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Aún no ha pasado año y medio y sin embargo es como si ya hubiera pasado mucho tiempo desde la tarde de agosto en que volví a ver a Claudia Paredes y volví a enamorarme de ella. O eso es al menos lo que entonces pensé y lo que desde entonces he pensado a menudo: que volví a enamorarme de Claudia en cuanto volví a verla y que por tanto fue inevitable todo lo que como consecuencia de ese encuentro ha ocurrido después, en este año y medio en el que ha cambiado por completo y quizá para siempre mi vida, y en el que a veces tengo la impresión de que han ocurrido más cosas que en los treinta y seis que le precedieron. Pero basta que reflexione un poco para admitir sin dificultad que la certeza de que todo fue inevitable ha sido durante todo este tiempo un antídoto más o menos eficaz contra el remordimiento y la culpa, y quizá también contra la nostalgia y el deseo, en definitiva una forma como otras de defensa; porque lo cierto es que no es verdad: la verdad es que todo pudo evitarse, que nada tuvo por qué ocurrir como ocurrió, y que si ocurrió fue porque alguien quiso o no evitó que ocurriera, seguramente yo, y de ahí entonces el remordimiento y la culpa y a ratos la nostalgia y el deseo. Por no ser, quizá ni siquiera es verdad que volviera a enamorarme de Claudia en cuanto volví a verla, es curioso que para bien o para mal guarde una memoria tan precisa de aquellos días y a pesar de ello el momento de mi encuentro con Claudia esté tan borroso, de lo único que estoy seguro es de que aquella tarde, apenas empecé a hablar con ella a la puerta del cine Casablanca, o poco después, en la terraza del Golf, donde estuvimos tomando cerveza mientras anochecía, me dejé blandamente derrotar por un estado de ánimo que no sabría definir —en dosis idénticas se combinan en él una especie de flojera, una especie de torpeza, una especie de indefensión—, un estado de ánimo que ya no recordaba y que me retrocedió de un modo fulminante a la época de mi adolescencia en que estuve enamorado de Claudia.

Aún no ha pasado año y medio y sin embargo es como si ya hubiera pasado mucho tiempo, y quizás es por eso por lo que me decido por fin a emprender el relato de aquellos días para mí decisivos, igual que si la distancia congelara los perfiles de los hechos y permitiera definirlos, aunque es dudoso, más bien se diría que ocurre lo contrario, en todo caso si me pongo por fin a contar esta historia no es porque albergue la necia pretensión de que alguien pueda extraer una enseñanza de ella (pues el relato de una vida, o de un fragmento de una vida, no debe nunca contener enseñanza alguna, aunque tantas cosas puedan a veces aprenderse de él); tampoco lo hago por entretener mis largos ocios, porque conozco otras formas de hacerlo y además para mí escribir nunca ha sido una diversión, y se equivoca quien piense que soy sensible a la imposible vanidad de verme convertido en protagonista de una historia irrisoria y mediocre. Quizá lo menos inexacto o lo más justo sería decir que me he decidido por fin a contar esta historia por una especie de urgencia casi profiláctica, para entender contándolo y sobre todo contándomelo qué es lo que realmente ocurrió y por qué y cómo ocurrió, y de este modo, si es posible, librarme de ello, tal vez incluso olvidarlo. Ya he dicho que, para bien o para mal —en realidad para bien y para mal—, guardo un recuerdo minucioso de aquellos días, y confio en que a medida que vaya recordándolos la memoria alumbrará las zonas de sombra que el paso del tiempo ha ido proyectando sobre ellos. Que yo sepa, todas las personas que desempeñaron un papel relevante en la historia están vivas, salvo una, y aunque todas conozcan sólo una parte de lo ocurrido (incluido yo mismo, pues es inevitable que mi versión también sea parcial), la mera posibilidad de un desmentido me impondrá aún más si cabe la necesidad de ser fiel a los hechos; o mejor: al espíritu de los hechos. Porque sé que este relato va a infectarse de olvidos, omisiones y errores; cuento con ellos. No pretendo ser absolutamente veraz o exacto: sé que recordar es inventar, que el pasado es un material maleable y que volver sobre él equivale casi siempre a modificarlo. Por eso, más que a ser veraz o exacto, aspiro sólo a ser fiel al pasado, quizá para no traicionar del todo al presente. Por eso, y porque a menudo la imaginación recuerda mejor que la memoria, sé también que aquélla rellenará los vacíos que se abran en ésta. No importa: al fin y al cabo tal vez sea cierto que sólo una historia inventada, pero verdadera, puede conseguir que olvidemos para siempre lo que realmente ha pasado.

