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Fue una mañana de principios de marzo, hace ahora ya casi siete años. Recuerdo que en la calle soplaba un viento de invierno y que aún no eran las nueve cuando entré en la estación de Sants y subí al Talgo que se hallaba a punto de salir en dirección a Madrid. Mi madre acababa de morir y yo volvía a Zaragoza con la intención de atar algunos cabos legales que su muerte había dejado sueltos, y apenas me hube acomodado en mi asiento, casi al mismo tiempo que los altavoces anunciaban la partida del tren, se sentó frente a mí una mujer. Era alta, de rasgos suaves y redondeados, de piel fina, de pelo oscuro; rondaba los treinta años y vestía con esa impecable circunspección, un tanto enfática, que a menudo exhiben las personas que desean aparentar una madurez que su fisico no les concede: traje de chaqueta azul, camisa blanca, medias de color carne, zapatos de charol y gabardina gris; pero lo que más llamaba la atención en ella era la férrea voluntad de gobernarse a sí misma que irradiaba cada uno de sus gestos. Llevaba un maletín de cuero, de cierre automático, y una bolsa de lona. Colocó esta última en la bandeja destinada al equipaje, se quitó la gabardina, la plegó en el asiento de al lado, se sentó, me obsequió con una sonrisa neutra y abrió el maletín.

En todo el trayecto no cruzamos palabra. La mujer se sumergió desde el principio en la lectura de la edición inglesa de un libro de Hobsbawm, que de vez en cuando subrayaba con un lápiz cuidadosamente afilado, y yo me puse a leer una revista después de asistir a la silenciosa desintegración de la ciudad y, durante un rato, a la fuga urgente de fábricas, arrabales y descampados en los cristales del compartimiento. La mujer bajó del tren en Lérida; dos horas más tarde, cuando iba a hacerlo yo en Zaragoza, advertí que se había dejado la bolsa de lona en la bandeja. Por un instante dudé. Porque supuse que dentro de la bolsa encontraría la dirección de la propietaria y podría enviársela, finalmente decidí añadirla a mi equipaje. En la casa de los parientes donde me alojé durante los dos días que permanecí en Zaragoza me di cuenta de que sólo había acertado a medias: en la bolsa no había ni rastro de la dirección de la propietaria, pero sí de su nombre, que figuraba en una esquina de la primera página de los cuatro libros que contenía (también había una libreta de tapas rojas, con apuntes). Luisa Genover. Me dije que, una vez de vuelta en Barcelona, no me sería dificil localizar el nombre en la guía de teléfonos y devolverle la bolsa.

Pero no hizo falta registrar la guía de teléfonos, porque al día siguiente de mi regreso a Barcelona volví a ver a Luisa. Fue en la lectura de la tesis doctoral de Carlos Renau, que versaba sobre el carlismo de Valle-Inclán. Marcelo Cuartero era el director de la tesis y Luisa uno de los miembros del tribunal que la juzgaba. Al concluir el acto me acerqué a ellos. Marcelo nos presentó y, mientras estrechaba la mano de Luisa con una sonrisa que era casi una disculpa, observé: «Bueno, en realidad ya nos conocemos. No sé si te acuerdas». No se acordaba, de modo que tuve que refrescarle la memoria. Por fin me identificó; o, más exactamente, dijo identificarme, porque lo cierto es que sólo cuando mencioné la bolsa que había olvidado en el vagón desapareció la sombra de embarazo que durante un instante le había confundido los ojos. La noticia la hizo visiblemente feliz, sobre todo porque (dijo) en la libreta de tapas rojas tenía escrito el borrador de una conferencia; Marcelo aprovechó para bromear acerca de nuestro encuentro y propuso que los acompañara a comer; Luisa se sumó enseguida a la propuesta, así que acepté.

Regresamos juntos a Barcelona después de la comida. Durante el viaje hablamos de Marcelo, de la tesis de Renau, de nuestro encuentro en el tren. Luisa me contó que daba clase en la Universidad de Barcelona y en el Colegio Universitario de Lérida, que por entonces dependía de aquélla; también me confesó que estaba cansada de viajar a Lérida dos veces por semana. Luego quiso saber en qué trabajaba, y yo adorné como pude el oficio de corrector a destajo de pruebas de imprenta con el que malvivía a costa de un editor negrero. Recuerdo que en algún momento Luisa me preguntó si estaba interesado en dar clase en la universidad; recuerdo que mentí: prolijamente enumeré las servidumbres innobles que debía acatar quien aspiraba a trabajar en la universidad, antes de sentenciar que nunca estaría dispuesto a someterme a ellas. Al entrar en Barcelona Luisa sugirió la posibilidad de acompañarme a casa para recoger la bolsa, pero, como me avergonzaba el piso en que vivía —un apartamento mínimo, oscuro y lleno de cochambre—, pretexté un compromiso en el centro y me ofrecí a llevársela otro día a su casa.

