2
Todavía no eran las doce cuando un taxi nos dejó en una calle paralela a República Argentina, muy cerca ya del Putxet. Pagué el taxi y seguí a Claudia. La calle era corta y empinada, y moría pocas manzanas más arriba, en una verja de hierro; tras ella, iluminado por la luz sucia que difundían los globos de luz de las farolas, me pareció borrosamente distinguir un bosque, tal vez un parque.
Mucho antes de agotar la calle, Claudia anunció:
—Aquí es.
Cruzamos un vestíbulo enmoquetado y subimos en ascensor hasta el ático. En el descansillo, que era breve, sólo había una puerta. Claudia sacó del bolso un manojo de llaves, me entregó el bolso y me pidió que lo sostuviera, seleccionó una llave, la introdujo en la cerradura, murmuró:
—A ver si hay suerte.
No entendí el comentario hasta que advertí que Claudia intentaba sin éxito abrir la puerta.
—¿Estás segura de que ésa es la llave? —pregunté.
—Completamente.
Al rato, tal vez cansada de forcejear, Claudia se volvió hacia mí y sonrió como si pidiera paciencia, o como si se disculpara.
—Algún día esta cerradura me va a dar un disgusto —profetizó—. Hace tiempo que debería haberla cambiado. Pero no te preocupes —agregó, dando por concluida la pausa—. Acabará cediendo.
Por decirlo de una forma suave: nunca he sido un manitas. De modo que sólo se me ocurre atribuir a los efectos de las cervezas y el Ribeiro —aliados tal vez a un deseo torpe y precipitado de hacerme valer— lo que en aquel momento me oí decir.
—¿Por qué no me dejas probar a mí?
No tuve que arrepentirme del ofrecimiento, porque por fortuna Claudia no me hizo caso: masculló algo, que no entendí, y siguió escarbando en la cerradura. Respiré aliviado. Se me ocurrió entonces que, si no conseguíamos abrir la puerta, iba a resultarme muy fácil convencer a Claudia de que viniera a dormir a mi casa, pero todavía estaba indagando la forma adecuada de formular en voz alta esta propuesta, que en aquel momento me pareció brillante, porque disfrazaba el deseo de necesidad, cuando se abrió la puerta.
—¡Menos mal! —exclamé de inmediato, ocultando como pude la decepción—. Creí que nos quedábamos en la calle.
—Yo también —confesó Claudia—. Esta cerradura está hecha polvo. De mañana no pasa sin que le pida a un cerrajero que me la cambie. Toma —añadió, entregándome el manojo de llaves—. Mételo en el bolso.
La seguí por el vestíbulo, por un pasillo de paredes blancas, por una sala amplia y en penumbra, donde entreví varias butacas, un sofá, un televisor y varias estanterías, y llegamos a una cocina americana ante la cual se abría un gran ventanal rectangular, saturado de noche.
—¿Dónde nos sentamos? —preguntó Claudia—. ¿Dentro o fuera?
—Donde tú quieras —contesté—. Estamos en tu casa. ¿Dónde dejo el bolso?
—Ahí mismo —dijo, señalando una mesa. Apretó un interruptor, y dos focos de luz blanca limpiaron instantáneamente de oscuridad el ventanal, iluminando una terraza espaciosa, más allá de la cual la noche era una masa compacta de sombra apenas punteada por luces ralas—. En la terraza estaremos bien. Bueno, ¿qué quieres tomar?
Dejé el bolso en la mesa y me encogí de hombros, al tiempo que hacía con la cabeza un gesto magnánimo destinado a que Claudia lo tradujese así: «Más que la bebida, lo que importa es la compañía»; como Claudia tardaba en traducir, aclaré:
—Cualquier cosa.
—Cualquier cosa no es nada —objetó mientras sus labios dibujaban una sonrisa de dientes deliciosos, que trataba benignamente de atenuar el contraste entre la sensatez de sus palabras y la estupidez de las mías—. Tengo whisky, coñac, ginebra…
La atajé:
—Whisky está bien.