Empezaré por el principio, y el principio es un jueves caluroso de agosto, el último jueves de agosto para ser más exactos, hace ahora dieciséis meses. Luisa, mi mujer, llevaba toda la semana fuera, en Amsterdam, participando en un congreso de historiadores al que había sido invitada por el comité organizador; volvía el sábado, y habíamos quedado en que a su regreso iría a buscarla al aeropuerto. Por mi parte yo había aprovechado la ausencia de Luisa para acabar de poner en orden el material que venía recogiendo desde la primavera con vistas a escribir un artículo que más o menos me había sido encargado sobre una novela de José Martínez Ruiz, Azorín. Estaba obligado a hacerlo, no sólo porque me había comprometido a entregar el texto en otoño, sino también porque antes de que Marcelo, el catedrático de quien dependía en la universidad, se marchara de vacaciones a Morella, yo le había asegurado que el primer día del nuevo curso le entregaría el esquema completo del artículo para que él lo aprobara; por eso, cuando aquel jueves al mediodía, después de pasarme la mañana acabando de pulirlo, di por concluida la confección del esquema, la promesa que le había hecho a Marcelo y la circunstancia de que el primer día del nuevo curso fuera el martes siguiente pudieron abrir ante mí un delicioso paréntesis de cuatro días y medio de ocio limpio de mala conciencia.

Decidí celebrar modestamente el inicio de mis improvisadas vacaciones comiendo en Las Rías, un restaurante limpio, barato y cercano a mi casa adonde solía acudir a veces cuando Luisa se ausentaba. Las Rías estaba vacío de clientes cuando llegué y, para hacer tiempo mientras esperaba que se abriera la cocina, me senté en la barra y le pedí una cerveza al patrón, un gallego flaco y hablador, con quien mantenía una relación menos cordial que distraída. Aquel día, no obstante, y sin duda porque me encontraba de un humor excelente, acepté contra mi costumbre entrar en la charla del patrón. Recuerdo que hablamos largamente de la marcha del negocio, y que me anunció que a la semana siguiente inauguraba un servicio de comidas a domicilio; también, creo, hablamos de mí, de mi trabajo y, entre bromas, de la ausencia de Luisa.

Después del almuerzo dormí la siesta y después fui a cortarme el pelo, que es una cosa que me gusta mucho y me relaja, un verdadero placer, tal vez vuelva a hablar de ello más tarde. El caso es que fui a la peluquería que por entonces frecuentaba y la encontré casi vacía, y, quizá porque estábamos a finales de agosto o porque aún era temprano (o por las dos cosas a la vez), de los tres peluqueros que habitualmente trabajaban en ella sólo había uno y estaba ocupado con un cliente, así que me senté, cogí un periódico y eché un vistazo a la cartelera de los cines mientras esperaba mi turno. Porque por entonces yo acostumbraba a pensar menos en lo que estaba haciendo que en lo que había hecho o, sobre todo, en lo que iba a hacer, desde el mediodía no había dejado de barajar diversas alternativas acerca del modo en que emplearía mi primera tarde de vacaciones, pero cuando vi que en el cine Casablanca ponían La mujer del cuadro, una vieja película de Fritz Lang que no había visto, o que no recordaba, salí de dudas.

