14

Mientras esperaba el ascensor en el hall de la facultad vi a Bulnes acercándose pesadamente por el pasillo, enorme, patizambo y barbudo, asintiendo con gravedad profesoral a las explicaciones de una estudiante negra. Por un momento, porque no ignoraba que, pese a sus tardíos esfuerzos de adaptación a la realidad, Bulnes seguía perteneciendo a ese tipo de gente que sólo defiende sin reservas y sin preguntas una causa cuando sabe que está de antemano perdida y puede por tanto ejercitar en la derrota prevista la indignación moral que le produce el desorden del mundo, y porque de golpe sentí una urgencia casi fisica de confiar en alguien y el aspecto de gladiador inocentón de Bulnes me resultó bruscamente acogedor, pensé en esperarle y en pedirle que intercediera para que Llorens hablara con la decana, pero a la puerta de la facultad la estudiante negra se despidió de él y se le unió Andreu Gómez, un medievalista rubio, tartamudo y aficionado a contar chistes verdes, que me intimidaba un poco por el descontrol entorpecido y agresivo de su verba y porque siempre que me encontraba con él en los lavabos le veía salir de allí, hubiera hecho lo que hubiera hecho, sin lavarse las manos. No me sentía con ánimos de enfrentar a Gómez, así que subí por las escaleras.

Cruzaba frente a la puerta de la oficina del departamento cuando, como si hubiera estado esperándome, Alicia asomó la cabeza.

—¿Has hablado con Llorens?

Sin detenerme le dije que sí. Alicia insistió:

—¿Y?

En ese momento se me ocurrió una idea. Di media vuelta y, como pensé que Bulnes y Gómez estarían a punto de aparecer por el pasillo, para poder hablar a solas con Alicia la empujé dentro de la oficina y cerré la puerta.

—Te has enterado, ¿no? —pregunté.

Alicia entornó los ojos y cabeceó afirmativamente.

—Ya te advertí que podía haber problemas —dijo, cargándose de razón—. ¿Qué te ha dicho Llorens?

—Que no piensa pedirle el cambio de perfil a la decana.

—No me extraña. Es un maricón y un comemierda. Y además la decana está hasta el moño de nosotros. Esta mañana ha vuelto a armarla con lo de las matrículas: como para que Llorens le vaya ahora con lo tuyo… Bueno —suspiró—, qué piensas hacer.

—No lo sé —mentí, mirándome la punta deslustrada de los zapatos.

—Pues averígualo pronto. El cambio hay que pedirlo cuanto antes, porque mañana seguro que ya lo habrán enviado al rectorado, si es que no lo han hecho hoy. Y una vez en el rectorado…

Levantando de golpe la vista, propuse:

—Oye, a lo mejor podrías hablar tú con ella.

No bien me oí pronunciarla me arrepentí de esta frase, y no tanto por la cobardía que delataba cuanto porque súbitamente me pareció la cima de la mezquindad preocuparme por mi futuro sabiendo que Claudia estaba muerta.

—¿Con quién? ¿Con la decana? —preguntó Alicia, incrédula y a punto de echarse a reír—. ¿Estás loco, o qué?

—Olvídalo, Alicia —le pedí, acobardado por la certidumbre angustiosa de que todo lo que hacía o decía sólo contribuía a empeorar la situación; abriendo la puerta de la oficina para salir, añadí—: Perdóname. No sé cómo se me ha ocurrido pedirte una cosa así.

Alicia me cogió de un brazo y dijo:

—Espera un momento, Tomás.

Cerró la puerta y, sin soltarme el brazo, me pasó una mano maternal por el pelo, me miró a los ojos con sus grandes ojos negros e irónicos, sonrió.

—Si pudiera lo haría, Tomás —dijo sin que la voz se le hubiera contagiado de la suavidad de la mirada—. Pero no puedo. Hay cosas que puedo hacer y cosas que no puedo hacer, y ésta es de las últimas. Yo no puedo actuar fuera del departamento como actúo dentro, sólo soy una auxiliar administrativa, no sé si te das cuenta, y una auxiliar administrativa no puede andar por ahí pidiéndole a la decana que cambie el perfil de la plaza de un profesor… —Endulzó la sonrisa para añadir—: Lo entiendes, ¿verdad?