Salimos cargados con una bandeja donde había dos vasos, una botella de Johnny Walker y una cubitera mediada de hielo, y nos sentamos en un extremo de la terraza, junto a un oloroso macizo de geranios, en dos de esas típicas sillas de jardín, de hierro, de asiento circular y respaldo en forma de corazón, que escoltaban a una mesa del mismo tipo, con la superficie cubierta de diminutos azulejos de colores y las patas de hierro, en forma de voluta. Claudia puso la bandeja sobre la mesa, sirvió dos whiskies, por enésima vez brindó:
—Chin chin —dijo, levantando el vaso y mirándome a los ojos—. Por nosotros. Por nuestro encuentro.
Bebimos. Claudia cruzó las piernas y prendió un cigarrillo.
—¿Qué te parece la casa? —preguntó.
—Muy bien —dije, aunque apenas la había visto.
—A mí también me gusta —dijo ella—. Es bastante grande y eso me permite trabajar aquí, sobre todo desde que Pedro se fue… Luego te enseño el tallercito de fotografía que me he montado.
Como si quisiera afirmar el optimismo de mi amiga, aspiré profundamente el aire de la noche, abrí los brazos en un gesto abarcador y quizás algo teatral, opiné:
—Y además está la terraza.
Apoyé mis palabras ponderando la profusión de flores que llenaba la terraza, la interrogué acerca de los cuidados y la dedicación que exigían, alabé la pureza de la brisa que llegaba del Putxet y los benéficos efectos que sin duda ejercía sobre la salud, en especial sobre la salud de un niño… Lo de que soy aprensivo debe de ser cierto, porque bastó mencionar el tema de la salud para que sintiera frío. Es verdad que había refrescado; por otra parte, ya se sabe del peligro de los últimos días del verano, cuando el cuerpo, todavía acostumbrado al calor, está desprevenido, mientras el aire, que no descansa, se ha infectado ya del frío del otoño. Nunca me ha gustado jugar con la salud, pero en aquella ocasión, y en vista de que mi amiga parecía inmune a la brisa, el orgullo pudo más que el temor a un resfriado. Mi valiente decisión de aguantar el cambio de temperatura sin más protección que una ligera camisa se vio reforzada cuando, con envidiable presencia de ánimo, Claudia comentó:
—Cuando hace fresco, como ahora, aquí se está de perlas, pero a esta hora hace un par de semanas no corría una gota de aire, y de día era un auténtico horno.
—Me lo imagino —dije, y a continuación, frotándome los brazos con alguna energía, me atreví a reflexionar—: Pero qué quieres que te diga: la verdad es que yo ahora mismo no tengo ningún calor.
—¿Quieres que te traiga un jersey? —preguntó, solícita.
—Qué va. Era sólo un comentario.
Me opuse con fuerza a que fuera a buscarlo, pero no quise sobrepasar el punto en que la insistencia se convierte en descortesía. Al rato regresó con el jersey; me lo entregó y volvió a sentarse en su silla; con naturalidad, como si sinceramente le interesara el tema, observó:
—No me has hablado de Luisa.
—Tampoco me lo has pedido —repliqué, intentando concentrarme en localizar el agujero del jersey por donde debía meter la cabeza—. Qué quieres que te cuente.
—¿Te ayudo? —preguntó.
—No hace falta —dije.
Hubo un silencio, durante el cual Claudia debió de reflexionar.
—No sé —dijo finalmente, con una voz rara—. ¿Le has sido infiel alguna vez?
Acabé de hacerme un lío con el jersey. Esto me permitió ganar un poco de tiempo; pero necesitaba más. Así que, mientras exploraba con la cabeza una de las mangas del jersey y me estrujaba el cerebro intentando dar con la respuesta adecuada, contesté a la pregunta con otra pregunta:
—¿Qué quieres decir?