Antes de las seis estaba a la entrada del Casablanca, y poco después de las ocho salía. Fue entonces cuando la vi. O más bien creí verla, porque, quizás entorpecido por esa dificultad de acoplarme de nuevo a la realidad que a veces me asalta después de ver una buena película, tardé todavía unos segundos en admitir que era Claudia la mujer de falda corta, blusa celeste y sandalias negras que estaba a unos pasos de mí, mirando con desgana de persona sin prisa los anuncios y fotogramas de películas que se exhibían en el hall del Casablanca, su silueta difusa y casi familiar recortándose contra la luz macilenta y el bullicio de la gente emergiendo al sofoco del atardecer desde el aire acondicionado del cine entre comentarios y cigarrillos recién encendidos. Recuerdo muy bien que, una vez hube aceptado que era Claudia la mujer abstraída que nos ofrecía un perfil glacial a quienes salíamos de la sala, mi primer impulso no fue acercarme a ella y saludarla; al contrario: como si el hecho de enfrentar de nuevo a una persona que hace tiempo perdimos de vista nos devolviera de golpe a la persona que fuimos cuando la frecuentábamos, en aquel momento se me aflojaron las piernas, sentí un vacío en el estómago e instintivamente pensé en seguir adelante, en pasar junto a quien había sido mi amiga sin decir nada, regresando a mi casa como si no la hubiera visto.

Más de una vez me he preguntado en el año y medio transcurrido desde entonces cómo hubiera sido mi vida si aquella tarde hubiera pasado junto a Claudia sin decirle nada. Es imposible averiguarlo, naturalmente, y tampoco me importa, pero sé que, del mismo modo que me he arrepentido tantas veces de no haber obedecido mi impulso primero al reconocerla, si lo hubiera hecho habría tardado más en alejarme de ella que en reprocharme mi cobardía o mi pusilanimidad, y me habría arrepentido igualmente de no haberla abordado, porque me conozco y es posible que yo pertenezca a ese tipo de gente que anda todo el día arrepintiéndose de las decisiones que toma.

Lo cierto es que tras ese larguísimo instante de duda la abordé con una exclamación que fue casi un grito («¡Claudia!»), cuya estridencia brutal sólo pudo resonar en el silencio del hall como una forma perfectamente idiota de compensar el amago de huida que acababa de reprimir. Ignoro si mi desproporcionado saludo atrajo la atención de la gente que salía conmigo; atrajo la de Claudia, quien, dando un respingo, se volvió hacia mí, me miró como deslumbrada por una mezcla de recelo, confusión y disgusto, y finalmente me reconoció. A mí me había dado tiempo de desear que Claudia se alegrase de verme, pero no de prepararme para lo que ocurrió. Claudia abrió de par en par los brazos y consiguió que los ojos se le llenaran de una alegría sin resquicios.

—¡Tomás! —gritó, casi como si quisiera competir con mi saludo—. ¿Qué haces aquí?

La pregunta era retórica, y Claudia ni siquiera me dejó iniciar una respuesta: se abalanzó sobre mí, me besó, me separó de ella para contemplarme de arriba abajo.

—¡Qué alegría! —dijo, exultante, y enseguida repitió—: ¿Qué haces aquí?

—Acabo de salir —expliqué, señalando vagamente la entrada de la sala—. ¿Y tú?

—Nada —dijo, y sin dejar de sonreír hizo con las manos un gesto de divertida indiferencia—. Perder el tiempo. En realidad estaba pensando en meterme en un cine, pero…

A punto estuve de emitir un juicio sobre la película, de aconsejarle que entrara a verla. Su impaciencia o su incredulidad me lo impidieron: como si aún no hubiera sido capaz de asimilar la sorpresa del encuentro, volvió a besarme, a examinarme con una atención entre burlona y atónita, a lanzar exclamaciones de alegría, mientras, acuciada por esa sed de conocimiento que acomete a los amigos que no se han visto en mucho tiempo, empezó atropelladamente a hacerme preguntas, que respondí atropelladamente, halagado por su interés y contagiado por su inesperada exaltación. En algún momento preguntó:

—¿Tienes algo que hacer?

—No. ¿Y tú?

—Tampoco.

—¿Y la película?