Creo que fue en ese momento cuando por vez primera sentí por Alicia una especie de ternura. Intentando salvar un resto de dignidad, me apresuré a asentir.

—No te preocupes —dije—. Ya me espabilaré.

—Lo que tienes que hacer es hablar con Marcelo —dijo, muy convencida—. Él sí que puede convencer a la decana, ya sabes que son amigos desde hace tiempo y que…

—Sí, ya lo sé —dije, aunque también sabía que hasta por la noche no podría hablar con Marcelo, y que para entonces ya sería demasiado tarde—. Hablaré con él.

—Si quieres le llamo ahora mismo a su casa.

—No te preocupes, Alicia. Le llamaré yo.

—Como quieras. Pero hazlo enseguida. Cuanto más tardes, peor.

Recogí la correspondencia que había en el buzón.

—Bueno —forcé una sonrisa—. Me voy.

Alicia no se había movido de al lado de la puerta. Mirándome a los ojos preguntó:

—Oye, Tomás, ¿te encuentras bien?

—¿Por qué lo preguntas?

—No sé —dijo—. Tienes mala cara.

—Me parece que tengo un poco de fiebre —reconocí—. Últimamente no duermo muy bien. Seguro que no es nada. Ya se me pasará.

—Eso espero. Y en cuanto a las oposiciones, en serio, yo de ti no me preocuparía: llama ahora mismo a Marcelo y dile que hable con la decana; ya verás como él lo arregla. Para estas cosas tiene muy buena mano. Y por cierto —dijo, alegrando bruscamente la voz—, supongo que la copa sigue en pie.

—¿Qué copa? —De golpe recordé: me pareció increíble que el día anterior se me hubiera ocurrido invitar a Alicia a tomar una copa, como si la idea no hubiese sido mía, sino de alguien que hablase por mí, y de nuevo volví a sentir que era incapaz de gobernar del todo mis actos, como en esos sueños donde uno hace siempre lo contrario de lo que quiere, o de lo que debería hacer—. Ah, sí —dije—. Claro que queda en pie. Cualquier día de éstos nos la tomamos.

Fui al despacho, abrí la correspondencia y la examiné: la mayor parte fue a parar a la papelera; el resto lo dejé sobre la mesa. Miré el reloj: era la una y media. Salí del despacho y cerré la puerta, y cuando había recorrido ya la mitad del pasillo advertí que delante de la puerta de la secretaría había un grupo de profesores conversando con algún acaloramiento; reconocí a Llorens, a Bulnes, a Andreu Gómez, a Jesús Moreno; también reconocí a Alicia. Tal vez porque era Llorens quien llevaba la voz cantante en el grupo, temí que estuvieran discutiendo sobre mí, de modo que di media vuelta y salí del departamento por la puerta trasera, que estaba en el otro extremo del pasillo, muy cerca de mi despacho. Rápidamente bajé las escaleras, y recuerdo que en el hall me crucé con Berta Vidal y Viñolas, una catedrática de literatura alemana, arrogante, fornida y viril, a quien Marcelo llamaba indistintamente La Gran Berta y Berta Vidal und Viñolas, y que, aunque yo había conversado varias veces con ella en presencia de Marcelo, por fortuna se limitó a saludarme con un parpadeo de soberbia. Ya estaba a punto de salir de la facultad cuando alguien me tocó en el hombro. Me volví asustado, como si acabaran de sorprenderme en falta.

—¿Qué tal, Tomás? ¿Cómo estás?

Quizás a causa de la fiebre, o del aturdimiento, tardé en reconocerla. Era la decana. Vestía un suéter azul y una falda amplia y estampada de flores; un moño sujeto con alfileres rojos le recogía el pelo en la nuca. Sonreía con todos los dientes, de una forma que me pareció exagerada. Le devolví la sonrisa y el saludo.

—¿Te lo han dicho ya en el departamento? —preguntó.

—¿El qué?