El sábado por la tarde me presenté en su casa con la bolsa. Luisa me recibió radiante; bebimos un trago, charlamos y salimos a comer algo a un restaurante cercano. Al despedirnos quedamos vagamente en que volveríamos a vernos, pero a la semana siguiente Luisa me llamó por teléfono y ese mismo viernes cenamos en el Bilbao. Después de cenar fuimos a bailar a Bikini, y cuando muy tarde ya en la noche, ebrios de música, de alcohol y de deseo, salimos de nuevo a la calle en busca de un taxi, el presentimiento de la primavera que perfumaba la atmósfera disolvió en el aire aterido de la madrugada todas las torpezas de la timidez. No sabría decir de qué habíamos estado hablando, aunque me recuerdo haciendo juegos de palabras con una pintada o con un verso latino, tambaleándome un poco para fingirme más borracho de lo que estaba mientras recitaba muerto de risa un poema goliárdico de una obscenidad brutal y escondida; el caso es que en algún momento Luisa me preguntó si conocía las cuatro fases del amor según los latinos. Le dije que no. «Visus», empezó a enumerar, y me miró abriendo mucho los ojos. «Alloquium», siguió, y con dos dedos se rozó los labios. «Contactus», dijo, y me tocó la cara. «Basia», dijo, y me besó. Cuando se separó de mí, feliz y sonriente y con los ojos brillosos, tras un silencio pregunté: «¿Y cuál es la quinta?».

Durante aquella primavera dormí muchas veces en casa de Luisa. En mayo Marcelo me llamó para animarme a firmar una plaza de ayudante que el departamento sacaba a concurso y, dado que el tribunal que otorgaba la plaza estaba integrado sólo por miembros del propio departamento, y dado que el anuncio de Marcelo equivalía a una tácita señal de que yo contaba con su apoyo, interpreté esta llamada como una promesa segura de trabajo en la universidad. No me equivoqué. A principios de julio se celebró el concurso, que gané sin problemas, y en septiembre, después de mandar al diablo al editor, firmé un contrato de ayudante y empecé a dar clase. No fui el único que estuvo de suerte: Luisa consiguió a principio de curso concentrar toda su docencia en Barcelona y dejar de ir a Lérida dos veces por semana. Para esa época llevábamos ya más de un mes compartiendo su piso de la calle Industria.

En junio nos casamos. Sólo entonces conocí a la familia de Luisa, pero tardé todavía mucho tiempo en entrever la razón de esta demora, que en aquel momento no entendí y que mi mujer no me explicó nunca. Con los años he llegado a pensar, acaso exageradamente, que, aunque era incapaz de reconocérselo a sí misma, Luisa en el fondo odiaba a su familia; lo cierto es que se avergonzaba de ella y que se reprendía en secreto por su falta de valor para suprimirla de una vez por todas de los compromisos y ocupaciones que llenaban sus horas. Y hasta es posible que en más de un sentido importante toda su vida no haya consistido sino en un esfuerzo largo, único, enconado y finalmente inútil por rechazar todo lo que su familia representaba. Claro que todo esto lo pienso ahora, porque entonces lo único que yo veía en Luisa era a una mujer segura y acogedora desgarrada por la autoimpuesta obligación de satisfacer las permanentes exigencias de una familia atrapada en las incertidumbres de su decadencia.

La madre, que también se llamaba Luisa, procedía de una aguerrida estirpe de vascos que durante el siglo pasado amasó una fortuna espectacular comerciando con azúcar y armas en la isla de Cuba, y uno de cuyos vástagos, Ramón Eceiza, se instaló en el último tercio de siglo en Barcelona, dejando a su muerte un imperio que fue poco a poco esquilmado por la desidia de sus descendientes y la avidez sin escrúpulos de los sucesivos administradores. Después de haberse enamorado en multitud de ocasiones y de haber rechazado a multitud de pretendientes, convencida de que ninguno era digno de ella o de que siempre estaría a tiempo de aceptarlos, pasada la guerra civil el asombro de comprobar que ya no era joven y el pánico a la soltería indujeron a la madre de Luisa a casarse con el primero que se lo propuso: un hombre algo más joven que ella, silencioso, atrabiliario, devoto y superficial, que incubó durante años un feroz resentimiento contra sí mismo por no haber podido acabar la carrera de medicina, vedándose así el acceso a la posición social que creía merecer, lo que acabó emponzoñando para siempre su vida, la de su propia familia y la de la familia de mi suegra, cuyos numerosos hermanos, encastillados en su arrogancia de rentistas y en su vanidad de hombres apuestos, lo humillaban sin piedad por su condición de empleado a sueldo y por su estatura ridícula. Con ese matrimonio sin amor mi suegra cambió el desenfreno de una juventud transcurrida entre una feliz profusión de criadas con cofia, de largas estancias junto al mar y largos viajes familiares, de interminables fiestas a la luz de la luna y de dinero gastado a manos llenas, por las costumbres morigeradas que la mentalidad mesocrática de su marido atribuía a una esposa ejemplar. Sin embargo, una vez viuda y liberada de la tiranía del matrimonio, la madre de Luisa sintió de golpe todo el espanto de la vejez y el quemante rencor del tiempo malgastado y, propulsada por toda la energía de sus fuerzas quebrantadas y por el dinero que todavía devengaba el desmedrado patrimonio familiar, avariciosamente se lanzó a rebañar la espuma de los días que le quedaban por vivir.