—A la mierda con la película. —Me cogió del brazo, señaló hacia la calle a través de las cristaleras ahumadas del hall, tirando de mí agregó—: Vamos a tomarnos una copa. Que esto hay que celebrarlo.

Salimos al paseo de Gracia y sin apenas dudar lo cruzamos y nos sentamos en la terraza del Golf, donde el crepúsculo estaba empezando a aliviar el calor de la tarde. Quizá porque todavía me costó un poco salir del aturdimiento o la sorpresa, no recuerdo exactamente de qué hablamos al principio. Lo que sí recuerdo es a Claudia bebiendo una cerveza que le dejaba rastros de espuma sobre los labios carnosos, encendiendo un cigarrillo con la colilla del anterior, apartándose de vez en cuando el pelo liso, corto, negro y lustroso, porque le lamía las cejas o le tapaba las sienes, mirándome ansiosa o distraída desde el azul de sus ojos de animal tranquilo, cruzando las piernas oscurecidas por un bronceado reciente; la recuerdo hablando y riendo y gesticulando con esa delicadeza enérgica y despreocupada que yo siempre asocié a su forma espontánea de tratar con la realidad, y que de algún modo, quizá porque la envidiaba, siempre me había intimidado. Pero de aquellos primeros momentos lo que sobre todo recuerdo es mi propia perplejidad: era como si, contra toda evidencia, no mi razón sino mi memoria se negara a aceptar que la mujer que tenía sentada delante de mí era también la adolescente de quien había estado enamorado casi veinte años atrás, y sospecho que, quizá por ello, al principio estuve instintivamente atento, más que a sus palabras, a verificar la correspondencia entre los rasgos de la adolescente que conocí y los de la mujer que acababa de encontrarme.

No es fácil reconocer las huellas del paso del tiempo en las personas que tratamos en la niñez o la adolescencia, porque tendemos a verlas siempre como las vimos entonces, y ése es sin duda el motivo de que, pasado el primer momento de desconcierto, yo me rindiera como a una evidencia a la ilusión de que en todo el tiempo que había transcurrido sin verla Claudia apenas había cambiado: es cierto que el brillo liso y frutal de su piel había empezado a gastarse, y que el fondo de fatiga que le abolsaba los párpados asomaba de vez en cuando a sus ojos, subrepticiamente, contaminando todo su rostro de un cansancio que no parecía sólo fisico; pero aun así no era dificil aferrarse a la gracia espontánea e intacta de sus gestos y de su forma de hablar, a la dureza visible de sus piernas y brazos y a la intuida de unos pechos cuya firmeza anunciaba un escote despreocupado, y al deslumbramiento de su sonrisa y del azul perfecto de su mirada para dejarse convencer sin esfuerzo de que la madurez, en vez de marchitar la belleza de Claudia, la había asentado, como si los rasgos remotos de su adolescencia no hubieran sido más que un anuncio —o un esbozo— de los esplendores de sus treinta años. Ignoro si Claudia fue tan generosa conmigo, si me encontró muy cambiado (no me lo dijo, en todo caso, aunque es verdad que yo tuve la prudencia de no preguntárselo), pero lo que sí sé es que, dado que nuestra libertad limita con lo que los demás esperan de nosotros —dado que uno casi nunca actúa como lo que es, sino como lo que los demás creen que es—, durante toda la noche volqué mi voluntad en dejar de comportarme como el muchacho agarrotado por todas las incertidumbres y pavores de la adolescencia que yo había sido siempre para Claudia.

La segunda jarra de cerveza se las arregló para borrar el aturdimiento e instalarme de nuevo en la realidad. Claudia me contaba lo que había sido de su vida desde que dejamos de vernos. Al acabar el bachillerato había empezado a estudiar en la escuela de traductores e intérpretes, pero, por motivos que no aclaró o no entendí, no había terminado la carrera. Durante varios años había trabajado después como viajante de joyas para una firma francesa, un empleo entretenido y bien pagado, aseguró, pero agotador.

