18
No bien salimos a la noche, Ignacio preguntó:
—Bueno, y ahora adónde vamos.
Antes de que Ignacio propusiera regresar al Oxford, Marcelo improvisó una respuesta con un dedo triunfal.
—¡Allí! —ordenó, señalando al otro lado de la calle.
Cruzamos Muntaner por el semáforo de Arimon y entramos en El Yate, un bar iluminado por luces fuertes, de paredes color crema, de grandes cristaleras, con un espejo rectangular al fondo, que duplica fielmente el local. Nos sentamos al pie del espejo: Marcelo e Ignacio dándole la espalda; yo frente a él. Antes de que acabáramos de instalarnos nos atendió un camarero. Sin consultarnos, Marcelo pidió tres whiskies. Estúpidamente inquirí:
—¿Qué tal la presentación?
—¿Qué presentación? —se interesó Ignacio.
—La de la última novela de Marsé —explicó Marcelo, acabando de colocar la americana en el respaldo de la silla—. Ha sido este mediodía en Madrid.
—Fino novelista, Marsé —opinó Ignacio, que aún no se había resignado a quedarse sin tertulia—. Yo esta última no la he leído. ¿Qué tal es?
El camarero trajo los whiskies.
—Déjate ahora de novelas —le pidió Marcelo—. Tomás se ha metido en un buen lío.
Ahora Ignacio miró primero a Marcelo; luego me miró a mí.
—¿Qué lío?
—¿Se lo cuentas tú o se lo cuento yo? —preguntó Marcelo.
Apesadumbrado, bajé la cabeza.
—Cuéntaselo tú.
Para que un terrible drama personal se convierta en ridículo basta a menudo con oírselo contar a otra persona. Por este motivo, o quizá por el modo apresurado y un poco sarcástico en que Marcelo refirió la historia, o simplemente porque ésta en verdad era ridícula, mientras Marcelo hablaba no pude evitar sentirme el protagonista de una tragicomedia indigna. La idea me humilló, y para no verla reflejada en el rostro de Ignacio o en el de Marcelo, durante el relato de éste no aparté los ojos del espejo. Recuerdo que en algún momento no me reconocí; recuerdo que pensé: «Como un sueño».
—¡Caray, chico! —exclamó Ignacio en voz baja, cuando Marcelo hubo concluido. La cara le había cambiado: ahora estaba ligeramente pálido, y un mohín de contrariedad o espanto le torcía la boca—. ¡Menudo berenjenal! ¿Supongo que habréis dado parte a la policía?
—Qué policía ni qué policía —replicó Marcelo—. ¿Sabes lo que harán si les vamos con el cuento? Irán a buscar al marido, es lo lógico, ¿no? Bueno, pues el marido no habrá sido tan tonto como para no buscarse una buena coartada. Sus huellas ya no estarán en la casa, pero las de Tomás sí. Y además está el portero, que ha visto varias veces a Tomás, y ninguna, que sepamos, al marido. Añádele a todo eso el recado que hay grabado en el contestador y respóndeme a una pregunta: ¿qué es lo que crees que va a pensar la policía?
—Pues la verdad, no sé…
—Yo te lo diré —lo atajó Marcelo—. Que Tomás ha matado a la chica y ha ido a denunciar al marido antes de que le acusen a él de haberlo hecho. No pueden pensar otra cosa, por la sencilla razón de que no hay ni una sola prueba que acuse al marido, y un montón de ellas que acusan a Tomás. A mí me parece evidente.
—Hombre, tanto como evidente… —Ignacio reflexionó un momento y dijo—: Mira, Marcelo, a mí ni siquiera me parece seguro que la pobre chica esté muerta. Podría estar en la playa. O en cualquier otro sitio. Qué sabemos nosotros.
—En la playa no puede estar, ya te lo he dicho —insistió Marcelo—. Y en cuanto a que esté en otro sitio, no digo que no, pero imagínate que de verdad está muerta. Reconocerás que no es imposible. Bueno, y entonces qué.
Antes de que Ignacio contestara le alargué la noticia que había recortado en Las Rías.
—Es que está muerta —dije—. Lee esto.
Ignacio cogió el recorte y lo leyó.
—¿Qué es eso? —preguntó Marcelo.
—¿Es ella? —preguntó Ignacio, levantando la vista del papel y mirándome con una mezcla de asombro y desolación, como si no acabara de dar crédito a lo que había leído, o como si me estuviera viendo por primera vez, la boca torcida en una mueca consternada que pareció intensificar de golpe la tenue palidez que su rostro había conservado hasta entonces. Asentí. Marcelo le arrebató el recorte y lo leyó mientras Ignacio buscaba un retazo de esperanza al que aferrarse—: A lo mejor es una coincidencia, ¿no? Quiero decir que hay muchas chicas morenas de la edad de la nuestra, y hasta con las mismas iniciales.
