17
Poco después de las ocho llegué al Oxford. En cuanto me vio entrar, a Ignacio se le iluminó la cara: se levantó, abrió los brazos, calurosamente me abrazó; luego arrimó una silla a la mesa en torno a la que ya se hallaba reunido un grupo de personas. Brevemente saludé a los conocidos: Antonio Armero, catedrático de latín de la Autónoma; José María Serer y Jesús Moreno, compañeros del departamento; Emili Balsa, catedrático de catalán en un instituto de enseñanza media; y Abdel Benallou, un estudiante marroquí que había conseguido una beca de una universidad de Marrakech para escribir su tesis doctoral en Barcelona, con Ignacio, quien sólo había aceptado dirigírsela después de convencerle de que el verdadero autor del Quijote no era Cide Hamete Benengeli. Ignacio me presentó también a Bill Peribáñez, un profesor joven, alto, delgado, con gafas, recién llegado de Estados Unidos, que vestía con pulcritud no exenta de alguna afectación, y a Javier Cercas, un antiguo alumno suyo, profesor de instituto con veleidades literarias, que acababa de publicar un artículo sobre Baroja que por casualidad yo había leído y que, pese a parecerme insuficiente y torpe, no dudé en elogiar.
Durante unos minutos Ignacio y yo estuvimos conversando aparte. Hablamos del verano y de París, de donde Ignacio acababa de llegar; también, brevemente, de mi artículo sobre Azorín. En algún momento mencioné el hecho de que Marcelo estaba al caer.
—Qué raro —se extrañó—. Hace siglos que no viene por aquí. —Súbitamente alarmado, preguntó—: Oye, no querrá hablar él también de lo de las matrículas.
—Creo que no.
—Menos mal, chico. No sabes lo pesados que se han puesto con este asunto. No me han dejado hacer nada en todo el día. Ya puedo contarles que yo no sé nada de eso, que bastante hice con presidir la comisión de los nuevos planes… Como para encima tener que acordarme ahora de cómo funcionan. Pues nada: no ha habido manera. La decana se ha pasado la mañana llamándome a casa, mira que es pesada esa mujer, oye. Así que por la tarde, en previsión de que la cosa continuara, he cogido y me he ido al cine. Por cierto, ¿has visto La mujer del cuadro, de Fritz Lang?
—Sí —dije, y un escalofrío de fiebre me recorrió la espalda—. La fui a ver la semana pasada.
—Yo ya la había visto alguna vez —reconoció—. Pero te digo la verdad: hoy me ha decepcionado un poco.
Un camarero puso sobre la mesa un plato con avellanas y almendras; le pedí una cerveza y un par de aspirinas. Ignacio me preguntó si me encontraba mal; le dije que no.
—¿De qué estábamos hablando? —preguntó.
—De La mujer del cuadro.
—Ah, sí. Bueno, en realidad se titula The woman in the window, ¿verdad?; es decir: La mujer del escaparate.
—Decías que te había decepcionado.
—Un poco sí, la verdad. —Cogió un par de avellanas, se las echó a la boca y las masticó reflexivamente. Luego, acariciando el vaso de whisky, donde flotaban un par de pedazos de hielo, explicó—: Vamos a ver. Un profesor que está de Rodríguez en Nueva York va a cenar con unos amigos a su club, y al salir se para delante de un escaparate donde se exhibe el retrato de una mujer preciosa. De golpe esa mujer aparece a su lado y le invita a ir a su casa a ver otros cuadros del mismo pintor, pero cuando están en casa de la mujer irrumpe un energúmeno a quien el profesor no tiene más remedio que matar. A partir de este momento el profesor, Richard Wanley se llama, se ve envuelto en una auténtica pesadilla. En vez de entregarse a la justicia, que probablemente lo declararía inocente (al fin y al cabo el profesor mató en defensa propia), se libra como puede del cadáver del energúmeno; en vez de rehuir a uno de sus amigos del club, que es el fiscal del distrito y está encargado de investigar el caso, le acompaña en sus pesquisas e incluso, como si se sintiera vertiginosamente atraído por su propia perdición, como si íntimamente quisiera ser descubierto, para poder expiar así su culpa, le orienta hacia la solución del caso; para colmo de males aparece el guardaespaldas del hombre que mató y le chantajea a él y a la mujer del escaparate… Ya digo, una auténtica pesadilla, y provocada además por una aventura trivial. Hasta aquí todo está muy bien: la atmósfera permanente de amenaza, ambigua y asfixiante, la torpeza de Wanley, que actúa siempre, consciente o inconscientemente, contra sus propios intereses, como si no gobernara del todo sus actos… Pero el final lo estropea todo de una forma aparatosa. En el momento en que Wanley, desesperado porque sabe que van a atraparlo, se suicida, nos enteramos de que todo ha sido un sueño; Wanley se despierta en el club donde había cenado con sus dos amigos, al principio de la película: no se ha suicidado, no ha matado a ningún hombre, no ha conocido a ninguna mujer. Todo ha sido un sueño. —Ignacio miró el vaso de whisky, removió el líquido y dio un trago largo; abriendo los brazos en un gesto de desilusión, añadió—: Un desastre, ¿no te parece? Es como si al final de La metamorfosis Kafka hubiera decidido que el pobre Gregor Samsa no se había vuelto un escarabajo, sino que en realidad había soñado que se había vuelto un escarabajo. Lo dicho: decepcionante. —Ignacio siguió hablando mientras el camarero me servía y yo empujaba con un sorbo de cerveza las dos aspirinas—. Es posible que a Lang este final falso pero optimista le pareciera más digerible por el público; quién sabe si no se lo impuso la productora. Lo cierto es que en su tiempo la película tuvo un éxito enorme y que hoy todo el mundo se acuerda de ella. En cambio, bueno —añadió tímidamente, como si se avergonzara de lo que a continuación iba a decir—, yo no sé si has visto Perversidad.
