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Fue entonces cuando noté que empezaba a operarse en mí un cambio que al principio me desconcertó y al que poco a poco, pese a no acabar de entenderlo del todo, fui habituándome; al principio no lo entendí, ya digo, pero enseguida conseguí buscarle una explicación, una explicación que sólo ahora sé que era insuficiente (en el fondo quizá todas las explicaciones lo son), pero que durante algún tiempo me satisfizo y me alivió. Como probablemente les ocurra a todas las personas que quieren llegar a ser alguien, yo había vivido casi siempre en un estado de permanente ansiedad, como si sólo la tensión y la angustia del logro pudieran mantenerme vivo, como si cualquier distracción fuera a apartarme para siempre de una carrera en pos de un galardón precioso e inalcanzable (o bien que abandonaba su condición de galardón no bien lo alcanzaba), y cuya exacta naturaleza nunca acerté a definir. Como todos los jóvenes (lo dice Jaime Gil en un poema que es casi un epitafio), yo vine a llevarme la vida por delante, quería ser —ahora hasta da un poco de risa reconocerlo— un gran hombre, quizás un gran sabio o un gran escritor o un gran político, no sé, en todo caso un personaje trágico o épico y no cómico, uno de esos personajes que nacen o comienzan o parten y mueren o acaban o vuelven a lo largo de una peripecia en que se cumple su destino, corriendo a través del tenso trecho fugaz entre el ayer y el mañana del tiempo adquisitivo, hallando sólo satisfacción en la empresa cumplida, a horcajadas entre logro y logro, entre el pasado y el futuro, e ignorando el presente, que es la única realidad, como el cardenal Richelieu o como el Antonio Azorín del principio de La voluntad —él también quería ser un gran hombre, un gran sabio o un gran escritor o un gran político—, o incluso como el truhán Calabacillas, que usaba sus astucias de falso loco para gozar los privilegios marchitos de una corte alucinada, cualquier cosa excepto aceptar convertirme en lo que quizá ya era o siempre había sido, en lo que tal vez siempre había estado en mi naturaleza (o eso era al menos lo que pensaba entonces), en lo que en algún momento de aquel otoño de desastres, cuando insensiblemente advertí que la ansiedad empezaba a diluirse y que yo empezaba a sentirme vivir con la serenidad de los vencidos, comprendí que me estaba convirtiendo. Dice Walter Benjamin que ser feliz significa poder percibirse a uno mismo sin temor; quizá porque empecé a ser consciente de que nada importante tenía que perder y, por tanto, nada importante tenía que temer, empecé a gozar por entonces de una modesta forma de felicidad. Lo cierto es que la angustia se disolvió en cuanto aprendí sin querer a vivir distraídamente, apartándome de la carrera y sentándome a un lado de la pista a ver pasar por ella un frenesí bruscamente insensato o ajeno, mientras casi sin asombro comprendía que la única forma de alcanzar el preciado, remoto e indefinible galardón es precisamente no buscarlo, renunciar a ser un personaje trágico o épico y aceptar el gozo natural de ser sólo un personaje cómico, no un cardenal glorioso de honores y sedas, sino un humilde bufón de risa, no Armand-Jean du Plessis Richelieu sino Juan de Calabazas o Calabacillas o mejor aún el Bobo de Coria viviendo en el milagroso presente sin memoria ni proyectos de una locura que quizá no lo es, no el trágico y falso y desdichado Antonio Azorín del principio de la novela sino el Antonio Azorín irrisorio del final, el calzonazos apaciguado y contemplativo, el pobre hombre no demasiado infeliz, dominado por una mujer de hierro y reconciliado con su realidad de pueblerino sin aspiraciones, sin futuro y sin pasado, alentando en el distenso ahora del tiempo consuntivo, aprendiendo a gozar, como yo lo estaba haciendo ahora, del presente puro, del puro borbollear del instante, aprendiendo a vivir no a horcajadas entre el pasado y el futuro, entre lo que había hecho y lo que iba a hacer, sino sólo en el presente y para el presente, aprendiendo a disfrutar de esa libertad y esa felicidad que sólo pueden disfrutarse cuando ya se ha perdido casi todo y no se espera casi nada, de la beatitud desesperada y serenamente jubilosa de Ricardo Reis cuando advierte: «Si nada esperas, cuanto te depare el día, por poco que sea, será mucho». Confusamente comprendí entonces que yo había sido siempre o había querido ser un personaje de destino, incapaz de gozar del prodigio cotidiano y fabuloso del presente, arrojado permanentemente hacia el porvenir por temores, deseos y esperanzas que me robaban la conciencia y el placer y el sentimiento de lo único que tenía para lanzarme a la búsqueda de lo que aspiraba o creía aspirar a tener. Ahora, derrotado y acabado, con muy poco ya que perder y muy poco que temer, sentí que empezaba un largo aprendizaje de la decepción, un arduo noviciado en el arte ignorado de ser un personaje de carácter, y sentí que con él empezaba también el viaje de vuelta a casa, la verdadera aventura, la odisea secreta.