—Desengáñate, Ignacio —dije, cabeceando como si me disculpara—. Es ella.
—O quizá no —concedió Marcelo, que después de leer el recorte lo rompió y lo tiró al cenicero—. Es verdad que podría ser otra, Ignacio. En realidad no podemos tener la seguridad de que sea ella. Pero imagínate que lo es. Por lo menos reconocerás que hay muchas posibilidades de que lo sea.
Ignacio se encogió de hombros, resignado.
—Pues no sé, chico —admitió—. Supongo que sí.
—Entonces hay que escoger: o vamos a la policía y nos atenemos a las consecuencias o hacemos lo que yo creo que hay que hacer.
—¿Que es? —preguntó Ignacio.
—Entrar en casa de la chica. —No sé por qué, pero fue en ese momento cuando creí simultáneamente entender tres cosas. Primero: que Marcelo había ideado un plan muy preciso de lo que convenía hacer. Segundo: que, a diferencia de lo que me ocurría a mí, Marcelo no tenía miedo; o, si lo tenía, sabía muy bien cómo ocultarlo. Y tercero: que para Marcelo el embrollo en el que me había metido (y en el que de rebote le había metido a él) no constituía un drama, ni un grave problema que había que intentar resolver, ni siquiera una tragicomedia torpe y ridícula, sino un tardío regalo que inesperadamente le brindaba el azar, una aventura exaltante, arriesgada y maravillosa que por nada del mundo estaba dispuesto a perderse, aunque sólo fuera porque podía permitirle resarcirse en parte del ocio sin gloria de su vida de profesor sedentario. Quizá porque me prometía que Marcelo iba a llegar conmigo hasta el final, esta idea, que pudo haberme enconado contra mi amigo por la sospecha de frivolidad que le atribuía, me tranquilizó—. Si no hay cadáver, fantástico: volvemos a salir como si no hubiera pasado nada y nos vamos a tomar un whisky para celebrarlo. Pero si hay cadáver (que yo creo que desgraciadamente va a haberlo), no salimos de la casa hasta que la dejemos como si Tomás no hubiera estado nunca allí.
—Pero, Marcelo, eso es peligroso —objetó Ignacio, adelgazando una voz de espanto.
—Más peligroso es que descubran el muerto y que Tomás tenga que cargar con él.
—En eso supongo que tienes razón —reconoció Ignacio—. De todos modos, a mí me parece dificil entrar en la casa sin que nadie se entere y limpiarla y… Y bueno, además, está el cadáver de la chica.
—Sólo si nosotros lo dejamos allí.
—¿No querrás sacarlo?
—¿Y por qué no?
—Porque lo más seguro es que nos vea cualquiera —intervine—. Empezando por el portero.
—Depende de cómo lo saquemos. Pero, en fin, de eso ya hablaremos más tarde —prosiguió en otro tono—. Ahora lo que importa es entrar en la casa. Cuando estemos dentro ya veremos.
Con una sombra de inquietud en la voz, Ignacio preguntó:
—¿Y cómo pensáis entrar?
—Tenemos la llave —dijo Marcelo—. No se te habrá olvidado, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
—Ah —suspiró Ignacio, aliviado—. Entonces no hay problema.
—Te equivocas: hay problema —le corrigió Marcelo—. La otra vez Tomás no pudo abrir con ella la puerta.
—¿De verdad? —inquirió, alarmado. Volví a mover la cabeza, esta vez afirmativamente. Ignacio pareció cavilar un instante, haciendo girar entre sus dedos el vaso de whisky, y después de dar un sorbo comentó—: Bueno, no te preocupes: se vuelve a intentar y se acabó. Ya se abrirá.
—No podemos arriesgarnos a que no se abra —aseguró Marcelo—. ¿No te das cuenta, Ignacio? No podemos estar entrando y saliendo todo el día del edificio. Si entramos una vez, tiene que ser la buena.
Ignacio entrecerró los párpados, comprensivo y desazonado. Ingenuamente preguntó:
—¿Entonces?
Posando en su hombro una mano de compinche, Marcelo le miró en los ojos, y una sonrisa malvada le estiró los labios. Sin duda Ignacio ya había comprendido antes de que Marcelo dijera:
—Para qué te crees que hemos venido aquí. ¿Para pedirte consejo?
Con genuina incredulidad le recriminó Ignacio:
—No me jodas, Marcelo.
—Mira, Ignacio —dijo Marcelo con lentitud, como dándose tiempo para encontrar las palabras que debía usar a continuación, y mientras lo hacía una tos seca, breve y profunda borró de golpe la sonrisa que flotaba en sus labios. Cuando amainó la tos, recorrió con el índice y el pulgar la línea velluda de sus cejas y prosiguió—: Hay que entrar como sea en ese piso. Es la única forma de intentar sacar a Tomás del apuro. ¿Te das cuenta de la que puede caerle encima como encuentren a la chica antes de que nosotros entremos?
