7

La sobremesa fue breve. Poco después de las cuatro pretextamos un compromiso y nos despedimos de mi suegra, de Concha y de Vicente Mateos.

Durante la comida un chaparrón había lavado la atmósfera y limpiado las calles de ese sedimento de suciedad que siempre deja el bochorno, y al salir a Vía Layetana advertí que un inmenso pedazo de cielo diáfano había rasgado la grisura uniforme de las nubes; el aire era fino y ligero, y la luz infundía tal intensidad a los colores que todas las cosas parecían recién pintadas. Encerrada en un silencio caviloso, Luisa conducía con atención, serpenteando por calles sumidas en el sopor de la siesta.

Al llegar a casa preparó café, y mientras lo bebíamos despotricó contra su madre, contra la familia de su madre, contra Juan Luis, contra Vicente Mateos.

—Después de todo es mejor que se hayan marchado —dijo cuando se hubo desahogado, refiriéndose a Juan Luis, a Montse y a los niños—. Por lo menos hemos podido comer en paz.

Era verdad: comparada con la riqueza de aventura del aperitivo, la comida había resultado casi aburrida. Y lo hubiera sido del todo de no ser porque la vocación de felicidad y el voluntarioso vitalismo de mi suegra consiguieron sobreponerla enseguida a la desazón ocasionada por la intransigencia de Juan Luis y lanzarla de nuevo a un parloteo burbujeante que acabó por disipar la confusión de Mateos y por convertir el nerviosismo de Luisa en una especie de fatiga resignada que no le impidió celebrar con franqueza los alegres despropósitos de juventud evocados por su madre. En cuanto a mí, el regreso al aburrimiento familiar de una celebración sin sobresaltos me privó del grato papel de espectador que hasta entonces me había reservado, c intenté resarcirme de esta pérdida, que de inmediato me reintegró una molesta conciencia de mí mismo y de mi situación, entregándome con ahínco al Fefiñanes y a la merluza que Concha había cocinado. Por lo demás, es curioso que de todo lo que se habló durante aquella comida sólo recuerde con claridad el relato entrecortado que hizo Mateos de su pasado reciente; un relato que no me desagradó tanto por la serie de sucesos dramáticos que registraba —la pérdida del negocio de corretaje de vinos con el que se ganaba la vida y la del piso en el que habían nacido sus hijos, la obligación de acogerse a la generosidad de una hermana también viuda con quien compartía casa y comida— como por el tono de burla humilde con que se atribuía la responsabilidad de sus errores, casi como si tuvieran que parecernos divertidos y no trágicos o simplemente lamentables, y, sobre todo, por la impresión que en algún momento tuve, y que descarté enseguida, de que estaba inventando esos infortunios para atraer la compasión de quienes se los oíamos contar, y en especial de mi suegra, que aunque sin duda ya los conocía no dejó de escucharlos con un aire de virtuosa indignación que traducía su antiguo desprecio por la realidad.

—En fin —suspiró Luisa, sirviéndose otra taza, y, como si el paréntesis de paz de la comida y el reposo del café le hubieran devuelto las ganas de guerra que la discusión con su madre y con Juan Luis le había arrebatado, me reprochó—: De todas maneras, tú también podías haberme avisado de lo de ese hombre, ¿no?

Como quien despierta de un sueño pregunté:

—¿Que hombre?

—¿Que hombre va a ser? Mateos. Podías haberme dicho que venía a comer. Por lo menos hubiera podido prepararme.

—Yo no sabía que iba a venir a comer.

Luisa me miró con interés.

—Entonces ¿de qué querías hablarme anoche? Dijiste que era importante, ¿no?

Aunque apenas había dejado de pensar en ello, lo cierto es que en todo el día no había tenido tiempo ni ocasión de ordenar mis ideas, de fijar el momento y la forma en que debía abordar el asunto, y hasta es posible que íntimamente hubiera decidido diferirlo, pero en aquel momento sentí con la claridad de una evidencia que no volvería a presentarse una ocasión tan propicia como aquélla. Esta certeza hizo aflorar de nuevo todos los síntomas del resfriado: la turbiedad de la cabeza, el entumecimiento casi doloroso de los músculos, la dificultad de tragar.