Fue entonces cuando yo la conocí. Acababa de cumplir setenta y un años, pero en su porte de gran señora, en la delicadeza de sus facciones de mujer orgullosa de su abolengo de bandoleros y rentistas, en sus manos largas, blancas y limpias de las manchas de la vejez, en la transparencia de sus ojos azules y desafiantes y en la precaria lisura de su cutis estirado por las manos constantes de los masajistas perduraba aún la frescura remota de la juventud. Vivía en un viejo y destartalado piso que abarcaba una planta entera de un antiguo edificio de la familia situado en la parte baja de la Vía Layetana, en una soledad sólo rota por el bullicio marchito de las amigas, por el afecto ocasional, esforzado, problemático y sin convicción de sus dos hijos y por la presencia tácita de Concha, una anciana vasca, malhumorada e impaga, que ocultaba la calva de su cabeza con una peluca pelirroja, y que era el último vestigio vivo que mi suegra conservaba de una infancia saturada de sirvientes. Es verdad que la convicción de fanática que ponía en su rechazo a acatar la realidad de sus más de setenta años hacían de ella una mujer simpática y de trato inicialmente agradable, pero no es menos verdad que la vitalidad agónica, hiperactiva y sin propósito y el parloteo torrencial con que intentaba persuadir a su interlocutor —y sobre todo a sí misma— del milagro de su juventud eterna aturdían con facilidad a cualquiera y acababan socavando los cimientos de su propia salud. A partir del momento en que la conocí, con infalible regularidad y cada vez mayor frecuencia, la realidad testaruda de su decrepitud la vencía hundiéndola en un abatimiento sin confines que le devolvía multiplicadas las crueldades de su verdadera edad. Estas derrotas eran no obstante sólo temporales: pasado un periodo de postración, mi suegra emergía poseída de nuevo de un ímpetu intacto, que parecía haber estado amasando en secreto con vistas a lanzarse con las energías de una falsa joven a un combate que íntimamente sabía perdido de antemano. El fervor religioso que había fingido profesar durante su matrimonio había acabado por contagiarla de una devoción tardía y ornamental que la muerte de su marido redujo a una costumbre de consuelo en sus horas de postración y a una necesidad inaplazable de ensuciarse la conciencia. Esta última urgencia era vital para ella, pues aun en los momentos de mayor inactividad le permitía mantener la ilusión de estar viva, entregándose a las torturadas delicias de la expiación. La pasión del juego —que imparcialmente alimentaba frecuentando bingos, casinos, máquinas tragaperras y garitos de variado pelaje, y que en más de una ocasión la llevó a contraer deudas desorbitadas que no podía pagar— acaso era sólo el más eficaz de sus instrumentos auto-punitivos, y desde luego una mera derivación de la pasión crematística que la poseía, una pasión abrasadora pero también paradójica, en la medida en que la viudedad la había retrocedido a la virginal relación con el dinero de sus veinte años, cuando ignoraba tanto su valor como el modo de manejarlo, aunque no el de despilfarrarlo en objetos que sólo poseían verdadero interés para ella si demostraban su falta absoluta de utilidad práctica.

Otra fiebre consumía, además de la del dinero, el declive renuente de mi suegra: los hombres. Es posible que, como mi mujer sostenía, ésta fuera aún más devoradora que la anterior, porque se había visto obligada a mantenerla amordazada durante los años que duró su matrimonio; sin duda era más vistosa. Al poco de morir su padre, Luisa acogió con una mezcla de melancolía y alborozo el hecho de que su madre no se enclaustrase en su tristeza de viuda, sino que ocasionalmente saliese con amigos nuevos y antiguos, pero esa satisfacción inicial se trocó primero en perplejidad y más tarde en desasosiego cuando los corteses caballeros dignamente otoñales que la frecuentaban cedieron su lugar a dudosos cuarentones de aspecto impecable e incluso a adolescentes con cazadora de cuero y melena de muchacha, que la arrastraron finalmente a la ingrata certidumbre de que su madre invertía parte de sus ingresos en procurarse los amantes que su carne avejentada ya no era capaz de convocar. Con todo, los problemas que esta desaforada afición a la compañía masculina provocaba no provenían del resignado malestar que suscitaba en Luisa (quien, luego de intentar en vano ahorrárselos, acabó por aceptar con una mezcla insondable de incredulidad y repugnancia el lujo de detalles íntimos con que la obsequiaba su madre), sino de la reacción iracunda que aquélla encendía en su hermano Juan Luis.

