3
Lo primero que pensé al día siguiente, cuando desperté con la boca pastosa y una punzada de dolor en la garganta y las sienes, fue que el alcohol y el frío de la noche habían hecho su efecto. Claudia todavía estaba a mi lado, desnuda y ovillada entre las sábanas, un jirón de pelo manchándole la cara y los párpados cerrados con fuerza, como si quisieran proteger el sosiego de su sueño de la luz amarilla y suavizada por blancos visillos que entraba por los montantes de la galería, inundando la habitación de una claridad dorada. Tenía sed y ganas de orinar, así que me levanté, me puse los pantalones y fui al baño. Oriné. Luego bebí un trago de agua del grifo y, al levantar la cabeza, sorprendí mi rostro en el espejo: el desorden del pelo, la hinchazón de los párpados, la fatiga y el sueño de los ojos, la afilada delgadez de la nariz y los pómulos, la flojera de los labios, la sombra de barba que me oscurecía el mentón y la barbilla. Apacigüé un poco el pelo y me pasé una mano por la cara, y entonces reviví súbitamente, con toda claridad, como en una ráfaga de lucidez tal vez levantada por el olor de la carne de Claudia prendido en mis dedos, la larga, maravillosa y estupefacta delicia de la madrugada. Con un inicio de remordimiento, que sofoqué como pude, pensé en Luisa; luego pensé en Claudia: en los muchos años a los que había sobrevivido mi deseo, en la noche que acababa de pasar con ella. No es imposible que, en el tremedal de una relación amorosa, el tiempo pueda ocasionalmente aliarse con el placer, afianzándolo; en aquel momento creí saber que nada es comparable al deslumbramiento de la primera vez. Quizá porque en el fondo no entendía lo que había ocurrido, o porque me sobrepasaba (y también porque es más sencillo recurrir a las palabras de los otros que encontrar las propias), recordé un aforismo de Oscar Wilde: «Lo más profundo es la piel»; yo lo había leído y recordado y exhibido muchas veces, pero sólo entonces entendí su significado. Mientras me lavaba la cara me sentí rejuvenecido, prodigiosamente limpio de culpa, casi feliz.
Fui a la cocina. Por el ventanal que daba a la terraza y a la calle entraba a raudales un sol de mediodía; corrí las cortinas y la cocina quedó en penumbra. Luego inspeccioné la nevera, abrí una botella de Coca-Cola, de dos tragos me la bebí. Saciada la sed, sentí hambre y, como la nevera estaba casi vacía, resolví salir a comprar algo de desayuno. En el comedor, de vuelta hacia el cuarto de Claudia, tres fotografías atrajeron mi atención. Estaban en una repisa que sobresalía de la chimenea, dominando el hogar. Me acerqué a examinarlas. La primera de ellas mostraba a un niño de pocos meses: rubio, desnudo, carnoso, rosado y sonriente. En la segunda, Claudia, con expresión de risueña sorpresa, ofrecía un pecho notablemente redondo y blanco al niño, que mamaba con fruición, con los ojos entrecerrados. El niño y Claudia aparecían también en la última fotografía: el primero, algo mayor que en las dos instantáneas anteriores, arrellanado en el regazo de la madre, y ésta vestida de blanco, tocada con una pamela azul y sentada en una silla también blanca, de metal, con un fondo caluroso de verano en el que se intuían grupos de gente, la mancha verde, deshilachada y vertical de un sauce, una pista de tenis y, más allá, un macizo de árboles y un pedazo de cielo azul; pero en esta fotografía, junto a Claudia, al otro extremo de una mesa de metal pintada de blanco, había también otra persona: un hombre en ropa de deporte, con una raqueta de tenis cruzada sobre las rodillas y una mirada alegre, atolondrada y vacía; tenía unos cuarenta años y era de complexión sólida y de facciones duras, como esculpidas con cincel en el rostro, la frente mezquina y abombada, la nariz aguileña, el mentón pétreo, las cejas espesas y unidas en el entrecejo, el bigote meticuloso y la sonrisa de hombre apuesto, de dientes iguales y encías visibles, que trataba de irradiar por todo el rostro un aplomo que traicionaban la inseguridad de la mirada y la rigidez de garra de las manos, aferradas a los brazos de la silla con una tensión sin propósito. Recuerdo que me extrañó que Claudia conservara a la vista una fotografía en que aparecía junto a su antiguo marido (ni se me ocurrió que pudiera ser otra persona el individuo en traje de deporte); también, o más aún, que hubiera podido compartir varios años de su vida con aquel hombre de aspecto vagamente repulsivo.