—¿Importante? Bueno, no sé, relativamente… —atiné a decir. Me levanté del sofá y me llegué hasta una estantería, de donde saqué una novela de Patricia Highsmith, que hojeé distraídamente, como quien busca una lectura para pasar la tarde—. De todos modos no tiene nada que ver con eso. Con Mateos, quiero decir, ni con tu madre.

—Entonces con qué tiene que ver.

—¿Cómo dices?

—Que de qué querías hablarme.

Antes de contestar coloqué otra vez en su sitio la novela, saqué un cigarrillo del paquete que había sobre la mesita del sofá, lo encendí, le di un par de chupadas y, para darme valor, mientras expulsaba el humo me dije aquello de que el valiente sólo muere una vez, mientras que el cobarde muere cien veces, pero lo hice sin verdadera convicción, porque no olvidaba que en muchas ocasiones yo me había sentido capaz de morir las veces que hiciera falta con tal de esquivar situaciones menos comprometidas que aquélla. Sin embargo, algún efecto debió de surtir la frase, porque dibujando con el cigarrillo un brusco gesto circular, y balbuceando un poco, sin apartar la vista del sol limpio y sin fuerza que entraba por la ventana me oí explicar:

—Bueno, no sé… Es que estos días, en fin, he estado pensando.

Busqué el efecto de mi frase en el rostro de Luisa, y apenas distinguí una punta de ironía afilando el interés que brillaba en sus ojos antes de oírle preguntar:

—¿Sobre?

—Sobre muchas cosas —dije, encogiéndome de hombros, y sentí que una espuma fría me llenaba el estómago cuando añadí—: Sobre nosotros, sobre la vida que llevamos.

—Ya —dijo con frialdad, inclinándose para alcanzar el paquete de tabaco que yo había dejado sobre la mesa. Con la boca fruncida en un gesto pensativo sacó un cigarrillo, lo encendió y chupó un par de veces con fuerza y, mientras dejaba escapar el humo por la nariz, por un momento sujetó con los dientes el labio inferior, como si lo saboreara; luego inquirió—: ¿Y has llegado a alguna conclusión?

—No, a ninguna —aseguré con rapidez, apartando la mirada de Luisa y clavándola en el suelo de baldosas romboidales, mientras recorría el salón con pasos breves—. Es sólo que, bueno, a veces me da la impresión de que hace tiempo que las cosas no funcionan como debieran.

—¿Te refieres a ti y a mí?

—Sí, sí, exacto —corroboré, nervioso y envalentonado y sin mirarla—. A eso me refiero. No me digas que no has tenido nunca la misma impresión.

—No lo sé.

—No, claro, yo tampoco —convine absurdamente—. Quiero decir que, bueno, supongo que todas las parejas pasan por momentos malos, ¿no?

—Supongo que sí. Pero lo que no entiendo es por qué precisamente ahora.

—¿Por qué precisamente ahora qué?

—Por qué precisamente ahora se te ocurre plantearlo, si hace tiempo que has notado que las cosas no funcionan como debieran.

—En algún momento hay que hacerlo, ¿no? Además, ya te he dicho que he estado pensando.

—Sí, pero no me has dicho a qué conclusión has llegado.

—A ninguna —insistí—. Ya te lo he dicho.

—¿Estás seguro?

—Claro. Lo que he pensado es, bueno, lo normal. Que hay que intentar arreglarlo y todo eso. El problema es encontrar la forma, ¿verdad?

Luisa cabeceó ligeramente, en un gesto que no supe cómo interpretar. Me detuve junto al televisor y la miré. Se había incorporado un poco en el sofá, tenía los codos apoyados en las piernas y miraba con fijeza las estanterías del fondo, sosteniendo encima del cenicero que había sobre la mesa, entre el dedo índice y el corazón, el cigarrillo humeante, cuyo filtro golpeaba sin pausa con el pulgar, como empeñada en mantener la brasa limpia de ceniza.

—Claro, ése es el problema —proseguí embarulladamente, espoleado por la actitud expectante y reflexiva de Luisa—. Y qué se yo, a lo mejor, no lo sé, a lo mejor hasta es bueno que nos separemos por un tiempo, ¿no? Nada definitivo, claro, sólo por un tiempo —me apresuré a aclarar, quizás asustado por lo que acababa de oír, y quizá también porque sin darme cuenta quería guardarme las espaldas. Claro que eso sólo lo pienso ahora: entonces debió de ser un simple reflejo de cobardía—. Quiero decir que a lo mejor una temporada solos nos haría recapacitar, ver las cosas de otro modo, no sé, a lo mejor nos sentaría bien.