Reconozco que no fue una salida brillante; pero fue una salida. Porque mientras Claudia se levantaba y me echaba una mano con el jersey, que se había enredado de una forma horrorosa, me lo desenredaba riéndose, me repetía la pregunta y regresaba a su silla, a mí me dio tiempo de optar por la estrategia que juzgué más airosa: intentar a toda costa preservar la imagen de hombre desprejuiciado que, según creía (o esperaba), de mí se habría forjado mi amiga.
—Alguna vez —mentí.
—Cuántas —insistió.
—No lo sé —dije, como si dudara, o como si el número no tuviera importancia—. Dos. Quizá tres. No me acuerdo.
—¿De verdad no te acuerdas?
—De verdad —dije—. ¿Te parece raro?
—Rarísimo —aseguró, escrutándome divertida—. Yo me acuerdo perfectamente de todos los hombres con los que me he ido a la cama.
—«Los feits d’amor no puc metre en oblit» —recité con lentitud, silabeando—. «Ab qui els haguí, ne el lloc, no em cau d’esment».
—De quién es eso.
—De Ausiás March —dije—. ¿Te gusta?
—Es precioso —dijo—. Y es verdad.
—Es precioso porque es verdad —la corregí—. Por lo menos en tu caso.
—Y apuesto a que en el tuyo también —dijo y, como si quisiera premiarme por la cita, o celebrarla, me sirvió más whisky—. Sólo que eres un mentiroso.
Me reí. Luego, halagado por el éxito, contraataqué.
—¿Y tú?
—Yo qué —dijo, encendiendo otro cigarrillo y volviendo a cruzar las piernas—. ¿Que si soy una mentirosa?
—Que si engañaste a tu marido alguna vez.
—Ni una sola —dijo con énfasis, y sus labios insinuaron una sonrisa traviesa—. Siempre he sido una idiota.
—Por qué.
—Porque él sí me engañaba a mí —dijo—. Que yo sepa lo hizo por lo menos un par de veces.
No dije nada, pero me di cuenta entonces de que había sido un error mentir. Por un momento pensé en rectificar, en decirle que todo había sido una broma, en reconocer la verdad: que nunca había engañado a Luisa. Por fortuna, no lo hice; comprendí a tiempo que el remedio podía ser peor que la enfermedad. Porque lo malo de las mentiras no es que uno pueda acabar creyéndoselas, sino que imponen a quien las dice una lealtad más férrea y más duradera que la verdad.
Como no podía traicionar mi propia mentira, traté de justificarla. Tímidamente aventuré que la fidelidad es una de las cosas que más nos separan a los hombres de las mujeres, porque a nosotros nos cuesta más trabajo mantenerla. Tan pronto como formulé la frase me arrepentí de ella, porque me pareció una estupidez.
—Tonterías —dijo previsiblemente Claudia—. Ésa es una de las pocas cosas que nos unen. A los dos nos cuesta el mismo trabajo ser fieles; lo que pasa es que a muchas mujeres todavía les da miedo dejar de serlo, mientras que a la mayoría de los hombres no.
—No veo la diferencia.
—Pues la hay.
—De todas maneras el problema es el mismo —proseguí, antes de que Claudia pudiese explicarse—. La fidelidad. ¿Por qué tiene que ser una virtud la fidelidad, cuando va contra nuestra propia naturaleza? A todo el mundo le gusta variar. En todo. El hombre es el animal que varía.
—Por eso es infeliz.
—Por eso es hombre. Los animales son los únicos que disfrutan repitiendo siempre las mismas cosas, en los mismos lugares. Ésos sí que son felices. Bueno, pues por mí que les aproveche. Yo, si tengo que imaginarme el infierno, me lo imagino como un sitio donde siempre se hacen las mismas cosas, de la misma forma y con la misma gente.
—Es curioso, así es como siempre me he imaginado yo el cielo, como un sitio donde uno hace siempre las mismas cosas sin cansarse de hacerlas.