Claudia todavía estaba durmiendo cuando entré en la habitación, pero mientras me vestía despertó. Me acerqué a la cama y me senté junto a ella; un vestigio de sueño le nublaba los ojos. Le aparté el pelo de la frente. Sonreí.
—Hola.
Sonrió.
—Hola.
La besé profundamente, y el beso me dejó en la boca un sabor de saliva y de carne tibia y dulce.
—¿Has dormido bien? —pregunté.
Asintió, desperezándose y ampliando la sonrisa.
—¿Y tú?
—Yo también. —Era mentira: quizá por la excitación de tener a Claudia a mi lado, desnuda y durmiendo bajo las sábanas, apenas había pegado ojo en toda la noche, y ahora me pesaban los párpados—. Por cierto, ¿no has oído el teléfono?
—¿Cuándo? ¿Esta noche?
—Sí —dije—. Me ha parecido oírlo sonar varias veces.
—Lo habrás soñado.
Iba a decirle que se equivocaba, que estaba seguro de haberlo oído, pero no me dejó: me atrajo hacia sí, me revolvió el pelo, me besó.
—Has estado maravillosa —susurré.
—No seas bobo, Tomás.
—Es la verdad —insistí—. Hacía siglos que no disfrutaba tanto. Parece mentira: después de lo que llegamos a beber anoche…
—A mí me sentó muy bien.
—A mí también. Pero ya sabes —alcé las cejas en un gesto que reclamaba complicidad; recité—: «Drink provokes desire, but takes away performance».
—Idiota —contestó, riéndose y plantándome una mano en la cara.
Le sujeté la muñeca, que era mínima y sedosa, y le aparté la mano; inevitablemente pregunté:
—¿Qué tal lo has pasado tú?
—Bien, muy bien —dijo, pero por un instante me pareció que su expresión bruscamente abstraída desmentía sus palabras; las que a continuación balbuceó, frunciendo la boca en un mohín ambiguo, como si se excusara o como si aún no hubiera despertado del todo, confirmaron mis sospechas—. Aunque no sé, Tomás, si quieres que te sea sincera…
Pugnando para que mi voz no delatara la ansiedad que me asaltó de golpe, inquirí:
—¿Qué?
—No, tú has estado muy bien —se apresuró a explicar Claudia y, sin duda porque había detectado en mí algún signo de alarma, se incorporó, recostó la espalda en la pared, enérgicamente se frotó los ojos con el dorso de las manos, limpiándoselos de sueño, e insistió en tranquilizarme—. De verdad, Tomás, ha sido fantástico. Lo que quiero decir es que… No sé cómo explicártelo. —Eligiendo con cuidado las palabras explicó—: Es como si esta noche no hubiera sido yo misma, como si hubiera sido otra persona.
La explicación, que debió de haberme hecho reflexionar, sólo consiguió halagarme, porque mi vanidad eligió interpretarla como una confundida expresión de gratitud; por eso no me avergonzó aventurar:
—A lo mejor es que por primera vez esta noche has sido tú misma.
Una sonrisa irónica y casi compasiva desnudó instantáneamente sus dientes.
—A lo mejor —aceptó, sin ninguna convicción, y luego, como si acabara de advertir que yo me estaba vistiendo, interrogó—: ¿Ya te vas?
—No, a no ser que me eches. —Me levanté, acabé de vestirme, agregué—: Voy a comprar el desayuno. ¿Te apetece algo especial? —Claudia se encogió de hombros; alegremente anuncié—: Enseguida vuelvo.