Juan Luis había heredado de su madre la energía sin sosiego de los Eceiza, su incapacidad de invertirla con fundamento y su instinto autodestructivo. De su padre había heredado casi todo lo demás: una inteligencia torpe, un cuerpo sucinto y escuálido, una hermosa cabeza romana y una invencible propensión tiránica que dolorosamente refrenaba en todas partes salvo en el seno atemorizado de su familia; sin duda pertenecían también al padre el porte sereno y esa lenta y postiza gravedad de ademanes que algunos despistados confunden con una forma de distinción, aunque esta apolillada ficción de hidalguía no lograba sobrevivir a su sonrisa de conejo ni a la saturación de ansiedad reprimida que agarrotaba cada uno de sus gestos ni, sobre todo, a la humillación de un labio leporino que en vano trataba de ocultar con un bigote lacio y despoblado. A diferencia de Luisa, a quien sacaba seis años, Juan Luis había pasado la mayor parte de su infancia en el hogar de la abuela Eceiza, y los privilegios que le procuró su condición de primer nieto en una casa huérfana de niños y numerosa de solteros, que no se resignaba a abandonar la exuberancia de sus mejores años, le inculcaron la costumbre de atribuirse un destino de ocio y de gran mundo. Cuando la realidad desmintió esta quimera, toda la devoción que había reservado para la familia de su madre se agrió en un resentimiento sin resquicios contra quienes consideraba responsables de haber malbaratado con su incuria el futuro de hombre de fortuna que ellos mismos le habían inducido a concebir. El común rencor contra los Eceiza no acercó, sin embargo, a Juan Luis y a su padre. Mediante una operación de transferencia nada insólita, éste había confiado a su hijo la tarea de resarcirlo de sus fracasos, y cuando Juan Luis demostró tanta ineptitud para encaramarse a una posición social de relieve como la que él había demostrado en su juventud, descargó sobre su hijo, acrecentada por el encono de la ilusión defraudada, toda la amargura que durante años había saboreado a solas. Esta decepción no sólo envenenó para siempre la relación entre el padre y el hijo, sino también la convivencia de la familia, y ni siquiera la fulgurante carrera académica de Luisa —que su padre siguió con desinterés, su madre con un asombro no exento de suspicacia y Juan Luis con creciente irritación, hasta que comprendió que los triunfos de la inteligencia de su hermana no iban a arrebatarle el monopolio de la atención de sus progenitores— consiguió distraer el resentimiento del padre. No es raro que a la muerte de éste Juan Luis intentara sin éxito sustituirlo en el gobierno de la familia, ni siquiera que una vez, armado sólo con sus conocimientos de contabilidad de modesto empleado de banca, se empeñara ingenuamente en poner orden en el caos centenario del patrimonio de los Eceiza con la secreta esperanza de rehacerlo, empresa imposible de la que no sacó en limpio otra cosa que el encarnizamiento de su odio por la familia y una depresión descomunal que lo tumbó en una cama durante seis meses. Más insólito parecerá a simple vista que con el tiempo se convirtiera en un celoso guardián de la memoria del padre muerto, pero así fue, y no sólo porque fisicamente se pareciera cada vez más a él o porque lo imitara en su forma de vestir y hasta de cortarse el pelo, sino sobre todo porque no podía tolerar la idea de ver a su madre acompañada de otros hombres y, menos tal vez porque temiese que alguno de ellos fuera a poner en peligro su herencia que porque los consideraba póstumos e indignos rivales de su padre, cada vez que llegaba a sus oídos la noticia de una nueva hazaña galante de la madre montaba en una cólera helada y amenazaba con incapacitarla legalmente en razón de su prodigalidad y con encerrarla para el resto de sus días en una residencia de ancianos. Los buenos oficios de Luisa, que temía más a su hermano que a su madre, pero que sobre todo temía los altercados entre ambos, habían conseguido sin embargo aislar a mi suegra de estas amenazantes explosiones de ira, interponiendo entre los dos un cordón sanitario formado por ella misma y por la mujer de Juan Luis, un ama de casa endurecida por las ingratitudes del matrimonio y envejecida en el oficio de suavizar las intemperancias de su marido y de desbravar a sus cuatro hijos, cuya desbocada fiereza de alimañas montunas sólo el pavor del padre conseguía amansar. Era una mujer gruesa y de escasa estatura, de ojos bovinos y párpados humildes, de manos de monja, de gestos de persona acostumbrada a la realidad. Se llamaba Montse.