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Ese mediodía comí en Las Rías y, después de dormir una larga siesta, de la que desperté entumecido y con dolor de cabeza, pasé la tarde en casa haraganeando entre periódicos y carajillos de coñac, leyendo una novela de Michael Innes, incubando el resfriado, aguardando vagamente la llamada de Claudia, tratando de impedirme imaginar lo que estaría haciendo Luisa. Por la noche telefoneé dos veces a Claudia, pero no la encontré, y, como no quería resultar pesado, no añadí ningún otro mensaje al que ya había grabado por la mañana en su contestador. Sobre las once me metí en la cama, fatigado sin motivo y un poco borracho, sin haber cenado apenas, y cuando a la mañana siguiente bajé al aparcamiento de mi casa advertí que mi coche había desaparecido. No me alarmé: tras un instante de desconcierto comprendí que Luisa se lo habría llevado el domingo, impulsada por la furia inconsciente o vengativa de la huida. Este hecho, que al principio me contrarió, enseguida me pareció un buen augurio, porque compensaba mínimamente a Luisa por el disgusto que yo le había infligido y me regalaba la ilusión de estar empezando a expiar una parte de mi culpa. Algo aliviado, y sin prisa (por fortuna me había levantado muy temprano, porque quería llegar a la Autónoma con tiempo suficiente para hacer fotocopias del examen y poner en orden mi despacho con vistas al nuevo curso), tomé el metro en Verdaguer, hice transbordo en Diagonal y antes de las diez llegué a la estación del campus. Casi arrastrado por la muchedumbre de estudiantes que vomitaron los vagones, bajé unas escaleras de cemento y, envuelto en un rumor multitudinario de pasos apresurados, fragmentos de saludos y conversaciones entrecortadas, con ánimo ligero eché a andar por un paseo ancho y flanqueado por una doble hilera de pinos que lo bañaban en una sombra fresca. Hacía una mañana espléndida: el sol aún no brillaba con toda su fuerza, pero en el aire limpio, fino y oloroso a campo había ya un anticipo del calor quemante del mediodía, y el cielo era de un azul perfecto. El paseo de los pinos se agotó enseguida: doblé a la izquierda por una explanada de cemento y luego crucé una rampa de piso de madera y armazón metálica que desembocaba frente a la Facultad de Derecho. Allí, sobre un césped segado y todavía brillante de la levísima humedad de la noche o del agua madrugadora de los aspersores, se arracimaban grupos perezosos de estudiantes, tumbados o en cuclillas, que conversaban animadamente, hojeaban sin interés algún libro o contemplaban, con una indiferencia casi filosófica y unos ojos adormecidos por la nostalgia del verano, las urgencias que hervían en la rampa poblada de compañeros diligentes. Crucé junto al bar de Derecho, de cuya puerta emergía una larga cola alimentada de estudiantes, y al pie de las escaleras de Letras, que estaban también sembradas de estudiantes ociosos, me llamó la atención una enorme pancarta de tela blanca que, desde la fachada de la facultad, proclamaba con grandes letras negras: NO A LA NUEVA LEY UNIVERSITARIA. NO AL AUMENTO DEL PRECIO DE LAS MATRÍCULAS. NO A UNA UNIVERSIDAD ELITISTA.

Subí las agotadoras escaleras de paredes blancas y zócalos de azulejos celestes y verdes que conducen al departamento, y al llegar, exhausto por la caminata, antes de ir a mi despacho entré en secretaría para hacer fotocopias y recoger la correspondencia. No estaba Alicia, pero sí Renau y Bulnes, que conversaban delante del casillero, cuyas celdillas rebosaban de las cartas y paquetes del verano. Tan pronto como advirtieron mi presencia se callaron, y por un momentó pensé que habían estado hablando de mí. Esta incómoda sospecha se desvaneció cuando, después de saludarlos y de comentar brevemente las vacaciones, Bulnes explicó:

—Estábamos hablando de lo de las matrículas. ¿Has visto las pancartas?