Fuera hacía una mañana magnífica: el sol caía a pico desde un cielo impecablemente azul, la luz deslumbraba y el aire era tan claro que parecía de cristal. Me llegué hasta República Argentina. En una panadería compré pan y croissants, y un paquete de café y un litro de leche y otro de zumo de naranja en un colmado cercano. No dejaba de pensar en Claudia: recuerdo que, de regreso a su casa, me pareció increíble que mi amiga estuviera esperándome; también me conmovió la idea de compartir con ella, durante unas horas, los ritos modestos de la domesticidad. A la entrada del edificio, recluido en una encristalada portería de paredes de madera, había un hombre blando y vestido de gris, de pelo negro, humedecido y aplastado contra el cráneo, de ojos saltones y mirada despectiva, cuyos labios, flojos y deformes, no conseguían ocultar la blancura ósea de dos de sus dientes frontales, que sobresalían debajo de una nariz disneica. El hombre, que era el portero, y que por su fisico me recordó inmediatamente a alguien, alzó la vista del periódico que estaba hojeando con desgana, descorrió la ventanilla de la portería y sin siquiera saludarme me preguntó adónde iba; apenas abrió la boca supe a quién me recordaba: a Jerry Lewis. A duras penas aborté la sonrisa antes de contestar.
—¿Ya ha llegado? —preguntó, receloso, refiriéndose a Claudia—. Creí que no tenía que volver hasta el martes.
—Pues ya está aquí —contesté alegremente y, señalando con un dedo el panel de los timbres, pregunté—: ¿Llamo o me abre?
Como si me estuviera haciendo un favor impagable, el portero se levantó, desapareció unos segundos tras una puerta y reapareció en el vestíbulo; me abrió. Supongo que al pasar junto a él murmuré alguna palabra de agradecimiento, y recuerdo que, mientras yo esperaba el ascensor y con exagerada lentitud él regresaba a su cubil, no dejé de notar su mirada suspicaz e inquisitiva clavada en mi hombro.
Cuando llegué al ático ya había compuesto un comentario a costa del portero, en el que jocosamente confluían su físico poco agraciado, su insolencia y su parecido con Jerry Lewis, y en cuanto Claudia me abrió la puerta (recién duchada y descalza, con el pelo revuelto y mojado, y únicamente vestida con una holgada camiseta blanca que le llegaba hasta los muslos), lo formulé en voz alta. Claudia celebró el comentario con una risa de compromiso, aseguró que el portero lo sabía todo de todos los vecinos del inmueble, me arrancó de las manos las bolsas de la compra y, mientras la seguía por el pasillo hacia la cocina, me dijo:
—Dúchate si quieres. Mientras tanto yo prepararé el desayuno.
Fui al cuarto de baño, me desnudé cantando entre dientes Stairway to heaven, una canción de Led Zeppelin que me gustaba mucho por la época en que frecuentaba a Claudia y que hacía mucho tiempo que no oía, y cuando entraba en la ducha me pareció que sonaba el teléfono y que Claudia lo cogía. Me demoré un rato enjabonándome y canturreando, feliz bajo el chorro de agua tibia que me golpeaba la cara y el pelo y me resbalaba por el cuerpo, y al cerrar el grifo oí de nuevo la voz de Claudia, áspera y lejana, inconfundiblemente contrariada. «Mierda», pensé, saliendo de la ducha. Rápidamente me sequé y me vestí y, como no se me ocurría nada peor, pensé: «El niño». Por una vez (y, puedo asegurarlo, sin que sirviera de precedente) no se confirmaron mis temores. Lo supe enseguida, apenas entré en el comedor y vi a Claudia sentada en una butaca, dándome la espalda, escuchando en tensión y como acurrucada sobre el auricular, un cigarrillo nervioso y recién encendido apresado entre los dedos de la mano libre. Discretamente pasé de largo, me llegué hasta la cocina y, mientras cazaba retazos incomprensibles de la irritación de Claudia, me puse a preparar el desayuno. Aún no había acabado de hacerlo cuando la oí colgar violentamente el auricular. Me faltó tiempo para precipitarme hacia el comedor y preguntar desde la puerta:
—¿Qué ha pasado?
