12

Eran más de las once cuando llegué a mi casa. Estaba empapado y descompuesto. No me duché; no me cambié de ropa. Llamé a Marcelo.

—¿Marcelo? —pregunté—. Soy Tomás. Perdona que te moleste a estas horas, pero…

—Perdonado —concedió, ocultando apenas la irritación—. Está visto que esta noche no me vais a dejar trabajar.

Intentando apaciguarlo, aventuré:

—Te he interrumpido.

—No importa. —Ahora la voz sonó sincera—. Mañana tengo que presentar en Madrid la última novela de mi amigo Marsé. ¿La has leído?

—No —dije. Marcelo no me permitió cambiar de tema.

—Pues tú te lo pierdes. Un estudiante me contó no hace mucho que él había dejado de ser marxista para ser marsista. Es una tontería, pero seguro que es verdad: este tipo se ha empeñado en ser el John Ford de Gracia; es una lástima que a veces se conforme con quedarse en Henry Hataway… Coño, ya sé de qué voy a hablar mañana. —El hallazgo pareció impacientarle, porque perentoriamente inquirió—: Bueno, qué quieres.

De golpe no supe por dónde empezar.

—Ha pasado algo terrible, Marcelo —atiné a decir—. Terrible.

—Ya me he enterado —dijo, increíblemente—. Y la verdad: no creo que sea para tanto.

Un hilo de frío me recorrió la espalda. De nuevo pensé que estaba soñando. «No puede ser», pensé. La voz apenas me alcanzó para gemir:

—¿Cómo que no es para tanto? ¿Cómo que ya te has enterado?

—Sí —dijo, con asombrosa naturalidad—. Alicia acaba de llamarme. Me ha dicho que Llorens ya ha enviado el perfil.

—¿Qué perfil?

—¿Qué perfil va a ser? El de las oposiciones. Mira que llegas a ser asno. Pero, en fin, no pasa nada: mañana hablas con Llorens y le dices de mi parte que llame a Marieta y que lo cambie por…

—¡Pero quién se preocupa ahora de las oposiciones! —grité—. ¡Te digo que ha pasado algo terrible!

—Coño, Tomás. Ni que hubieras matado a alguien.

—Algo parecido.

—¿Cómo algo parecido?

—Algo parecido —repetí—. Se trata de Claudia.

—¿Claudia?

«No se acuerda», pensé, dividido entre el rencor y el desaliento. Pensé: «Por mucho que hablemos con los otros, por mucho que estemos con ellos, siempre estamos solos».

—Claudia —repetí, todavía incrédulo—. Ayer me pasé toda la tarde hablándote de ella.

—Ah, Claudia. —Creí que fingía recordar; no fingía—. El fantasma. ¿Qué pasa con ella?

—Está muerta.

—No me jodas, Tomás. Que eso sólo pasa en las novelas rusas.

—No la he matado yo —le corregí, exasperado—. Fue el hijo de puta del marido. O alguien que él envió. Yo qué sé. Lo único que sé es que Claudia está muerta y que me van a acusar a mí de haberla matado. Hay un recado mío en su contestador automático y el portero me vio entrar en su casa, y además están las huellas.

—¿Qué marido? ¿Qué portero? ¿Qué huellas? —inquirió, haciendo una pausa tras cada interrogante y alzando progresivamente la voz—. Hazme un favor, Tomás —prosiguió, en otro tono—. Tranquilízate un poco y cuéntame con calma qué es lo que ha pasado.

Con toda la calma que logré reunir, le conté lo que había pasado. Con algún detalle.

—Hombre, Tomás, no seas atolondrado —dijo Marcelo cuando acabé—. Que no hayas encontrado a la chica no significa que esté muerta.

—Entonces ¿dónde está?

—Pues no lo sé. Se habrá quedado en la playa, con los padres y el niño.

—Imposible. —Alegué—: Me habría llamado. Quedamos en que nos llamaríamos. Me dijo que el martes sin falta tenía que trabajar; ya tendría que estar de vuelta. Además, el portero me ha asegurado que los padres de Claudia sólo alquilaron la casa de Calella durante el mes de agosto. No ha pasado por su casa, no está en la playa, no ha ido a trabajar. ¿Dónde quieres que esté? —Cediendo al abatimiento, añadí—: No hay nada que hacer. Claudia me lo advirtió. El tipo llevaba tiempo amenazándola. Desgraciadamente no me lo tomé en serio; de haberlo hecho, a lo mejor Claudia todavía estaría viva.

