13
Antes de meterme en la cama me tomé un Tranxilium; poco después me dormí.
Al día siguiente desperté agotado, como si hubiera pasado toda la noche en vela. Me levanté y me puse el termómetro: marcaba treinta y ocho grados y medio. Me asusté. Sin embargo, porque juzgué más prudente no faltar al examen que quedarme en casa, fui a la cocina, exprimí un zumo de naranja mientras masticaba dos aspirinas y me lo tomé; luego me afeité, me duché, me vestí, desayuné; luego tomé un tren hacia la Autónoma.
Al llegar fui directamente al aula del examen. No lo había fotocopiado, así que lo dicté. Apenas llevaba diez minutos paseando por el aula, nervioso, deprimido y febril, vigilando a los estudiantes y luchando contra mi acreditada propensión a anticipar catástrofes y contra el nulo optimismo que infundía, al otro lado de las cristaleras, la macilenta mañana de septiembre, cuando apareció Llorens. Su sola presencia en el aula me alarmó, y antes de que empezara a hablar comprendí por el rictus que le desdibujaba la boca que algo desagradable había ocurrido. Simulando una mezcla de asombro y satisfacción, para que no le oyeran los estudiantes susurró:
—Por lo menos esta vez no se te ha olvidado venir al examen.
Como si mentalmente le contestara, pensé: «¿A qué has venido? ¿A vigilarme?». Increíblemente, me oí decirlo en voz alta. Veinte pares de ojos atónitos se clavaron en Llorens y en mí. Durante el embarazoso silencio que siguió, pensé con inquietud que estaba perdiendo el control de mis actos, y al tragar saliva sentí en la garganta una punzada agudísima; pensé: «Tranquilo. No pasa nada». No tuve tiempo de intentar subsanar el error, porque Llorens, a cuyo rostro había afluido en abundancia la sangre, me hurtó con su cuerpo a las miradas de los estudiantes, como si quisiera evitarles un espectáculo innoble, y con voz de tener lista su venganza murmuró:
—En parte sí. ¿Podemos salir un momento?
Salimos.
—Perdona, Enrique —me apresuré a disculparme—. No entiendo cómo he podido hablarte así. —Me llevé el dorso de la mano a la frente—. Hoy me he despertado con fiebre; no debí haberme levantado, pero por no faltar al examen…
—Entiendo, entiendo —me atajó en seco. Luego fue al grano—: No está bien que yo hable contigo de esto, pero lo voy a hacer. Ayer envié el perfil de tu plaza al decanato. Alicia habló contigo, ¿verdad? ¿Qué perfil le diste?
De golpe recordé el inicio de la conversación que había mantenido con Marcelo la noche anterior. «Sólo faltaba esto», pensé. Le dije qué perfil le había dado a Alicia.
—Exacto —corroboró—. Ése es el que envié.
—¿Dónde está el problema, entonces? —pregunté, animado por una brizna de esperanza.
—Alicia habló anoche con Marcelo. ¿Sabes lo que dice él? Que con ese perfil te barren. Así de claro. Y yo me pregunto: ¿a quién le importa que te barran? También me pregunto: ¿con qué perfil no te barren? Da lo mismo: hay que cambiarlo.
—Lo siento —dije, esforzándome por fingir contrariedad, aunque de la irritación de Llorens no dudé en deducir apresuradamente una buena noticia: que tendría que ser él quien hablase con la decana para cambiar el perfil de la plaza—. Yo creía que era el mismo del año pasado. En fin. —Me encogí de hombros y con voz compungida y mirada de cordero añadí—: Lo siento, Enrique.
Aunque apenas tenía cuarenta y cinco años, Enrique Llorens lucía una calva sonrosada y reluciente y unos aladares poblados que se le derramaban sobre las sienes en una cuidada melenita de anciano, rizada y gris. Era de mediana estatura, de complexión débil y miembros grandes y flácidos, de ademanes nerviosos y voz estridente, y usaba unas gafas de pequeños cristales redondos que parecían descansar sobre los pómulos colmados y le achicaban los ojos, volviéndoselos remotos y huidizos; vestía ropa muy holgada y muy cara, con la que trataba en vano de neutralizar tanto su irrefrenable tendencia a la obesidad como la vulgaridad sin atractivo de sus facciones. Era profesor de fonología, al parecer muy bueno, y, desde hacía un año, jefe del departamento, cargo que según todos los indicios había aceptado con la esperanza de que le permitiera maniobrar para obtener una cátedra, pero tan pronto como comprendió que el férreo escalafón de la facultad frenaría por el momento su ascenso, optó, como habían hecho sus antecesores, por declinar tácitamente todas las responsabilidades del cargo en Alicia y regresar sin remordimiento a sus investigaciones de lingüista. Este retiro estudioso le autorizaba a sus ojos a abstenerse, de intervenir en los asuntos del departamento salvo cuando su concurso era estrictamente indispensable, cosa que por fortuna sólo muy de tarde en tarde ocurría, porque estas obligadas incursiones de urgencia agriaban su carácter por lo común cordial y hasta simpático y le sumían en ese estado de irritación justiciera que posee a quien se acusa por error de un delito que ha cometido otra persona.
—Lo siento, lo siento. ¡Mierda! —explotó Llorens, y por un momento la calva se le puso colorada y el pelo de la melenita, por contraste, casi blanco—. El que lo siente soy yo. La decana ya habrá enviado el perfil al rectorado. No tienes ni idea de cómo las gasta esa mujer: ¿sabes la que se va a armar cuando le diga que hay que cambiarlo? No lo sabes, claro. Pues te voy a decir una cosa, Tomás. Estoy hasta la coronilla de hacer de chacha. Hasta la coronilla. Así que esta vez no pienso dar la cara por ti. Si quieres cambiar el perfil, llamas tú a la decana y te apañas con ella. Por mí puedes decirle que hablas en nombre del departamento. Me da igual. Lo único que exijo es que soluciones el problema que tú mismo has creado. Es lógico, ¿no?
Yo sabía tan bien como Llorens que eso quizás era lógico, pero no era lo que convenía hacer; que, si de veras queríamos cambiar el perfil de la plaza, quien debía hablar con la decana no era yo, sino él. Yo sabía todo eso, pero como comprendí que me faltaban fuerzas para discutir con Llorens, o que era inútil intentarlo, asentí.
Llorens se fue sin despedirse y, mientras le veía alejarse por el pasillo contoneándose con sus andares de loca, melancólicamente pensé: «Nunca vienen solos: un problema atrae a otro problema. Parece que últimamente el que los atrae soy yo». Haciendo un esfuerzo recapacité: «Éste tiene solución». La idea no me confortó, porque me recordaba que el de Claudia no la tenía.
Apenas había vuelto a entrar en el aula cuando me pareció sorprender la mirada curiosa e irónica de un estudiante posada sobre mí; el estudiante bajó enseguida la vista. Imaginé entonces que toda la clase había oído la bronca de Llorens. No sé si me ruboricé.