—Ayer nos dieron el perfil de la plaza. —Anunció, radiante—: Acabo de enviarla al rectorado.

—Qué bien, ¿no? —acerté a decir.

—Sí —dijo—. La verdad es que yo también me alegro.

Sobreponiéndome al desaliento, traté de reaccionar.

—De todos modos, no sé, a lo mejor el perfil os parece demasiado general, demasiado poco concreto. Eso puede ser un problema, ¿no?

—Al contrario —aseguró, afianzando la sonrisa para apaciguar la inquietud de mi comentario—. Lo que de verdad me alegra es que la plaza esté destinada a un generalista. Mira, Tomás, te seré franca —agregó con una seriedad que borró instantáneamente la sonrisa de su boca, aunque no de sus ojos, que siguieron brillando de un modo curioso—. Yo a los departamentos no quiero imponerles nada a la fuerza, no creo que sea forma de actuar, la verdad; por eso el otro día no os dije nada a Marcelo y a ti. Pero no te imaginas lo que me alegra saber que pensamos lo mismo. La universidad está cambiando, y lo peor es que hay gente que no quiere enterarse. Necesitamos personas polivalentes, que sepan de muchas cosas y que además sepan explicarlas; la investigación es otra cosa: eso va por otro lado, tiene sus cauces y sus recompensas. ¡Pero ya está bien de especialistas en naderías, hombre!

—Sí, sí, claro. —Tímidamente me atreví a objetar—: Pero lo que pasa es que todavía hay mucha gente que piensa que la especialización es necesaria.

—¡Y lo es! ¿Quién ha dicho que no lo sea? —protestó, subrayando con un garabato brusco y desacompasado de las manos la pertinencia de mi observación—. No se puede saber todo de todo; y tampoco se trata de convertirnos todos en diletantes, en tastaolletes. Pero cualquiera sabe que, a poco que uno se descuide, en la universidad la especialización acaba convirtiéndose en una forma de barbarie. Te aseguro que es la gran excusa de los inútiles y de los que quieren que no cambie nada, porque cualquier cambio les da pánico. Lo digo en serio: ya está bien de formar especialistas en saberes microscópicos e inútiles, investigadores ignorantes y con vocación de patán, y que para colmo ni siquiera podrán dedicarse a investigar. Lo que hay que formar son personas inteligentes y cultas, ciudadanos útiles a la sociedad, capaces de ser felices ellos mismos y hacer felices a los demás; en definitiva: hombres de bien, ¿no te parece?

Convine enfáticamente, qué remedio, con el diagnóstico de la decana.

—En todo caso —añadí luego, intentando dejarle abierto a la esperanza un resquicio final—, no me extrañaría que desde el departamento quisieran cambiar a última hora este perfil por otro un poco más restrictivo. Si quieren hacerlo, por mí no te preocupes: me da igual uno que otro. Es más, puestos a elegir la verdad es que…

—Te lo agradezco, Tomás, pero de eso ni hablar —me interrumpió, con una expresión endurecida por la conciencia de que debía a toda costa impedir el sacrificio generoso e hipócrita que yo le estaba ofreciendo con el propósito embustero de ahorrarle enfrentamientos y sinsabores—. No voy a permitirlo. Una vez que el asunto está en el rectorado, yo ya no doy marcha atrás. ¡Estaría bueno! Además, aquí lo que cuenta es el informe del jefe del departamento. Y el jefe del departamento ya ha dicho lo que piensa. O sea que tú tranquilo: ése es el perfil que va a misa.

Resignado a la fatalidad, le di las gracias. Luego expliqué:

—Bueno, tengo que marcharme. De lo contrario perderé el tren.

La decana recobró de golpe la plenitud de su sonrisa.

—¿Vas a Barcelona?

—Sí.

—Yo también voy para allá. Si quieres te llevo en coche. Por suerte esta tarde no tengo que volver.

—Gracias —dije—. Pero no hace falta que te molestes.

—No es ninguna molestia. ¿Dónde vives? Se lo dije.

—¡Qué casualidad! —exclamó—. Me pilla de paso.