Bulnes habló de la subida de las matrículas que proyectaba el Gobierno. La consideró insuficiente y mal planteada, porque no obligaba a pagar más a quien más podía pagar. Luego acusó a los estudiantes de reaccionarios y al Gobierno de cobarde, y se lanzó a una comparación entre los estudiantes de ahora y los de su época, de la que éstos salían abiertamente favorecidos. Mientras Renau lo escuchaba sin demasiada atención, abriendo la correspondencia y leyéndola de reojo, yo asentía con enfáticos cabeceos. Bulnes era alto, grueso, fornido, y fomentaba una barba negra y perdularia que le emboscaba la mitad de un rostro grande, carnoso y dificil; vestía unos vaqueros gastados y demasiado anchos, una camisa azul a cuadros y unas sandalias, y hablaba con esa especie de urgencia que acucia a las personas a quienes gusta mucho hablar pero carecen de la vanidad suficiente para que les guste ser escuchados. Al lado de las ingencias de cachalote de Bulnes, Renau parecía aún más insignificante de lo que era: tenía el pecho hundido, el tronco escuálido, los hombros blandos, las piernas cortas y flacas, la piel blanquísima, constelada de pecas, y el pelo crespo y colorado, pero los ojos grandes, azules y perspicaces, que monopolizaban un rostro de nariz afilada y mandíbula débil, ponían en su aspecto una prestancia que el resto de su cuerpo le negaba y que la melancolía de sus trajes de funcionario sin ambiciones tampoco contribuía a realzar. Bulnes era o había sido durante muchos años militante comunista, y gozaba en el departamento de una temible reputación de hombre de principios inquebrantables que desde hacía tiempo él se había empeñado inútilmente en desmentir exhibiendo una simpatía ruidosa y desmesurada de la que nadie se fiaba demasiado; tenía nueve o diez años más que yo, y aunque yo sabía que dudaba tanto de mi capacidad intelectual como de mis conocimientos —cuyas lagunas le gustaba de vez en cuando desvelar—, con el tiempo había acabado por aceptar, más resignado que convencido, la decisión de Marcelo de que yo me incorporase al departamento. En cuanto a Renau, había estudiado la carrera conmigo, y desde entonces nos unía una de esas amistades que, tal vez como consecuencia de la secreta y despectiva conciencia de superioridad de uno de los amigos (Renau en este caso), raramente se resuelven a franquear el umbral de la intimidad, congelándose en un vacío intercambio de cortesías que el tiempo aboca a la indiferencia. Los dos eran, como yo, discípulos de Marcelo, y los dos enseñaban como yo literatura moderna; pero mientras que yo era un simple ayudante, hacía ya años que ellos ejercían como profesores titulares.

Aún no había concluido Bulnes su discurso cuando la entrada de Alicia lo interrumpió. Los tres nos volvimos instintivamente hacia ella, que al pasar junto a nosotros de camino hacia su mesa nos saludó y, mientras nos preguntaba por las vacaciones, añadió al saludo una triple caricia de rutina. Nadie se había resuelto aún a contestar la pregunta cuando, dejando encima de la mesa el mazo de impresos que sostenía en la mano, como si acabara de recordar algo me señaló con un índice admonitorio.

—Antes de que se me olvide —dijo, con una voz de mando que impidió cualquier comentario. En ese momento me pareció notar que Alicia tenía algo raro en la cara, pero no acerté a precisar de qué se trataba—. Las oposiciones están al salir. Me lo dijo ayer Llorens. También me pidió que diéramos el perfil de la plaza. Por lo visto hay que enviarlo arriba enseguida.

Instantáneamente se desvaneció el bienestar que el aire limpio y el sol de la caminata me habían infundido; sentí una brusca flojera en las piernas; por algún motivo pensé en Luisa.

—¡Enhorabuena! —exclamó Bulnes, palmeándome la espalda con demasiada fuerza—. Ya iba siendo hora, ¿no? Parecía que no se iban a acabar de decidir nunca.