Negué con la cabeza.
—¿También es de Fritz Lang?
—También. Si no recuerdo mal, La mujer del cuadro es del 44; Perversidad es del año siguiente. Los actores principales son casi los mismos: Edward G. Robinson desempeña en las dos películas el papel de protagonista; Joan Bennet, el de femme fatale; y Dan Duryea, que es uno de mis malos favoritos, hace naturalmente de malo. Me parece que anda también por ahí algún actor secundario común, y además tanto La mujer del cuadro como Perversidad transcurren en Nueva York. Ya te digo que las dos películas se parecen mucho, aunque Perversidad la produjo el propio Lang; a lo mejor por eso es mejor que La mujer del cuadro: porque con ella no estaba sometido a ningún tipo de presiones y gozaba de una libertad casi absoluta… El protagonista de Perversidad también es un pobre hombre, bondadoso y algo infeliz, un cajero casado con una mujer fea e intratable, que ni siquiera le deja dedicarse a su única afición, que es pintar. Como la de Wanley, la vida del cajero pintor cambia cuando conoce a una mujer ligera de cascos, una joven preciosa que, animada por su chulo, le saca el dinero al pobre hombre, que tiene que cometer un desfalco en su oficina e incluso permite que sus cuadros se vendan como si fuera ella quien los hubiera pintado. Pero la paciencia o la inocencia del protagonista se agota el día en que se entera de que la chica tiene un chulo; entonces la mata y deja que acusen del crimen al chulo, y que lo condenen a muerte. Como el profesor de La mujer del cuadro, el pobre cajero se ve envuelto en una pesadilla, pero la diferencia es que aquí la chica es real y la muerte también es real. No sólo eso: se descubre el desfalco y le despiden de la oficina, y acaba convertido en un vagabundo, solo y loco de remordimiento por haber asesinado a la mujer que quería y haber permitido que se condenase a muerte a un inocente. Terrible, ¿no? Yo creo que Perversidad tiene todas las virtudes de La mujer del cuadro, pero ninguno de sus defectos: en La mujer del cuadro se cuenta una pesadilla atroz, pero al final resulta que esa pesadilla es sólo un sueño, y nos dejan salir del cine tranquilizados y seguros de que esas cosas sólo pasan en las películas; en Perversidad también se cuenta una pesadilla, pero esa pesadilla es real: aquella en que cualquiera puede ver convertida su vida por obra de la fatalidad o de una decisión equivocada. De esta forma la película es mucho más dura, pero también, aunque a lo mejor ya nadie se acuerde de ella, mucho mejor. —Ignacio sonrió, modesto y escéptico, y me ofreció un cigarrillo—: Por lo menos eso es lo que me parece a mí ¿Tú qué opinas?
Acepté el cigarrillo, pero no pude opinar nada, porque Cercas, que había estado escuchando con mal reprimida impaciencia, aprovechó el silencio que precedió a mi respuesta frustrada y, echando mano de la separata del artículo sobre Baroja que le había regalado a Ignacio y que éste había dejado sobre la mesa, entre las bebidas y los ceniceros, puso punto final a la excursión cinéfila de Ignacio llamando su atención sobre algún pormenor del escrito.