Algunos miembros del departamento acogieron con indignación la noticia de que el rectorado había decidido rescindir mi contrato en septiembre; la mayoría lo hizo con indiferencia. Pero nadie, salvo Marcelo, Ignacio y Bulnes, movió un solo dedo para evitarlo, y sospecho que, dado que no sabemos no alegrarnos de las desgracias ajenas, muchos ni siquiera acertaron a reprimir una inesperada alegría al conocerla.

Cuando finalmente admitieron que yo no iba a recurrir el dictamen de la comisión y que tampoco iba a presentarme a las oposiciones, y después de que entre todos consiguiéramos enfriar el ardor pendenciero de Bulnes, haciéndole desistir de sus iniciativas de escándalo y devolviéndole a la antigua, falsa y esforzada simpatía de la que durante unas pocas semanas le habíamos sacado y con la que a duras penas trataba de romper el aislamiento al que en el departamento le condenaba su permanente irritación contra el mundo y su fama justificada de revolucionario irredento, Marcelo e Ignacio me propusieron que, a través de un proyecto de investigación que Ignacio dirigía, y cuyo objetivo era la edición de las obras completas de Tirso de Molina, solicitara una beca que podría permitirme sobrevivir durante dos años, mientras buscaba trabajo. Aunque sabía que no era fácil que me concediesen la beca (cuya convocatoria se hacía pública en febrero y cuya provisión se fallaba en junio), entre otras cosas porque el campo de trabajo del proyecto estaba muy alejado de mi especialidad, acepté la propuesta.

En diciembre también decidí cambiar de piso. Supongo que en parte la decisión obedecía al hecho de que uno siempre asocia la idea de cambiar de piso con la de cambiar de vida y, aunque es verdad que yo acababa de descubrir que no es preciso que cambie aquél para que ésta cambie, lo cierto es que, de una forma quizá supersticiosa, juzgué que buscar un nuevo piso era una forma simbólica de empezar una vida nueva, una forma real de imponerme al azar o a la fuerza de los hechos, como si con ese movimiento de la voluntad tomara otra vez las riendas de mi vida, que temporalmente había soltado, para gobernarla de nuevo. (La realidad no tardó en demostrarme que esta presunción era falsa, y yo hubiera debido saberlo, aunque sólo sea porque sabía que el rasgo que mejor define al personaje de carácter es que su vida está casi exclusivamente regida por el azar; es decir: casi incontaminada de necesidad; es decir: casi incontaminada de muerte). Pero mi decisión obedecía sobre todo a un hecho más simple, y era que el piso que durante cinco años había compartido con Luisa en la calle Industria se reveló enseguida demasiado grande para un hombre solo y demasiado caro para un solo sueldo, que además era bastante más exiguo que el sueldo de Luisa.