—Es verdad —sonreí. Y dando muestras de una inesperada presencia de ánimo, no sólo por orgullo, sino también porque quizás intentaba convencerme a mí mismo de la bondad de la noticia, fingiendo una seguridad que estaba lejos de sentir ensayé una frase—. Más vale una operación a tiempo que una enfermedad para toda la vida —dije.

Bulnes soltó una carcajada excesiva, mientras los labios de Renau se alargaban en una sonrisa incierta, que apenas dejó entrever sus dientes. Alicia me miró con frialdad y, como quien se encoge de hombros, se sentó a su mesa y se puso a hojear los impresos.

—Nada, nada, la afición está contigo —volvió a palmearme la espalda Bulnes después de hacer una crítica sucinta y encarnizada del sistema de oposiciones, que ilustró con alguna anécdota extraída de su propia experiencia; más por su tono de voz que por sus palabras, comprendí que la aducía no tanto para denunciar los defectos de ese sistema como para exaltar las virtudes de quienes, como él mismo había hecho, conseguían sobreponerse a sus arbitrariedades—. Si necesitas alguna cosa, cuenta conmigo.

Estornudé.

—Muchas gracias, Bulnes.

—De nada, compañero. Para eso estamos. —Recogiendo su cartera del suelo añadió—: Y cuídate ese resfriado.

Aproveché el silencio que abrió la partida de Bulnes para cambiar de tema.

—Bueno —dije como si hablara solo, sacando de la cartera la hoja del examen que iba a poner—. Voy a ver si hago fotocopias.

—La fotocopiadora está estropeada —me informó Alicia.

—¿Otra vez?

—Otra vez. ¿Cuántas copias necesitas?

Se lo dije. Me arrebató la hoja del examen, se levantó y dijo:

—Ahora vuelvo.

Es curioso: creo que me molestó que Alicia se ofreciera a hacerme las fotocopias, tal vez porque, más que a su habitual solicitud, lo atribuí a su voluntad de compensarme por el pánico que había visto pintarse en mi cara cuando me dio la noticia de la oposición; una noticia que yo sabía que en cualquier momento podía producirse, pero aunque en público me había cansado de proclamar mi deseo de recibirla cuanto antes, en privado anhelaba con todas mis fuerzas que los arcanos de la burocracia académica la postergaran indefinidamente. Es posible que, como a Alicia, a Renau también le pudiera la piedad, porque no bien quedamos a solas salió de su silencio para intentar tranquilizarme: me ofreció los materiales que había usado en su oposición y se ofreció a sí mismo para que yo lo propusiera como miembro del tribunal, asegurándome que me defendería; luego recordó las ventajas de que goza el candidato de la universidad respecto a posibles competidores externos, como mal menor exaltó la endogamia universitaria, me exhortó a publicar todo lo que pudiera hasta el momento del concurso. Yo no ignoraba ninguno de los argumentos expuestos por Renau, y tampoco tenía motivos para dudar de la sinceridad de sus promesas. Su discurso, sin embargo, me irritó. Iba a agradecérselo con una frase mentirosa cuando inopinadamente me dio con el codo.

—Por cierto —dijo, arqueando las cejas y ladeando un poco la cabeza, con una lucecita maligna y azul brillándole en los ojos—. ¿Te has fijado?

Me sobresalté: no sé si por la absoluta ambigüedad de la pregunta o por el inicio de intimidad que delataban el tono en que había sido formulada y los gestos que la acompañaron.

—¿En qué?

—¿En qué va a ser? —Se señaló con un dedo la mejilla—. En la cara de Alicia. —Sonrió abiertamente—. Volvemos a las andadas.

En ese momento Alicia regresó con las fotocopias.

—¿Qué? —preguntó—. ¿Todavía estáis conspirando?

—Todavía —dijo Renau. Metió la correspondencia en su cartera, con un rápido ademán subrepticio señaló a Alicia, me guiñó un ojo cómplice, se despidió—: Bueno, tengo que irme —dijo—. Hasta luego.

