿cómo está?
—Pues mira, ya que lo preguntas te diré la verdad: un poco hasta las tetas de tener que aguantar los gritos de la decana por culpa de tus gilipolleces. Por lo demás, bastante bien: separada y sin compromiso. Y esperando que me invites a la copa que me debes.
Como, era evidente, no había entendido la pregunta, aclaré:
—Perdona, Alicia, pero me refería a la decana.
—Tú siempre tan galante, chato —suspiró—. La decana. ¿Y cómo quieres que esté la decana? Pues subiéndose por las paredes: hasta las narices del departamento, hasta las narices de Llorens y hasta las narices de mí. Y encima están los estudiantes, que siguen con el follón de las matrículas y amenazan con organizar una huelga que te cagas. En fin. Hasta al pobre Ignacio le montó una bronca el viernes. Sólo faltabas tú para acabar de arreglarlo.
—Por lo menos se habrá quedado tranquila poniendo el examen mañana —aventuré.
—¿Tranquila? Estás loco o qué. Esa mujer no ha estado tranquila en su vida. Y menos ahora. En realidad —titubeó—, bueno, en realidad sólo conozco una manera de tranquilizarla.
—¿Cuál?
—¿No me digas que no te la imaginas?
El tono de la pregunta hizo que me la imaginara.
—No seas bruta, Alicia.
—No soy bruta. En este mundo no hay bicho más peligroso que una mujer insatisfecha, por decirlo con una palabra distinguida. Que hay que ver lo fina que me estoy volviendo últimamente, ¿no? Pero te aseguro que es verdad, que yo de esto sé un rato. De mujeres, me refiero. Claro que también es verdad que mujeres satisfechas, lo que se llama satisfechas, hay bien pocas que lo estén. Primero porque los tíos no estáis por la labor: a vosotros lo que os va es hablar del asunto, contárselo a los amigos y meneárosla. Y después porque, qué quieres, chico, yo es que creo que a nosotras es que nos va la marcha.
—Claro, claro —dije, por decir algo, y luego, como si le pidiera una opinión, comenté—: A lo mejor debería hablar con ella.
—¿Con la decana? Toma, claro. No sé si te va a servir de mucho, pero… Bueno, además está lo del perfil de tu plaza.
—Marcelo me dijo que eso estaba arreglado.
—Estaba arreglado, pero no sé si todavía lo está. Por cierto, ¿sabes que se ha roto la clavícula?
—¿La decana? —pregunté sin pensar.
—No caerá esa breva —contestó, sarcástica—. Marcelo.
Mentí:
—Me lo ha contado por teléfono.
—Dice que se cayó por las escaleras de su casa. ¡Ja! Ya ves tú quién va a creerse ese cuento.
—Por qué va a ser un cuento.
—No seas inocente, Tomás. Parece mentira que no conozcas a Marcelo: eso ha sido cosa de una masajista que se pasó de rosca, hombre, una de esas guarronas de las saunas que tanto le gustan. Como si lo estuviera viendo… Pero, en fin, a lo que iba. Esta mañana se ha presentado con el vendaje ese tan resultón que llevaba y, como sabía que no habías hablado con la decana del perfil, se lo dije. Así que habló con ella y parece que salió con la idea de que aceptaba cambiarlo.
—Eso también me lo ha contado a mí.
—Bueno, pues esta mañana la tía vociferaba que, de lo de cambiar el perfil, nada de nada. Que lo que tenía era ganas de empurarte.
—Es comprensible: estaba cabreada —comenté con un hilo de voz, poniéndome en la piel de la decana. No me gustó el silencio de Alicia, así que dije—: Oye, no creerás que hablaba en serio, ¿verdad?
—Francamente, Tomás: me parece que sí —contestó, implacable—. ¿No te he contado cómo se ha puesto? No creo que intente ir más allá, pero lo que es seguro es que te va a abrir un expediente. Por eso te digo que no sé si te va a servir de mucho hablar con ella. Ni siquiera creo que Marcelo…
—Está fuera.
—Ya lo sé, aunque me parece que con la decana él ya ha quemado todos sus cartuchos. De todos modos, por intentarlo no se pierde nada. O a lo mejor sí, vete a saber, tal y como están las cosas… Porque lo peor es que, no sé, es como si esta mujer se hubiera tomado este asunto como algo personal; aunque, claro, en realidad se lo toma casi todo como algo personal. Entiéndeme: no es que piense que le faltan razones para empurarte; al contrario, le sobran: hay que ser un verdadero merluzo para no presentarse al examen después de la que se armó en junio, y encima con la oposición de por medio. Pero la verdad, no sé, chico, si vieras cómo se ha puesto… Ni que le hubieras hecho algo, oye… En fin, ya te digo que es una histérica. Y lo repito: lo que necesita es que alguien la tranquilice de una vez, no sé si me explico…