Claudia no se volvió; seguía sentada en la butaca, en una postura extrañamente forzada, con el tronco y la cabeza quizás algo más erguidos que antes, y parecía estar mirando al teléfono como si fuera un animal dormido y amenazante, que en cualquier momento podía despertar.
—No ha pasado nada —mintió después de que yo repitiera la pregunta, con una voz enronquecida y seca. Es posible que yo insistiera, porque Claudia se pasó una mano por la cara y el pelo y agregó destempladamente—: Por favor, Tomás, ahora no tengo ganas de hablar.
Regresé a la cocina y, mientras ponía a calentar el café (el resto del desayuno estaba ya dispuesto sobre una mesa), me dije que, si Claudia tenía algún problema, mi deber era ayudarla. Me pregunté también de qué tipo podían ser los problemas de Claudia y, después de barajar diversas posibilidades, a cuál más truculenta, me prometí que no me separaría de ella sin obligarla a que me los contara. Por ridículo que ahora pueda parecer, sospecho que la idea de que iba a proteger del infortunio a una mujer indefensa y querida despertó en mi imaginación rosadas asociaciones de heroísmo; lo cierto es que consiguió devolverme la seguridad y el optimismo que la intemperancia de Claudia me había arrebatado. Animado por esta ilusión de coraje, descorrí un poco las cortinas del ventanal para que el sol duro del mediodía desmintiera la penumbra de aurora que fingía la cocina y, cuando el café estuvo listo, me serví una taza y me la bebí a sorbos muy pequeños, mirando a través del ventanal y más allá de la terraza el cielo garabateado por las últimas golondrinas del verano.
—Perdona, Tomás —oí suspirar a mi espalda—. Estaba un poco nerviosa.
Me volví despacio y sonriendo.
—No tiene importancia —dije, y de un trago acabé de beberme el café. Claudia estaba recostada contra el marco de la puerta de la cocina y tenía las manos hundidas en los bolsillos de unos vaqueros muy gastados que escondían parcialmente los faldones de la holgada camiseta blanca; parecía tranquila pero, quizá porque me pareció que la oscuridad que le abolsaba los párpados se había vuelto más intensa, pensé que había llorado. Señalando el ventanal con un movimiento de la cabeza añadí—: Hace una mañana espléndida.
Claudia asintió en silencio y se sacó las manos de los bolsillos.
—He preparado café —dije—. ¿Te apetece una taza?
Mientras le servía el café, Claudia se sentó en un sofá que había junto a la puerta de la terraza y, después de un largo silencio, me reveló que la persona con quien había estado discutiendo era su marido. Quién sabe las dificultades por las que yo había imaginado que estaría pasando Claudia, porque en cuanto oí esa confesión experimenté una especie de alivio.
—En realidad no es la primera vez que nos peleamos por teléfono —aclaró, después de recoger la taza que le había alargado y de repantigarse en un extremo del sofá, mientras yo me sentaba en el otro. Removiendo el café continuó—: Ni será la última, me imagino. Se ha vuelto loco. Desde hace un mes me llama a todas partes. Aquí, a casa de mis padres, a Calella…
—Entonces el que llamó esta noche…
—Era él —completó Claudia y, sin aludir siquiera al hecho de que apenas hacía unos minutos me había ocultado la verdad, alzó la vista de la taza y preguntó—: ¿¡A quién demonios se le va a ocurrir llamar a esas horas!? La prueba es que no ha dejado ningún recado en el contestador. En realidad ya me lo imaginaba, claro, y por eso no me he levantado para contestar. Que es lo que debería haber hecho ahora.
Hubo un silencio, que Claudia empleó en beberse de tres sorbos largos, espaciados y reflexivos su café y, suponiendo que no tenía intención de continuar, después de vaciar mi segunda taza pregunté:
—Bueno, ¿y qué es lo que quiere?
—Y yo qué sé —contestó, encogiendo al unísono los hombros y las comisuras de la boca en una mueca de desprecio o de asco. Había puesto la taza de café en el suelo y se había sacado del bolsillo del pantalón un arrugado paquete de tabaco. Sacó un cigarrillo del paquete, lo enderezó y lo encendió, expulsando por la boca un involuntario anillo de humo que por un momento flotó sin deshacerse, blanco, denso y traspasado de luz, en el aire detenido de la cocina. Luego acompañó su sonrisa burlona con un resoplido—. Dice que quiere que volvamos a vivir juntos.