Porque no acertaba a reconocer a Renau en sus gestos, pensé: «Qué raro». Entonces me fijé en Alicia, que estaba ordenando las fotocopias del examen sobre su mesa. Vestía un traje veraniego de color amarillo, breve y muy ajustado, ceñido por un cinturón azul; llevaba el pelo recogido en una coleta, y una generosa capa de maquillaje le cubría la cara, pugnando por disimular una excoriación colorada que le llegaba desde la sien hasta el nacimiento del pómulo izquierdo.

—Toma —dijo Alicia, alargándome el fajo de fotocopias y mirándome a los ojos. Algo raro debió de advertir en ellos, porque preguntó—: ¿Qué pasa?

—Nada —dije, recogiendo las fotocopias y desviando la vista.

—¿Cómo que nada? —preguntó, entre irónica y retadora—. Te has dado cuenta, ¿no?

—De qué.

—No te hagas el sueco, Tomás. —Como quien muestra un trofeo se señaló la sien lastimada. Enfáticamente concretó—: De esto.

La miré con interés.

—Ah, eso —dije, fingiendo sorpresa—. Te has hecho daño, ¿no?

—Y una mierda —dijo—. Fue el cabrón de Morris.

El silencio que siguió era una tácita invitación a que dijera algo, así que dije que lamentaba que se hubieran peleado otra vez.

—Pues yo no, fíjate tú. —En tono de absoluta sinceridad explicó—: Te digo la verdad: estoy hasta el chocho de ese negro de mierda.

Carraspeé y tragué saliva.

—Claro, claro, te entiendo. —De nuevo intenté cambiar de conversación—: Por cierto: ¿sabes si Marcelo está en su despacho?

Alicia ignoró la pregunta.

—Qué vas a entender tú —dijo, con un desprecio cuyo destinatario no era yo—. Si yo te contara…

Me contó. Mientras lo hacía tuve la certeza de que ya le había oído contar varias veces la misma historia. Recuerdo que pensé: «Es imposible que esta vez haya sido idéntica a las anteriores; quién sabe si Alicia no se habrá acostumbrado a contarlas todas del mismo modo y ya ni quiere ni puede cambiar de forma de hacerlo». Mientras ella seguía hablando noté algo que me desagradó, y era que íntimamente me alegraba la desgracia de Alicia. El descubrimiento me dejó perplejo: pese a las incomodidades de nuestra relación, ni mucho menos detestaba yo a Alicia, y no me costaba trabajo apreciar en ella virtudes de las que yo carecía. Entonces no entendí el motivo de mi alegría, pero con el tiempo he llegado a pensar que, por mucho que digamos querer a los otros, la verdad es que siempre nos alegramos en secreto de sus desgracias, porque en el fondo su mera existencia nos parece un estorbo.

—Total: a la mierda con Morris —concluyó Alicia—. Se acabó. Y esta vez va en serio. Tendría que haberlo hecho hace tiempo, pero bueno, más vale tarde que nunca. —En otro tono agregó—: Además, ya va siendo hora de que alguien se dedique en serio al departamento, ¿no te parece?

Desoí la insinuación.

—Claro, claro —convine con énfasis—. Bueno, Alicia, tengo que irme. ¿Sabes si Marcelo está en su despacho?

—Me parece que está en el bar —contestó, sonriendo como si disculpara una impertinencia.

—Voy a verle.

Recogí la correspondencia, y ya me disponía a salir cuando Alicia me aconsejó:

—No te olvides del perfil, ¿eh, Tomás?

—Tranquila —dije—. No se me olvida.

—Por cierto: ¿cómo está Luisa?

Es increíble, pero a punto estuve de responder: «Muy bien. Está embarazada, ¿sabes?»; me contuve a tiempo. Yo sabía que la noticia de la huida de Luisa aún no había podido llegar al departamento; sin embargo, como la ofuscación o el remordimiento me impedían pensar de acuerdo con lo que sabía razonable, por un momento temí que Alicia lo supiera. Antes de escabullirme atiné a decir, despreocupadamente:

—¿Luisa? Muy bien. Como siempre.