—Bueno, supongo que debe de haber cosas peores, ¿no? —la interrumpí, tratando de intercalar una línea de luz en la sombría enumeración de las ingratitudes de viajar constantemente que Claudia estaba haciendo—. Por lo menos has visto mundo.

—He visto ciudades —me corrigió—. Que no es lo mismo. Y eso gusta al principio, pero a la larga cansa, te lo aseguro, porque descubres que en el fondo todas las ciudades se parecen. Quizá con una sola excepción, que yo sepa, que es Nueva York, porque Nueva York no quiere parecerse a nadie, mientras que todas las ciudades quieren parecerse a Nueva York. —Cogió la jarra de cerveza por el asa y, antes de dar otro sorbo, hizo un gesto de apatía o de ignorancia—. En fin, yo no sé cómo era antes, seguramente era distinto, pero hoy día cuando has visto una ciudad ya las has visto todas.

Claudia se pasó por el bozo un dedo automático, que borró la pincelada de espuma que le había dejado la cerveza, y retomó el hilo del relato. Poco después de abandonar el empleo de viajante de joyas se había casado con un cámara que trabajaba en la televisión de Sant Cugat, un tal Pedro Uceda. Tenían un hijo de dos años, pero se habían separado (de mutuo acuerdo, precisó) poco después de que naciera. Desde entonces vivía sola con su hijo, Max, y, por lo que entendí, no pasaba apuros de dinero, pues redondeaba la generosa asignación mensual del marido dedicándose freelance a la fotografía, una vieja afición elevada a la categoría de fuente de ingresos irregulares aunque cada vez más sólidos por obra de su voluntad de huir de los empleos alimenticios y de una serie de azares felices.

—Así que no me quejo —dijo a modo de conclusión, espiándome a través del humo del cigarrillo—. Y no es que no tenga razones para hacerlo, después de todo ésta es casi mi primera tarde libre en dos años…

—¿De verdad?

—Claro —respondió, asombrada por el hecho de que yo me asombrara—. Ya te enterarás cuando tengas un hijo: te absorbe por completo. Supongo que entre dos personas todo debe de ser mucho más fácil, el trabajo se reparte y todo se hace más llevadero. Pero cuando una está sola…

—Claro, claro, la cosa se complica —intervine con rapidez, en un tono que intentaba a duras penas mezclar la admiración por la entereza de carácter de que había dado muestras mi amiga al superar una circunstancia adversa y la reprobación inapelable del proceder del marido, a quien no costaba trabajo suponer que ella atribuía la responsabilidad de haberla provocado, en la esperanza de que esa curiosa aleación permitiera sortear un tema que en aquel momento me pareció por lo menos incómodo—. ¿Y dónde has dejado a Max?

—Está con mis padres —dijo Claudia, y sus labios se adelgazaron en una brevísima sonrisa de ternura involuntaria y casi zumbona—. En Calella. Hemos pasado un par de semanas de vacaciones en una casa que han alquilado allí, y ayer se me ocurrió que a lo mejor me convenía tomarme un par de días libres, porque el martes que viene sin falta tengo que volver a trabajar. Te digo la verdad: no sé si me apetecía, al fin y al cabo es la primera vez que paso un día sin Max, pero pensé que me sentaría bien. Así que esta tarde, después de comer, les he dicho a mis padres que me iba a Begur, a casa de unos amigos (no quiero que piensen que voy a estar sola, ya sabes cómo es la familia), y he cogido el coche y me he venido para aquí. —Me miró en los ojos y dijo con desarmante dulzura—: Quién me iba a decir que iba a tener la suerte de encontrarme contigo, ¿verdad?

—Sí —dije yo, tragando saliva—. Ha sido una verdadera suerte. —Levanté la jarra de cerveza y la acerqué hacia ella; dije—: Esto se merece un brindis.

Claudia cogió su jarra y la levantó.

—Por nosotros —dijo—. Por este encuentro.

Hicimos chocar las jarras.

—Por nosotros —dije.

Bebimos.