—No digo que no —dijo Luisa después de un silencio que se me hizo interminable, durante el cual regresé a las estanterías y saqué otra novela, ésta de Ruth Rendell, creo. La frase me produjo alivio y desazón. Lo primero es quizá razonable; no así lo segundo, que sólo me alcanzo a explicar porque en el fondo al niño incorregiblemente vanidoso que todo hombre lleva dentro le desagradaba que Luisa no opusiera una resistencia de escándalo a mi tímida propuesta—. Y te voy a ser sincera, Tomás: yo también lo he pensado más de una vez.

Me quedé perplejo. Aparté la vista del libro y miré a Luisa, que estaba apagando el cigarrillo en el cenicero. Pregunté:

—¿Que nos convendría separarnos?

—Sí.

—¿Cuándo lo pensaste?

—El cuándo no importa —explicó con serenidad—. Lo que importa es que lo pensé. Que lo pensé y que acabé descartándolo. Creí que podíamos salir adelante, que valía la pena intentarlo. Y a mí me parece que tenía razón. Después de todo no nos ha ido tan mal, ¿no?

—Yo no digo que nos haya ido mal —precisé—. Lo que digo es que podría habernos ido mejor. Sobre todo últimamente.

—En eso tienes razón. —Sonrió, recostándose de nuevo en el respaldo del sofá y sosteniendo sin esfuerzo mi mirada—. ¿Sabes cuánto hace que no hacemos el amor?

No pude evitar ruborizarme.

—Eso no tiene nada que ver —contesté, abriendo por una página cualquiera, exageradamente, la novela que tenía entre las manos, cuyas costuras emitieron un gemido apagado.

—Claro que tiene que ver —dijo Luisa—. Si es casi un milagro que me haya quedado embarazada. Y hablando del embarazo —añadió, en un tono de ligereza que sólo consiguió irritarme aún más—, la verdad, Tomás, no me parece éste el mejor momento para proponer una separación. Ni siquiera una separación temporal.

Mientras me acercaba a la mesita para apagar el cigarrillo medité mi respuesta; apagué el cigarrillo, volví junto a la estantería, me recosté en ella y, abriendo de nuevo la novela y encogiéndome de hombros, respondí:

—Tampoco era el mejor momento para que te quedases embarazada.

—Pero el hecho es que lo estoy, ¿no? Además, eso ya lo hemos discutido. Fue una casualidad, puede pasarle a cualquiera. El diafragma no es infalible.

—¿Estás segura?

Tan pronto como la hube formulado me arrepentí de la pregunta. Luisa contestó con otra pregunta:

—¿Qué quieres decir?

Cerré la novela de Ruth Rendell, la devolví a la estantería con un chasquido de la lengua y un gesto de desaliento, hundí las manos en los bolsillos del pantalón y fijé de nuevo la vista en los rombos del suelo.

—Nada —dije.

—¿Cómo que nada? Habrás querido decir algo, ¿no? ¿Qué es eso de si estoy segura? Claro que estoy segura.

Con un gesto intenté borrar el comentario.

—No quise decir eso.

—Entonces qué es lo que quisiste decir —me apremió—. No estarás insinuando que no me puse el diafragma a propósito, ¿verdad? ¡No serás capaz de una cosa así!

—Joder, Luisa, yo no insinúo nada —repliqué, echando de nuevo a andar—. Y además tienes razón: todo esto ya lo hemos discutido, no sé por qué tenemos que volver otra vez a lo mismo.

—Te recuerdo que has sido tú el que ha empezado.

—Lo único que he dicho es que no me parece éste el momento más apropiado para tener un hijo.

—El momento apropiado no existe, Tomás —dijo, y pensé que eso ya se lo había oído decir muchas veces—. Siempre hay algún inconveniente.

—Pues más a mi favor. —Me detuve junto a la ventana y miré a la calle, pero no vi otra cosa que mis propios pensamientos. Volviéndome hacia mi mujer continué—: Mira, Luisa, tú ya sabías cuál era mi opinión sobre este asunto, ya sabías que me parecía precipitado tener un hijo, dentro de un tiempo sería otra cosa.