Le pedí un cigarrillo, que me entregó y me encendió, y mientras expulsaba el humo de la primera calada comenté:
—Creía que estabais de acuerdo en separaros.
—Y lo estábamos —aseguró, volviéndose hacia mí y dejando descansar una rodilla sobre el sofá, en un gesto que me conmovió, porque por un instante me restituyó los gestos olvidados de su adolescencia. El anillo de humo ya se había disuelto en el aire cuando Claudia agregó con un resentimiento pequeño y remoto en la voz—: Pero supongo que en cuanto se ha dado cuenta de que es incapaz de vivir solo ha cambiado de idea.
Aproveché la ocasión para intervenir, lamentando virtuosamente que esa debilidad no fuera infrecuente entre los hombres, y denigrando su incapacidad de asumir las consecuencias de sus propias decisiones; también alabé la entereza de carácter de Claudia.
—No es una cuestión de entereza —me corrigió con énfasis, acariciando el filtro del cigarrillo con la yema del pulgar y haciendo caer la ceniza en la taza vacía. Como no había un cenicero a la vista y no quería levantarme, imité a Claudia, ensuciando la taza que había dejado sobre el brazo del sofá—. Es una cuestión de orgullo, Tomás. Fue Pedro y no yo quien quiso que nos separásemos cuando Max aún no había cumplido un año. Yo quería seguir viviendo con él, no veía ningún motivo para separamos, me parecía una idiotez y una putada, imagínate, sola y con un niño y sin trabajo. —Hizo una pausa—. Bueno, pues acepté. Él había tomado su decisión y yo la acepté. Y te advierto que volvería a hacer lo mismo: comprenderás que prefiera vivir sola a vivir con un hombre que no me quiere, o que está conmigo por compasión. —Se detuvo, miró el ascua del cigarrillo, se miró las manos, finas y huesosas, de uñas largas y sin pintar, y, como si quisiera apartar un pensamiento incómodo, levantó la vista y la fijó en la mesa de la cocina, donde esperaban pacientemente la cafetera, la fuente de croissants, las rebanadas de pan, un tetrabrik que contenía un litro de zumo de naranja, varios tarros de mermelada y una pastilla de margarina. Volví instintivamente la vista hacia la mesa del desayuno, y sentí una punzada de hambre, pero logré llegar a tiempo de enfrentar otra vez la mirada de Claudia cuando, removiéndose de nuevo en el sofá y sonriendo sin malicia y sin ingenuidad, suspiró—: En fin, supongo que todo tiene una explicación, ¿no? Una amiga mía, que es psicoanalista, me dijo que lo que le pasaba a Pedro no es nada raro, según ella todo se reduce a una cuestión de celos. Del niño, me refiero: no puede soportar que le hayan robado el protagonismo. Por lo visto es muy habitual.
Mientras Claudia me ilustraba acerca del trauma que al parecer padecía su marido, una vez más medité admirado sobre la generosidad de las mujeres, que con la ayuda del psicoanalista o sin ella tienden siempre a justificarlo casi todo.
—Le entiendo, pero no le perdono —precisó Claudia, como si me hubiera leído el pensamiento—. Me imagino que pensó que podría volver conmigo en cuanto le diera la gana, porque yo le recibiría con los brazos abiertos. Pues se equivocó: de eso, ni hablar. Y menos en este plan, con presión psicológica y amenazas incluidas.
—¿Te ha amenazado?
—Ultimamente lo hace cada vez que llama. —Le agrió la boca una mueca despectiva y furiosa, casi divertida, que tiñó de falsedad el comentario que siguió—: Ya casi me he acostumbrado.
Una desagradable sospecha me asaltó en ese momento.
—Oye, Claudia, ¿no le habrás contado que hemos pasado la noche juntos?