—Así es como nos enseñaban a imaginarlo, ¿no? —me burlé. No sé si creía en lo que estaba diciendo, pero lo cierto es que, porque me permitía tomar el mando de la conversación y, quizá, porque tenía la secreta convicción de que agradaba a Claudia, me divertía hacerlo—. A mí me parece que uno es infiel por casi todo. Quien no es feliz con su pareja, por insatisfacción, y quien es feliz, para no entregarse del todo, para rescatarse un poco.
—Y quien no es ni una cosa ni otra, para poder contarlo.
—Eso también —dije—. Aunque a lo mejor todo lo que hacemos lo hacemos para poder contarlo.
—Haz el favor de dejar la filosofia para otro rato, Tomás —dijo—. Que son más de las doce.
—Perdona, chica —dije, sonriendo y quizá ruborizándome un poco, y antes de llevarme otra vez a la boca el vaso de whisky le reproché—: La culpa es tuya, por emborracharme.
—¿Quieres un poco más?
Le acerqué el vaso y dije:
—Luego no te quejes.
Me sirvió más whisky. Ella también se sirvió.
—Oye, Tomás, dime una cosa —continuó, volviendo a recostarse en el respaldo de la silla, sin descruzar las piernas, mientras con una mano se apartaba el pelo de la frente y con la otra sostenía el vaso que acababa de rellenar y el cigarrillo casi consumido—. ¿Se lo has contado alguna vez a Luisa?
—El qué. ¿Que me acuesto con otras mujeres?
—Sí.
—Ni hablar —dije—. Por qué iba a contárselo.
—Mucha gente lo hace —dijo como si quisiera provocarme, e imaginé que se esforzaba por fingir una inocencia que ya no era suya—. Pedro, por ejemplo.
«Así os ha ido», pensé.
—Pues yo no lo he hecho nunca, ni pienso hacerlo —dije—. No sé qué iba a ganar contándoselo.
—Decir la verdad.
—No siempre es bueno decir la verdad —objeté—. Quiero decir que lo que siempre es bueno es no mentir, pero a veces es mejor no decir la verdad sin necesidad de mentir. —Sonreí—. En fin, me parece que me he hecho un lío.
Claudia se rió.
—Me parece que sí —dijo.
—Lo que quiero decir es que, aparte de que uno nunca sabe muy bien qué es la verdad, no siempre es bueno decirla. Al contrario: la mayoría de las veces la verdad es mala para la vida. Por eso las parejas que se lo cuentan todo no pueden funcionar. Se van al diablo, o se mueren de aburrimiento, que es la peor muerte que hay, porque te deja vivo. Y por eso decía no sé quién, Voltaire me parece, que contarlo todo es la forma más rápida de dejar de ser interesante.
—Pues tú vas a dejar de serlo de un momento a otro, porque calculo que a estas alturas tu arsenal de citas debe de estar agotándose.
Esta vez fui yo el que se rió.
—No te preocupes —la tranquilicé, y en ese momento noté que estaba bastante borracho, pero, como imaginé que Claudia también debía de estarlo, no me importó—. Para casos como éste guardo siempre una reserva. De todos modos —continué, divertido, dando otro trago de whisky y encendiendo un cigarrillo con el mechero que Claudia había dejado sobre la mesa—, mantengo lo dicho. No se puede contar todo. Y menos si uno está casado. Porque lo terrible del matrimonio es que todo se hace en común: se come, se duerme y hasta se hacen las necesidades en el mismo sitio y a veces juntos. Es espantoso, lo más parecido que hay a un campo de concentración, porque no hay lugar para la privacidad. Si uno no es capaz de crearse un espacio propio, desconocido c inaccesible para el otro, está perdido. Bueno, pues ese espacio es el secreto. Si la frase no sonara pedante, te diría que ese espacio es el espacio de la libertad. Por eso hay que saber guardar un secreto.