—Dentro de un tiempo sería imposible —contestó con firmeza—. Por lo menos para mí.

—Eso no es verdad. Antes quizá lo era, pero no ahora. Hay mujeres que tienen hijos después de los cuarenta años sin correr el menor riesgo. Y además, no sé —añadí—, yo ni siquiera estoy seguro de querer tener un hijo. ¿Para qué? ¿Para lo que lo quiere la gente? Por lo menos no me negarás que hay que pensárselo dos veces antes de traer más víctimas al mundo, y todo por puro capricho o para halagar la vanidad de…

—Tomás, por favor —me interrumpió Luisa—, ¡no irás a salirme ahora con argumentos intelectualoides!

—No, claro, mis argumentos son siempre intelectualoides —repliqué, como si de golpe ya no hablara con Luisa, sino con algún invitado imprevisto y recién llegado al salón, sintiendo que el nerviosismo cedía su lugar al rencor—. En cambio por tu boca habla siempre la sabiduría, ¿verdad? ¿Nunca se te ha ocurrido pensar en lo aburrido que es que todo el día te estén dando lecciones?

—Yo nunca he querido darte lecciones de nada.

—No, claro, abiertamente no, eso sería indigno de ti —proseguí, arrastrado por una agresividad que no dominaba—. La modestia es lo primero, la modestia de los selectos que no condescienden nunca al lugar común, como los demás mortales. ¿Cuántas veces te han dicho lo lista que eres, Luisa? ¿Cuántas veces? Hasta yo hubiera acabado creyéndomelo, coño. —Esta vez no la dejé interrumpirme—. No, no: las lecciones tienen que ser más sutiles, una pequeña corrección por aquí, un comentario despectivo por allá, una insinuación más allá, todo en dosis muy bien calculadas, todo para que el pobre chico no se ofenda, porque al fin y al cabo es un mediocre y no da para más, ¿verdad? Y por eso es lógico que todas las decisiones las tomes tú, hay que ir sobre seguro, total qué más da, si yo ya ni me acuerdo de lo que se siente cuando uno se equivoca o acierta por su cuenta.

—Tomás, por favor, no digas tonterías.

—Digo lo que me da la gana. Y además es la verdad, joder. Si ni siquiera puedo mover de sitio una silla en mi propia casa sin sentirme culpable. —Enardecido por mis propias palabras concluí—: Estoy harto de meterme cada noche en la cama con una mujer que se pasa el día recordándome que es superior a mí.

Un silencio sólo roto por la sirena cercana y urgente de una ambulancia siguió a estas palabras y, para engañar a la sensación casi fisica de culpa que sentía crecer en mi estómago, caminé hacia las estanterías del otro extremo del salón. Desde allí miré a Luisa: seguía sentada en el sofá, erguida y con un cigarrillo recién encendido en los dedos, con la vista fija en la pantalla apagada del aparato de televisión; sus dientes aferraban con furia el labio inferior, que temblaba ligeramente. Obedeciendo un impulso que al principio no entendí, fui a sentarme en el sofá, junto a Luisa, pero antes de que yo me resolviera a retractarme de mis palabras ella aplastó el cigarrillo en el cenicero y me miró a los ojos con una dureza que nunca había visto en ellos.

—¿Sabes lo que te digo, Tomás? —preguntó con exagerada lentitud, como dándose tiempo para degustar las palabras. En realidad no era una pregunta: era una afirmación apoyada por el desafio de rabia inapelable que le encendía los ojos—. Vete a la mierda.

Luisa se levantó y salió del comedor sin darme tiempo a reaccionar. A punto estuve de seguirla, pero no lo hice. «Peor imposible», pensé. Intenté tranquilizarme. Me serví otra taza de café enfriado, le añadí un chorrito de coñac, me la bebí; luego encendí un cigarrillo. Me sentía curiosamente aliviado; también perplejo: no me resolvía a aceptar que había sido yo quien había descargado aquellos reproches sobre Luisa; sentía que, aunque no creía haber sido injusto, había sido cruel con ella; por alguna razón sentía miedo. Me sorprendí tratando de organizar mentalmente una disculpa. «No sé cómo se las arregla», pensé entonces, con toda la angustia y el encono que provoca la impotencia de quien pugnando en vano por salir de una esfera se estrella una y otra vez contra sus paredes herméticas. «Siempre consigue que sea yo quien acabe sintiéndome culpable». Todavía estaba dividido entre el rencor y el arrepentimiento cuando regresó Luisa.