—No seas idiota, Tomás: tú no tienes ninguna culpa. Ni siquiera puedes estar seguro de que esté muerta.

—¡Claro que está muerta! ¿No te das cuenta de que no hay otra explicación posible?

—Ya, ya —murmuró. Después de un silencio preguntó—: Bueno, y qué piensas hacer ahora.

—No lo sé —reconocí—. ¿Para qué crees que te he llamado?

—Podrías hablar con los padres de la chica. A lo mejor ellos saben algo.

—¿Y cómo los localizo? No tengo su número de teléfono, ni siquiera sé cómo se llaman, ni dónde viven. Nada. ¿Cuántos Paredes puede haber en Barcelona? —Grité—: ¡Montones!

—Haz el favor de no levantarme la voz, Tomás. Y tranquilízate de una vez. —Hizo otra pausa, que yo aproveché para llenarme de aire los pulmones—. Mira, yo no sé si la chica está muerta o no, aunque la verdad es que todo esto pinta bastante mal. Ahora, está claro que si la han matado te has metido en un buen lío. En fin. Supongo que lo más sensato es no correr riesgos y tratar de que por lo menos no te carguen con el muerto, ahora que todavía podemos.

—Sí, pero ¿cómo? —pregunté—. ¿Yendo a la policía? No creas que no lo he pensado.

—Eso ni se te ocurra; si entras en comisaría, no sales —sentenció con aplomo, como si hablase por experiencia. Quizá por la tensión acumulada, y porque en ese momento supe que Marcelo iba a echarme una mano, un nudo se me formó en la garganta. Yo había llamado a Marcelo sin saber por qué: por desesperación, supongo, porque no sabía a quién llamar; ahora sentí hacia él una gratitud infinita. Me corregí: «No estamos tan solos»—. Hay demasiadas pruebas que te acusan y, si es verdad que el marido la ha matado, ya se habrá encargado él de que hayan quedado bien a la vista; por lo menos tanto como de eliminar las suyas. Yo creo que para empezar lo que hay que hacer es entrar en la casa. Dijiste que tenías las llaves, ¿no?

—Sí. Pero ya te he dicho que fui incapaz de abrir. Claudia me lo advirtió: la cerradura está mal.

—Estará mal, pero bien que entrasteis vosotros el otro día —puntualizó—. Hay que volver a probarlo. Hay que entrar como sea. Borraremos el recado del contestador, limpiaremos tus huellas del piso. Lo dejaremos igual que estaba antes de que se te ocurriera la brillante idea de meterte en él.

—Lo malo va a ser el portero —le previne.

—¿Qué pasa con el portero?

—Está todo el día de guardia. Ni siquiera nos dejará entrar.

—Eso ya lo veremos —objetó, animoso: en un momento había pasado de la preocupación a una especie de euforia—. Lo que ahora necesito es tiempo para pensar. Hay que elaborar un plan y actuar de acuerdo con él. Y no perder ni un minuto: en cualquier momento pueden descubrir el cadáver. De momento vamos a hacer una cosa. Yo no puedo eludir el compromiso de mañana. La presentación es a la una; como mucho a las siete cojo el puente aéreo, y a las ocho estoy aquí. ¿ tienes algo que hacer?

—Sólo un examen.

—¿A qué hora?

—A las once.

—Perfecto. Así estarás ocupado. Después vuelve a casa a comer. Te llamaré. Para entonces ya se me habrá ocurrido algo. Podemos quedar en el mismo aeropuerto. Desde allí iremos directamente a casa de Claudia.

Hubo otro silencio. Sinceramente dije:

—No sabes cómo te agradezco lo que estás haciendo, Marcelo.

—Los agradecimientos al final, Tomás, al final, que de momento todavía no he hecho nada —me riñó—. Tú ahora lo que tienes que hacer es dejarme un rato en paz, tomarte un par de pastillas y meterte en la cama. Te conviene dormir bien; mañana nos espera un día de ordago. Y no te preocupes, hombre —concluyó—. De ésta saldremos.

De palabra le agradecí lo que había dicho; mentalmente, el plural.