Recordé entonces una anécdota que acababa de leer. Dos amigos se encuentran en un bar; después de charlar un rato, uno le dice al otro con aire de misterio: «Te cuento un secreto si eres capaz de guardármelo»; sin ocultar su irritación, el otro contesta: «¡Pero cómo quieres que te guarde un secreto si tú eres el primero que es incapaz de guardarlo!». Claudia celebró la anécdota con una carcajada, que yo me apresuré a secundar; porque siempre satisface contribuir a la alegría de los otros (lo que quizá dice mucho en favor de las denostadas virtudes del egoísmo), o simplemente porque comprobaba con gratitud que, a diferencia de lo que ocurría durante el tiempo en que nos frecuentamos, yo era capaz ahora de hacer reír a Claudia, me sentí feliz. Fue entonces cuando mi amiga consiguió sorprenderme de veras.
—Oye, Tomás, déjame que te haga una pregunta —dijo con un rastro de risa flotando todavía en su boca, mientras yo seguía saboreando el éxito de mi locuacidad y la fomentaba con otro trago de whisky—. Yo antes te gustaba, ¿verdad?
Me atraganté y tosí.
—Perdona, Claudia —me disculpé—. ¿Qué decías?
—Que si yo antes te gustaba.
—¿Que si me gustabas? —Sonreí sin acertar a esconder la incomodidad—. Vaya pregunta, ¿no?
Claudia dio una calada a su cigarrillo y, mientras contemplaba pensativamente el ascua avivada por la brisa, expulsó por la boca y la nariz un humo desordenado y efímero. Me miró con una chispa de burla en los ojos, insistió:
—Dime la verdad: ¿te gustaba o no te gustaba?
—Pues sí, supongo que sí, no lo sé, hace tanto tiempo —balbuceé—. Me imagino que sí.
—No lo dices muy convencido.
—Es que hace un montón de años de todo eso, Claudia —protesté—. ¿Cuántos? ¿Quince, veinte? Cómo quieres que esté muy convencido. De la mitad de las cosas ya ni me acuerdo.
—Yo en cambio me acuerdo de todo.
—Entonces para qué me lo preguntas.
—Porque quiero oírtelo decir a ti —reconoció—. Te gustaba o no te gustaba.
—Sí, supongo que sí, ya te lo he dicho.
—Pero ¿de verdad o no?
—Hombre, de verdad…
—Quiero decir si estabas enamorado de mí.
De pronto me sobraba el jersey. No me atreví a quitármelo.
—¿Enamorado? —repetí—. No lo sé. Entonces supongo que sí lo creía, pero no lo sé…
—En qué quedamos.
—En que sí —dije, cediendo otra vez y, tal vez intrigado por saber adónde quería ir a parar Claudia, continué—: La verdad es que sí. Durante bastante tiempo me gustaste mucho. En realidad, bueno, en realidad desde que yo recuerdo.
—¿Y ahora?
—Ahora qué.
—¿Te gusto ahora?
—Claro, Claudia —dije, con toda la naturalidad que fui capaz de fingir—. Estás muy guapa.
—No seas bobo, Tomás —dijo—. No te pregunto si estoy guapa. Te pregunto si te gusto o no te gusto.
En ese momento noté que tenía una erección.
—Mucho —dije.
—¿Te irías a la cama conmigo?
—Joder, Claudia, esto qué es —dije, exasperado, incapaz ya de combatir la sospecha de que mi amiga estaba intentando burlarse de mí, tratando de mantener la distancia amistosa e irónica con la que me había protegido de su aplomo durante toda la noche—. ¿Un interrogatorio?
—Claro que no —dijo con serenidad—. Sólo quiero saber si te gustaría irte a la cama conmigo.
—Cuándo.
—Esta noche —dijo—. Ahora mismo. Di: sí o no.
Hubo un silencio.
—Me encantaría.
—¿De verdad?
Me pareció increíble que pudiera dudarlo. Simplemente dije:
—De verdad.
Claudia me miró a los ojos; sonrió; luego dio un último trago de whisky, apagó el cigarrillo, se levantó y me alargó la mano.
—Ven —dijo—. Vamos.