—¡Pues claro que se lo he contado! —replicó con aire vindicativo, después de mojar la brasa del cigarrillo, que gimió levemente, en el poso de café que quedaba en su taza; y luego, como si de repente hubiera caído en la cuenta de que podía haber cometido un inocente error involuntario, se volvió otra vez hacia mí, aclaró el ceño y, con un candor que me dejó inerme, preguntó—: No te importa, ¿verdad?
—¿A mí? No, qué va —aseguré, recordando con alguna aprensión al tipo vestido con ropa de deporte que acababa de ver en la fotografía—. Lo que pasa es que no vas a conseguir nada contándoselo, aparte de empeorar las cosas.
—¡Pues que empeoren! —contestó, desafiante, y, abriendo los brazos en un gesto de irónica resignación, prosiguió—: Te aseguro que no va a ser tan fácil. Está desquiciado. Es como un niño a quien no le han privado de uno solo de sus caprichos y que ahora no entiende por qué se ha quedado sin su juguete favorito, y, como no sabe qué hacer para que se lo devuelvan, se dedica a gritar y amenazar como si estuviera loco… Te digo la verdad: ha llegado a darme miedo. Yo le conozco bien, cómo no voy a conocerle, y enseguida me digo que no tengo por qué asustarme, al fin y al cabo siempre ha sido un fanfarrón y un bocazas, pero no sé, a veces tengo la impresión de que se ha convertido en otra persona, de que es capaz de cualquier cosa. Y es que hay que ser muy vanidoso para creer que, después de todo lo que ha pasado, yo sigo estando enamorada de él; pues lo cree: todavía no ha aceptado que yo ya no soy su mujercita, que no voy a seguir todo el día ahí, esperándole como una idiota.
Presa de una excitación que no parecía que de momento fuera a amainar, Claudia siguió despotricando contra su marido, mientras, para facilitar el fin de la diatriba y distraer el rumor de hambre con el que me acuciaba el estómago, recogí mi taza de café, me levanté y la dejé en el fregadero, apagando el cigarrillo con el chorro de agua del grifo y tirándolo empapado a la basura. Luego me recosté contra el mármol de la cocina, me crucé de brazos y, asintiendo gravemente a las palabras de Claudia con un cabeceo comprensivo, espiando de hito en hito y casi con melancolía los manjares que resplandecían en la mesa del desayuno, esperé sin prisa a que Claudia acabara de desahogarse. Recuerdo que mientras lo hacía pensé que, por mucho que los protagonistas quieran engañarse afirmando lo contrario, la separación de una pareja no es casi nunca pacífica y, aunque creí que reducía los problemas de Claudia a la trivialidad de su dimensión real, privándoles del dramatismo de folletín que por un momento mi temor o mi imaginación les había prestado, me desagradó de una forma casi física que mi amiga estuviera todavía luchando por librarse de la telaraña de una relación cuyas heridas aún no habían cicatrizado. Por lo demás, me llenaba de asombro el hecho de que Claudia pudiera seguir hablando con el estómago vacío, porque yo sentía que de un momento a otro mis piernas podían empezar a flaquear si no me sentaba enseguida a comer algo, y por eso no es raro que, cuando mi amiga agotó el relato de los desafueros de su marido, lo primero que tras un largo silencio se me ocurrió observar fue:
—Por lo menos ha conseguido estropearnos el desayuno.
La queja le endulzó inesperadamente el rostro y, como si no estuviera dispuesta a concederle a su marido ni siquiera esa victoria insignificante, o como si el hecho de formular en voz alta su perplejidad y su rencor la hubiese limpiado de ellos, Claudia habló con una voz nueva.
—Ni hablar —dijo mientras se levantaba del sofá y se acercaba hacia mí, lenta y recortada contra el sol del ventanal—. Yo tengo hambre. ¿Y tú?
—Un poco.
—Pues entonces vamos a desayunar.
Claudia consiguió cerrarme el paso con su cuerpo cuando yo me precipitaba ya hacia la mesa del desayuno, me tomó de un brazo y, sonriendo de una forma ambigua, dijo:
—Es una pena, ¿verdad?
—¿Qué cosa? —pregunté, casi impaciente.
Me besó suavemente en los labios.
—Que esto haya pasado tan tarde —dijo.