—Dime una cosa, Tomás.

—Luisa, perdona —la interrumpí, doblegado por el peso de la culpa—. No quise decir eso.

—Pero lo has dicho. —Se había quedado de pie en el umbral del salón, la cabeza levemente ladeada, la mano izquierda aferrada al marco de la puerta y la derecha rígida y colgante, como si no supiera qué hacer con ella. Recuerdo que en aquel momento tuve la impresión de que sus ojos, graves, fríos y diáfanos, me miraban por primera vez; también recuerdo que la sonrisa que le bailaba en los labios era demasiado sutil para ser realmente dulce—. Dime una cosa, Tomás —repitió—. ¿Has conocido a alguien?

La pregunta me desconcertó.

—¿Qué quieres decir? —pregunté, sabiendo perfectamente lo que quería decir.

—Que si has conocido a alguna mujer.

—¿A alguna mujer? Por qué… ¿Por qué iba a conocer a alguna mujer? —balbuceé—. ¿Qué tiene eso que ver con lo que estábamos hablando?

—Tiene que ver —contestó inflexible—. Dime la verdad: la has conocido o no.

Ahora me parece evidente que lo más sensato en ese momento hubiera sido negarlo todo, tratar de apaciguar a Luisa y posponer la discusión para otro día, prometiendo retomarla con menos precipitación y con las ideas más claras. Sin embargo, tal vez porque me pudo la vergüenza de traicionar los propósitos de veracidad que me había hecho el día anterior, o porque sobrestimé mi capacidad para calmar la irritación de Luisa, quién sabe si secretamente espoleado por la curiosidad de presenciar su respuesta a mi confesión, lo cierto es que acabé optando por decir la verdad.

Fue un error. Aunque la cordura y la experiencia aconsejen lo contrario, uno acaba siempre por ceder a la ilusión de que conoce sin fisuras a la mujer con quien comparte su vida; basta sin embargo darle una oportunidad para que ella le saque a uno del error. Luisa, por lo menos, no desaprovechó la suya, y en menos tiempo del que yo empleé en confesar mi falta me demostró que la conocía tan poco como me conocía a mí mismo. Es verdad que mis cinco años de matrimonio me habían preparado para muchas cosas; no, desde luego, para aquélla. Apenas empecé a hablarle de Claudia, Luisa escupió un chorro venenoso de sapos y culebras, que aguanté a pie firme con la esperanza de que amainara y, cuando por fin pareció que podía agotarse su repertorio de maldiciones, reproches y amenazas, salió del salón propulsada por una indignación furibunda. Al rato, alertado por el escándalo de armarios y puertas y por los jirones de insultos que llegaban desde el otro lado de la casa, me levanté del sofá y fui a buscar a Luisa. La encontré en su despacho, metiendo en un desorden de estampida libros y papeles en una maleta donde también había ropa; tratando de que mi voz expresara un asombro que yo no sentía, pregunté:

—Pero ¿qué estás haciendo, Luisa?

—¿Eres idiota o qué? ¿No lo ves?

—¿Adónde vas?

—Me voy.

Recurrí a todos los argumentos: varias veces le pedí perdón; quité importancia a mi aventura con Claudia; apelé a los años que habíamos pasado juntos y al hijo que íbamos a tener; le supliqué que recapacitara, que no se marchara de esa forma. Fue como darse de cabezazos contra una pared. Lo curioso, sin embargo, es que mientras iba y venía de su despacho al comedor y de la cocina al ropero, fumando y dando sorbitos de coñac y estrujándome el cerebro en busca de imposibles razones capaces de frenar su ira, no podía evitar de vez en cuando el culebreo de una sensación agridulce, como si una parte de mí mismo, íntima y ajena a la vez, me insinuara confusamente que en el fondo había conseguido lo que buscaba. «Tarde o temprano se le pasará el cabreo», reflexioné en algún momento. «Mientras tanto nada me impide estar con Claudia». Fue todo uno formular esta idea y rogarle de nuevo a Luisa que no se marchara.

—Esto se ha acabado, Tomás —me dijo entonces, con algún cansancio en la voz, pero no en los ojos, que conservaban intacta la furia del principio—. Y los dos lo sabemos.

Poco después se marchó.