Tuve suerte: casi inmediatamente di con el piso que me convenía. Estaba en un edificio de tres plantas, en la calle Aviñón, no lejos de la Rambla. Tenía dos habitaciones, cuarto de baño y cocina. Es verdad que era algo oscuro y algo húmedo, además de viejo, pero también es verdad que, sobre todo por comparación con el de Industria, era bastante barato y que, aunque no podía decirse que fuera grande, no pequé de optimista cuando el primer día que lo vi me dije que, en cuanto lograra desembarazarme de todas las cosas superfluas que había acumulado con los años, no tendría demasiados problemas de espacio. Por lo demás, y pese a que en un principio mi intención era realizar el traslado de inmediato, sólo pude juzgar como una muestra de generosidad y honradez el hecho de que el propietario me pidiera aplazarlo hasta después de la Navidad, cuando hubiera ultimado las pequeñas pero indispensables mejoras que, según me contó, estaba llevando a cabo en el sistema de cañerías.

Como ni quería ni podía trasladar a mi nuevo domicilio las pertenencias de Luisa que todavía conservaba, con bastante antelación telefoneé a casa de mi suegra para que su hija viniera a recogerlas. Hacía ya mucho tiempo que no hablaba con la madre de Luisa, y la conversación fue bastante confusa. Al principio, increíblemente, mi suegra no pareció reconocerme, y deduje sin motivo que, contagiada al fin de la animadversión que Luisa había concebido hacia mí, mi suegra fingía no reconocerme. Yo creo que esto me dolió bastante, sobre todo (supongo) porque interpreté aquel desaire como la voladura del último puente que aún me unía a Luisa. Lo cierto es que, después de algunas explicaciones, entendí que mi mujer ya no vivía allí. Le pedí un número de teléfono donde pudiera localizarla. Me lo dio y, no sin una punzada de tristeza, me despedí de ella. Inmediatamente después marqué el número que me había dado, pero no me contestó Luisa, sino Juan Luis.

—Perdona, Juan Luis, soy Tomás —me apresuré a disculparme—. Llamaba para hablar con Luisa. Tu madre debe de haberme dado un número equivocado.

—Mamá está fatal —dijo sin dignarse a saludarme. Como si hablara solo, o como si yo le hubiera preguntado por su madre, prosiguió—: No sé qué le pasa, pero para mí que esto ya es demencia senil. —Detalló descuidos, omisiones, torpezas, olvidos. Sentenció—: Se lo he dicho a Luisa: hay que internarla.

—Lo siento —dije, sinceramente. Para intentar congraciarme con él pregunté—: ¿Cómo están Montse y los niños?

—Bien —respondió con sequedad y, como quien de improviso recuerda algo, con inopinada amabilidad inquirió—: ¿Quieres el número de Luisa?

Me lo dio. Luego, en tono despectivo, me explicó que Luisa estaba viviendo con Oriol Torres. Por algún motivo la noticia no me sorprendió del todo.

—La verdad, Tomás —añadió entonces Juan Luis, quizás interpretando erróneamente mi silencio, en el que había más resignación que resentimiento, y con una calidez casi afectuosa que yo nunca había detectado en su voz—. No sé si Luisa va a querer hablar contigo, creo que te echa la culpa de lo que pasó. Ya sabes cómo son las mujeres… De todos modos, por probar no se pierde nada. —Endureció la voz para añadir—: ¿Conoces al tipo ese con quien vive? Dice que trabaja en la universidad. ¡Ja! Ése no ha trabajado en su vida, ni trabajará. Es un hijo de papá, su familia ni siquiera sabe el dinero que tiene. Y encima es de los que andan por ahí dándole lecciones a todo el mundo. Sólo me faltaba éste. Como si no tuviera ya bastante con lo que tengo. Con franqueza, y no creas que lo digo por halagarte: te prefería a ti. Montse quiere convencerme de que Luisa ha salido ganando con el cambio, pero yo te defiendo, porque es lo que yo le digo siempre: mira, Montse, más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer.