Me desentendí de Baroja y de su escoliasta. A la tertulia del Oxford seguía llegando gente, que se acomodaba como podía en torno a las dos mesas que ocupábamos. En la barra y en las otras mesas sólo había unos pocos clientes. Miré el reloj: eran las ocho y media. Me sentía inquieto y febril, y cada vez que se abría la puerta me volvía para ver si era Marcelo. En algún momento apareció Andreu Gómez, a quien le faltó tiempo para acercarse, darme un apretón de manos y contarme con su laborioso tartajeo las incidencias escabrosas de alguna reunión de medievalistas celebrada en Salamanca. Luego Andreu Gómez se sentó entre José María Serer y Jesús Moreno, y yo aproveché para llegarme hasta el baño y lavarme a conciencia las manos. Cuando regresé, la tertulia se había atomizado: Javier Cercas seguía monopolizando la atención de Ignacio, que ladeaba hacia él una expresión concentrada y afable; Bill Peribáñez, Emili Balsa y un señor de terno azul, que acababa de llegar, estaban enfrascados en una discusión literaria o política; José María Serer, Jesús Moreno, Abdel Benallou y otro joven cuya cara me sonaba celebraban muertos de risa un chiste que acababa de contar Andreu Gómez, mientras, a mi izquierda, una muchacha de pelo castaño y liso, de grandes ojos inteligentes, hablaba al oído de Antonio Armero, que sonreía beatíficamente, con la mirada perdida más allá de las cristaleras. Al rato la conversación volvió a unificarse. Alguien, tal vez Peribáñez, sacó a relucir el nombre de Cansinos-Asséns, sobre el que quizás había escrito o estaba escribiendo algo; se elogió La novela de un literato, El movimiento V. P.; Moreno ponderó las traducciones.
—Por ahí sí que no paso —intervino Armero, que había estado escuchando con mucho interés, las dos manos apoyadas en el puño plateado de su bastón—. Que se elogien los libros mediocres de un escritor mediocre, vaya y pase. La erudición tiene estas cosas, supongo: por malo que sea un libro, basta que no lo haya leído demasiada gente para que al erudito le parezca bueno; o diga que le parece bueno. No creo que así se vaya a ninguna parte, pero en fin… Ahora, de ahí a dar por buena una estafa…
—¿Una estafa? —protestó Serer.
—Una estafa —repitió Armero, frunciendo los labios en un gesto enérgico—. Traductor de Las mil y una noches, traductor de Dostoievski… ¡Tonterías! ¿Quién sabía ruso o árabe en la España de aquella época? —Con una pausa prolongó la interrogación—. Nadie —contestó por fin—. Y, menos que nadie, Cansinos, que era un tipo casposo y no demasiado culto, y que por supuesto traducía del francés. Cansinos era un estafador.
Ofendido o incrédulo, Moreno alegó la opinión de Borges.
—Borges era otro estafador —sentenció Armero—. Lo que pasa es que, a diferencia de Cansinos, Borges era un estafador genial.
Una carcajada unánime saludó la frase de Armero, quien, ligeramente confundido por su éxito inesperado, se ruborizó y, afirmándose sobre el puño del bastón, se inclinó hacia Ignacio para aclararle, con una sonrisa pueril, el sentido de su involuntaria humorada. Mientras tanto, Cercas aprovechó de nuevo la estratégica posición que ocupaba en la tertulia (se había sentado al lado de Ignacio) y se las arregló para que la conversación derivase hacia Baroja. Habló del estilo de Baroja, de su influencia sobre el de otros escritores, mencionó a Azorín. Entonces Ignacio dijo que precisamente yo estaba trabajando sobre Azorín.
—¿De veras? Bueno, a mí me parece que Baroja es un escritor muy superior —opinó Cercas, despectivo, y acto seguido buscó ponerme en un aprieto—: ¿A ti qué te parece?
En el bar se hizo un silencio sólido, apenas roto por una música de fondo que, muy baja, oí ahora por primera vez; lo recuerdo muy bien, porque la canción que sonaba era Stairway to heaven, y porque me pareció extraño que en el Oxford pusieran música de una banda de rock duro y antiguo como Led Zeppelin. Sentí las miradas de toda la tertulia clavadas en mí, y miré hacia la puerta, deseando fervientemente que Marcelo apareciera; no apareció. Entonces dije:
—Yo no creo que Baroja sea un gran escritor. No digo que no sea un buen novelista, que supongo que lo es; pero no es un buen escritor. En cambio Azorín sí me parece un buen escritor, aunque no sea un buen novelista. Quiero decir que un escritor y un novelista son cosas diferentes. Acuérdate de lo que decía Hemingway sobre Dostoievski —añadí, antes de que Cercas me interrumpiera—: no escribe bien, pero todo lo que escribe está vivo. Eso es un poco lo que le pasa a Baroja. A Azorín le pasa lo contrario: escribe muy bien, pero casi todo lo que escribe está muerto. Yo creo que un escritor es un artesano, mientras que un novelista es un inventor. Encontrar un buen artesano es muy dificil; casi tanto como encontrar un buen inventor. Pero que los dos se den en la misma persona es casi un milagro. Flaubert es casi un milagro; Hemingway, a su modo, también, aunque menos. Pero no Azorín. Ni tampoco Baroja, desde luego.