—Bueno, cuéntame ahora qué ha sido de ti —dijo Claudia mientras yo buscaba en los bolsillos un mechero, sujetando un cigarrillo entre los labios; ella aplastó en el suelo la colilla del suyo y me acercó una cerilla encendida, protegiéndola sin necesidad, con el cuenco de la mano, del aire quieto y enfriado del anochecer—. Seguro que has hecho un montón de cosas.

Me encogí de hombros, indiferente, como asegurándole que no había mucho que contar, y le hablé sin entusiasmo de mis años de estudiante y de los que, una vez acabada la carrera, pasé malviviendo de un trabajo a destajo en una editorial; también le conté que desde hacía cinco años trabajaba dando clases en la Universidad Autónoma. Esta última noticia permitió desviar la conversación hacia un terreno común: la universidad; Claudia me habló de su experiencia en ella y yo, tal vez con alguna petulancia, de mi tesis doctoral, de mis clases, de mis colegas. No recuerdo haber hecho alusión alguna a mi situación laboral y, aunque sólo lo mencioné de pasada, tampoco quise ocultar que me había casado, pero sí, quizá porque yo mismo aún no me había hecho a la idea de ello (o porque tanto a Luisa como a mí nos parecía prematuro airearlo y por esa razón aún no se lo habíamos contado a nadie a excepción de su madre), que desde hacía dos semanas Luisa sabía que estaba esperando un hijo. Por lo demás, antes de que, como era previsible, Claudia empezara a inquirir acerca de Luisa y de mi matrimonio —dos temas que en aquel momento no me apetecía en absoluto abordar—, hice notar que se había hecho de noche y, animado por el placer de la conversación y por el agrado de estar con Claudia, pero quizá sobre todo por la locuacidad levemente eufórica de las cervezas, esta vez fui yo quien, no sin alguna aprensión, se atrevió a proponer que fuéramos a cenar juntos. Claudia arqueó interrogativamente las cejas, me miró con una especie de desencanto, objetó:

—¿Y Luisa?

—Está fuera —expliqué, sintiendo que toda la sangre que circulaba por mi cuerpo me afluía al rostro, como si por descuido acabara de desvelar un secreto ajeno y terrible, del que mi infidencia me volvía cómplice—. En un congreso. Luisa también es profesora. De historia. En fin —me impacienté, asiendo los brazos de la silla—. Si no espabilamos no nos van a dar de cenar. ¿Vamos o no vamos?

Mientras nos acercábamos a la barra para pagar Claudia propuso ir a un restaurante que hay en Aragón y Pau Claris.

—Perfecto —dije.

Cenamos una ensalada de mariscos, una fideuá y un par de botellas de Ribeiro, que facilitaron la conversación y no tardaron en arrancar de los ojos de Claudia un destello metálico y excitado. Recuerdo que a medida que avanzaba la noche sentía crecer de una forma casi fisica el atractivo que sobre mí ejercía mi amiga, quizá porque veía confluir en ella a la adolescente distante, burlona y codiciada que yo había conocido con la mujer madura y sinceramente feliz de estar conmigo que ahora tenía delante. Por mi parte, yo también me sentía feliz, no sólo porque estaba con Claudia y porque Claudia estaba feliz, sino también porque la incomodidad inicial se había evaporado y porque como consecuencia de ello creí empezar a advertir que ya no era la situación la que me dominaba a mí, sino yo quien empezaba a dominarla a ella.