Estuve a punto de agradecerle sus tardías y equívocas protestas de aprecio y de explicarle que sólo quería hablar con Luisa para que viniera a mi casa a recoger sus cosas, pero por alguna razón, creo que sobre todo porque me faltó orgullo, no hice ni una cosa ni la otra. Sin más explicaciones colgué y, convencido de que no iba a poder hablar con ella, apenas nervioso, marqué el número que Juan Luis acababa de darme. Me contestó Oriol Torres.

—Un momento, por favor —dijo después de que yo preguntara por Luisa—. ¿De parte de quién?

Tuve que identificarme.

—Ah, Tomás. Soy Oriol Torres. ¿Cómo estás?

Contesté que estaba bien y reiteré mi petición. Con postiza amabilidad repitió:

—Un momento, por favor.

Al rato regresó al teléfono.

—Lo siento, Tomás —dijo con falsa voz compungida—. No quiere ponerse.

Sucintamente le expliqué para qué quería hablar con ella.

—Ah, si es por eso… —dijo—. ¿Cuándo haces el traslado?

—A principios de enero.

—Pues no te preocupes —aseguró—. Antes de enero pasaremos a recoger sus cosas.

Torres no cumplió su palabra, pero una mañana de mediados de enero, justo cuando yo ya estaba en pleno traslado, me telefoneó y me dijo que, si yo estaba de acuerdo, al día siguiente pasarían a recoger las cosas de Luisa. Esta vez sí lo hicieron. Recuerdo que aquella tarde Luisa vestía unos vaqueros descoloridos, chaqueta y blusón azul y zapatillas blancas, y que llevaba el pelo tan corto que parecía un chico; quizá porque hacía mucho tiempo que no la veía o porque de algún modo la sentí remota, ajena a mí y al recuerdo que conservaba de ella, al verla se me hizo un nudo en la garganta y, con una especie de nostalgia, como si no fuera yo quien formulaba la frase, pensé: «Basta separarse por un tiempo de alguien para que se convierta en otra persona». Antes de poner manos a la obra, los tres estuvimos conversando un rato de cosas sin importancia, y recuerdo que en medio de algún silencio pensé sin querer que un observador imparcial de la escena podría tal vez concluir que la relación que me unía a Luisa no era menos superficial que la que me unía a Torres. Tras aquel obligado intercambio de trivialidades, que más de una vez he comparado al recordarlo con la travesía de un campo erizado de cristales rotos, les ayudé a colocar en el coche, un espacioso Nissan de color azul metalizado, las pertenencias de Luisa. Cuando acabamos apunté mi nueva dirección en un trozo de papel, y Luisa, que ya había subido al coche, bajó el cristal de la ventanilla para que yo se lo alcanzara.

—Es mi nueva dirección —dije, con la voz empapada de una antigua intimidad que excluía sin proponérselo a Torres—. Llámame si necesitas algo. —Volví a sentir un nudo en la garganta, dificultosamente tragué saliva, añadí—: No sabes cómo siento todo lo que ha pasado.

Luisa levantó la vista del papel y me miró en los ojos, y fue entonces cuando acabé de reconocer sin posibilidad de error, en la seriedad de la mujer un poco pálida que estaba ante mí, a la mujer con la que había convivido durante seis años, y por un instante pensé que iba a decir algo verdadero o definitivo, algo que deshiciese de golpe el espejismo de inanidad de ese encuentro espectral. No sé si no quiso o no pudo hacerlo, porque lo cierto es que en ese momento Torres arrancó el coche y, con su aplomo de hombre despreocupado y en el tono de helada amabilidad que no le habían abandonado en toda la tarde, se despidió:

—Gracias por todo, Tomás. Y lo mismo digo: si necesitas algo, ya sabes dónde encontrarnos. Seguro que nos veremos pronto.