Acaso celoso de la tácita adhesión que cosechó este juicio, Cercas trató embarulladamente de refutarlo, citó varias veces su artículo y también un libro de Biruté Ciplijauskaité; luego, quizá porque comprendió que las cosas no estaban saliendo como había previsto, desvió con habilidad la conversación hacia las memorias de Baroja. Fue entonces cuando Serer citó una opinión de éste, según la cual la invención de don Quijote y Sancho es en literatura lo que el descubrimiento de Newton en fisica. Animando a intervenir a Abdel Benallou, que escuchaba sonriente en un extremo de la mesa, Ignacio aprobó efusivamente el dictamen.
—Nuestra época nos ha acostumbrado al prestigio de la maldad —observó—. Todo eso de que con los buenos sentimientos es imposible hacer buena literatura. O como decía mi maestro Gabriel Ferrater, que había leído muy bien a Gide y a Bataille: «Es imposible hablar de la felicidad sin poner cara de idiota». —Se rió—. Antes hablábamos de Dan Duryea, ¿verdad, Tomás? Casi siempre nos parecen más interesantes los malos que los buenos. Claro que ahí está quien es capaz de convertir la felicidad en materia memorable: ahí está don Jorge Guillén; ahí están los musicales de Vicente Minnelli. En fin. De todos modos —añadió, encogiéndose de hombros—, es cierto que la bondad y la dicha son temas que se resisten a los artistas, pero no es menos verdad que Cervantes descubrió algo que entre todos nos hemos empeñado en olvidar; a saber: que la virtud no es otra cosa que la forma en que se comporta la gente feliz, y que la verdadera aristocracia es la que forman las personas bondadosas. —Hizo una pausa y, mirando a Benallou, sonrió—: ¿Verdad, Abdel?
Benallou asintió. Ignacio continuó hablando: mencionó a Aristóteles, a Spinoza, a Voltaire; finalmente habló de Nietzsche. Aún no había acabado de hablar cuando apareció Marcelo. «Por fin», pensé. Todos los integrantes de la tertulia se levantaron de sus asientos; hubo abrazos, saludos, presentaciones. Ignacio le arrimó una silla junto a él, pero Marcelo no se sentó.
—¡Qué alegría, chico! —exclamó Ignacio, pasándole un brazo por el hombro—. ¿Cómo se te ha ocurrido venir por Oxford?
—Estuve llamando toda la tarde a tu casa. Por fin hablé con Marta y me dijo que a las ocho estarías aquí.
—Puntualmente —precisó Ignacio—. No hay como ser fiel a las propias costumbres.
Marcelo estaba visiblemente impaciente.
—Tenemos que hablar —dijo.
—Claro —concedió con alegría Ignacio—. Para eso estamos aquí, ¿no? —Haciendo un gesto hacia la barra preguntó—: ¿Qué quieres tomar?
Marcelo me miró a los ojos.
—¿No se lo has contado?
Le devolví una mirada de disculpa. A nuestro alrededor la tertulia se había reanudado. Preguntó Ignacio:
—¿Qué es lo que tenía que contarme?
—Nada —dijo Marcelo. Contradictoriamente agregó—: Vamos a otro sitio y te lo cuento.
—¿Cómo a otro sitio? —se quejó Ignacio y, como si no acabara de tomarse en serio la petición de Marcelo, comentó—: Hace no sé cuánto tiempo que no vienes por aquí y, en cuanto apareces, tardas más en entrar que en querer salir. —El camarero acababa de llegar junto a nosotros. Señalándolo, Ignacio dijo—: Anda, Marcelo, pídele algo a Isidro y siéntate de una vez.
—Por favor, Ignacio —tercié, implorándole al oído—. Se trata de algo importante. Salgamos un momento.
Ignacio me miró sin entender; luego miró a Marcelo, cuyo semblante de severidad acabó de infundir consistencia a mi súplica.
—Vaya día —se lamentó finalmente Ignacio, cediendo—. Primero la loca de la decana y ahora esto. Está visto que no voy a poder tomarme una copa en paz. A ver, Isidro, qué se debe.