Ignacio asintió con pesadumbre. Dijo:
—Me lo imagino.
—¡Pues entonces, hombre! —insistió—. Si nosotros no le echamos una mano, ¿quién se la va a echar? Para algo servirán los amigos, digo yo.
—Ya, ya —aceptó Ignacio, tal vez un poco avergonzado—. Pero, chico, esto es otra cosa… Además, ten en cuenta que yo soy padre de familia y…
—No me vengas con cuentos, Ignacio, por favor. Hay que abrir esa puerta, y a lo mejor nosotros no somos capaces de hacerlo. En cambio, tú… Me acuerdo de que tu padre siempre decía que eras el mejor cerrajero de Barcelona.
A Ignacio la frase le endulzó el rostro.
—Bueno, ya sabes cómo era papá. —Se le escapó una sonrisa—. Aunque, en fin, para qué voy a mentir —agregó, mirando con falsa modestia sus dedos largos y delicados, que movió como si fueran varillas de un abanico que se abre y se cierra a velocidad de parpadeo—, la verdad es que el oficio no se me daba del todo mal.
—No seas modesto, Ignacio —le halagó ladinamente Marcelo.
—Recuerdo que una vez… —empezó a contar Ignacio.
—Por favor, Marcelo —le interrumpí—. No metas a Ignacio en esto.
—¿Por qué no te callas de una vez y me dejas hacer a mí, Tomás? —me reprendió Marcelo—. Bastante liadas están ya las cosas como para que me salgas ahora con escrúpulos de conciencia.
Ignacio terció conciliador.
—No, Tomás, si Marcelo tiene razón. Lo que pasa es que… —Hizo un gesto dubitativo, y luego un silencio, durante el cual se miró con desconsuelo sus manos de pianista, muertas ahora sobre la mesa, y pareció meditar, pero enseguida, en un tono más animado, como si acabara de adoptar una decisión impecable, que iba a satisfacernos a todos, agregó golpeando con sus manos recién resucitadas el filo de la mesa—: Mirad, vamos a hacer una cosa: volvemos a Oxford, nos tomamos tranquilamente la última copa, charlamos un ratito, nos olvidamos de todo esto y me dais un par de días para que lo piense.
—Imposible —afirmó tajante Marcelo—. Si lo hacemos, hay que hacerlo de inmediato.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo.
Derrotado por la intransigencia de Marcelo, Ignacio pareció recuperar de golpe su palidez de hombre atribulado.
—Bueno, tampoco hace falta que sea ahora mismo —traté de mediar, convencido de que a Ignacio le sentaría bien tomarse un tiempo para hacerse a la idea—. Podemos dejarlo para mañana, ¿no? Total…
—Mañana será demasiado tarde —dijo Marcelo—. ¿No os dais cuenta? Mientras más tardemos en arreglar este asunto, más posibilidades habrá de que a la familia o a la policía se les ocurra pasar por el piso, o de que los vecinos se huelan el muerto. Y nunca mejor dicho.
—Hombre, Marcelo, a mí, la verdad, me parece un poco precipitado —porfió Ignacio.
—Precipitado por qué.
—No sé, chico. Es que esto es una cosa muy seria, y así, de golpe, pues la verdad… Además, Marta me espera para cenar.
—Pues la llamas y le dices que no vas.
—Sí, sí —se burló Ignacio, esforzándose en vano por componer otra vez una sonrisa—. Cómo se nota que no la conoces.
—Claro que la conozco. Está bien: hablaré yo con ella.
—Cómo se te ocurre. Entonces sí que no salgo.
—Pues hazlo tú.
—Ignacio, por favor, déjalo ya —dije, abandonándome al desaliento—. No le hagas caso.
—Que te calles de una vez, coño.
—Como queráis —transigió finalmente Ignacio, menos convencido que resignado—. Todo esto me parece cosa de locos, pero qué se le va a hacer. Subiré a casa, recogeré mis cosas y le contaré un cuento a Marta; algo se me ocurrirá por el camino, digo yo. De todos modos, cuando salga de casa vosotros me estáis esperando abajo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —convino Marcelo sin ocultar su satisfacción y, antes de que Ignacio pudiera arrepentirse, dejó un billete de dos mil pesetas sobre la mesa y se levantó—. Andando.
Sin duda porque me sentía culpable, mientras salíamos de El Yate me arrimé a Ignacio y, sin demasiada convicción y sin que Marcelo me oyera, le rogué al oído:
—Ignacio, por favor, no te sientas obligado a venir. Esto es un problema mío y tengo que solucionarlo yo solo.
Como si no me hubiera oído, o como si hablara consigo mismo, Ignacio rezongó:
—Esto de tener amigos es una porquería, chico.