No es raro que durante aquella cena Claudia y yo habláramos sobre todo del pasado, de nuestra adolescencia parcialmente común, pero a simple vista acaso lo parezca el hecho de que yo me entregara a la agridulce crueldad de escarnecer una y otra vez los hechos y las opiniones del muchacho que fui en la época en que frecuenté a Claudia. Sin embargo, si se observa de cerca (o si se observa a la luz del tiempo transcurrido desde aquella noche), mi comportamiento entrega de inmediato su lógica escondida, y esa voluntariosa humillación retrospectiva, que en apariencia sólo podía perjudicarme, se transforma sin dificultad en una tácita exhortación a que Claudia me contradijese y, sobre todo, en el instrumento más apto de que yo disponía para distanciar al adolescente que había sido y obligar a Claudia a admitir la superioridad del hombre que ahora era. Por fortuna, no obstante, tuve la prudencia de no abrumar a mi amiga con mi interesada revisión del pasado, pues no hay nada que fatigue tanto como escuchar todo el tiempo, y por otra parte yo conozco muy bien mi propensión a abusar del uso de la palabra. De modo que, porque no era difícil adivinar que Claudia también tenía un punto de vista distinto y tal vez inédito de los años comunes de nuestra adolescencia, o porque enseguida noté que le urgía desahogarse contándolo, me contuve. Quien abrigue todavía una buena opinión sobre el altruismo no debe juzgar este acto como un acto altruista: dejar hablar a nuestro interlocutor es sin duda una de las formas más eficaces y rápidas de ganamos su aprecio; la más rápida y eficaz es adularlo. Es posible que, más expeditiva o menos hipócrita que yo, Claudia optara conscientemente por esta última estrategia, lo que tal vez explicaría una de las cosas que aquella noche contó y que más consiguió sorprenderme, porque dotaba a mi pasado de una dimensión nueva, como quien al regresar a una casa en la que ha vivido mucho tiempo descubre una habitación cuya existencia ignoraba. Según mi amiga, muchos conocidos de mi adolescencia atribuían al orgullo o incluso a la soberbia mi encarnizamiento con el estudio (que en el fondo no fue entonces ni dejó de ser durante mucho tiempo sino la manifestación más evidente de mi temor a la vida, el blindaje con que, menos por voluntad que por instinto, pretendía aislarme de la agresión de la realidad); esta circunstancia, unida a mi timidez y a las peculiaridades de mi fisico —yo fui un muchacho alto y flaco, de piel pálida, de pelo lacio, negro y abundante, de ojos también negros, cercados de grandes bolsas oscuras, de gestos vagamente desgarbados—, me confería al parecer, siempre según Claudia, un cierto atractivo morboso, susceptible en todo caso de inflamar el corazón adolescente de más de una compañera inflamable. Aunque ahora sólo me parece razonable atribuir este recuerdo obsequioso de Claudia a su voluntad de congraciarse conmigo, quién sabe si de compensarme por los desaires que me infligió mientras estuve enamorado de ella, lo cierto es que en aquel momento renuncié de buen grado a desenmascarar la menesterosa realidad que ocultaba aquella evocación halagadora y, desde la posición de privilegio en que ésta de todos modos me situaba, alegremente me sumé al repaso de las amistades de la época que Claudia emprendió acto seguido, en un tono de suave ironía que yo no identificaba con ella y que sin duda sellaba la distancia con que mi amiga contemplaba su pasado.

He comprobado que, de noche y en compañía de un hombre, a las mujeres no les gusta tener que pensar. Quizá porque por entonces yo aún no había accedido a esa modesta sabiduría, o porque las circunstancias, que eran extraordinarias, me impidieron obrar en consecuencia, aquella noche cometí el error de pagar la cuenta antes de haber seleccionado mentalmente un lugar donde tomar la copa que sigue casi siempre a una cena galante. De forma que, no bien salimos a la calle, las prisas me ofuscaron, y en un vertiginoso instante de angustia, durante el que maldije mi falta de previsión, que iba a facilitar sin duda el final prematuro de una noche feliz, con infructuosa urgencia registré mi memoria en busca de un bar adecuado y cercano les curioso: ni siquiera me cruzó la cabeza la posibilidad de invitar a Claudia a mi casa, quién sabe si porque podía parecer precipitado o porque podía despertar sospechas sólo en parte infundadas; por fin, cuando ya me había resignado a la fatalidad, tras un silencio más breve que incómodo le oí proponer a mi amiga:

—¿Por qué no vamos a tomar una copa a mi casa?

La sorpresa fue mayúscula, porque un segundo antes ni se me hubiera ocurrido soñar con una oferta semejante. De más está decir que acepté.