24
El taxi me dejó en Cartagena y Padre Claret, frente a la entrada del Hospital de San Pablo, cuyos dos torreones modernistas estaban ocultos por una armazón de andamios enfundada en tela verde. Con un nudo en el estómago crucé apresuradamente el patio, subí la escalinata y entré en el hall; junto a la sala de espera, en un cubículo pequeño y oscuro como un confesonario, un conserje de uniforme azul atendía a una señora; en una pared del cubículo se leía: INFORMACIÓ. Cuando llegó mi turno expliqué:
—Busco a una persona. Luisa Genover, se llama. Me han dicho que está internada aquí.
—En qué sección.
—No lo sé.
—Sabrá por lo menos cuándo ingresó.
—No lo sé. Fue la semana pasada, pero no me pregunte qué día.
El conserje —un hombre de tez oscura y facciones complicadas, de nariz huesuda y prominente, sobre la que tenía encabalgadas en precario equilibrio unas gafas de gruesos cristales— frunció los labios y, sin apenas mirarme, hizo con la cabeza un gesto de reconvención o fastidio; luego, murmurando algo que no entendí o preferí no entender, se aplicó a revisar el registro de entradas con la cara muy pegada al papel, mientras con casi imperceptible lentitud las gafas le resbalaban por la nariz.
—Aquí está —dijo al cabo de un rato, señalando con un dedo satisfecho un nombre del registro y subiéndose con la otra mano las gafas, que un momento antes yo había estado a punto de sujetarle instintivamente para que no se le cayeran—. Luisa Genover. Está en Ginecología. Edificio de Santa Ana y Santa Magdalena.
—¿Cuál de los dos?
—Es uno sólo. —Con un ademán impreciso señaló el otro extremo del hall—. Suba hacia el fondo y a la izquierda. No tiene más que seguir la línea de color butano que hay pintada en el suelo. No hay pérdida.
Siguiendo la línea de color butano, que en realidad era roja, atravesé un jardín cuadrangular flanqueado por pabellones casi idénticos, con un torreón y una cúpula a cada lado; en el centro del jardín había una superficie de cemento rodeada de setos, con bancos de piedra y castaños deshojados. Subí por una avenida, crucé bajo un puente que unía a media altura dos pabellones y llegué frente a otro pabellón, cuya fachada, de ladrillo rojo, con ventanas de madera pintadas de verde y blanco, se alzaba ante un montículo poblado de pinos. Allí moría o se borraba la línea roja del suelo, así que imaginé que había llegado al lugar indicado; sin embargo, como ningún letrero lo confirmaba, después de dudar un momento continué andando, crucé una suerte de túnel que atravesaba el pabellón y al salir de él vi un letrero con una flecha, que anunciaba: STA. ANNA I STA. MAGDALENA. Seguí la dirección que indicaba la flecha y, rodeando el pabellón por la parte trasera, desemboqué en una breve explanada de gravilla invadida de hierbajos, sobre la que daban tres puertas: una era blanca, de metal herrumbrado, y evidentemente pertenecía o había pertenecido a un ascensor; la otra, también de metal, era negra y estaba entreabierta, y por la abertura sobresalía un montón de bolsas llenas de desperdicios que, igual que si acabaran de reventar la cerradura, se desparramaban por la explanada; la tercera era de cristal esmerilado. Abrí esta última y, por una escalera con zócalo de azulejos de un amarillo insalubre, subí hasta el tercer piso; clavado a la puerta, proclamaba un letrero: STA. MAGDALENA — GINECOLOGÍA — NOUNATS. Casi me fui de bruces al abrir la puerta contra una enfermera que cargaba con un mazo de sábanas recién planchadas. La enfermera dio un paso atrás, sobresaltada, y poniendo una mano sobre las sábanas, para que no se le cayesen, me increpó:
—¿Qué hace usted aquí?
Porque noté que estaba asustada, me asusté. Conseguí articular:
—Tengo a mi mujer ingresada.
—¿No sabe que está prohibido entrar por esa puerta? —preguntó, recobrando al instante el aplomo; luego ordenó—: Haga el favor de acompañarme.
La seguí por un pasillo de paredes blancas, a uno de cuyos lados se abría un ventanal muy grande que daba sobre una estancia llena de cunas vacías, y llegamos a un mostrador donde el pasillo hacía esquina y se bifurcaba hacia la izquierda y hacia el fondo; en esta última dirección me pareció reconocer fugazmente a alguien. Dejando el mazo de sábanas sobre el mostrador, la enfermera preguntó:
—¿Cómo se llama su mujer?
—No se moleste —contesté, echando a andar hacia el pasillo del fondo—. Creo que ya la he localizado.
—Eh, oiga, ¿adónde va? Si no me da el nombre de su mujer no puedo dejarle pasar.
Regresé. Se lo di.
—Habitación número veinte —me informó enseguida, señalando en la misma dirección que yo había tomado—. A las dos se acaban las visitas.
La enfermera añadió algo, que no oí, y antes de agotar el pasillo del fondo reconocí con sorpresa, en el individuo que se levantó de un banco pegado a la pared y se acercaba hacia mí con una mano extendida y una sonrisa de compromiso, a Oriol Torres.
—Soy Oriol Torres —dijo estrechándome la mano con una mano fría, apática, viscosa y resbaladiza: por un momentó pensé que tenía un sapo en la mano—. No sé si te acuerdas de mí.
—Claro —dije—. ¿Dónde está Luisa?
Señaló una puerta.
—Es mejor que no entres ahora. Está descansando.
—Tengo que verla.
Me cogió del brazo.
—Hazme caso. El médico ha dicho que le conviene descansar. Cuanta menos gente haya dentro, mejor.
—¿Hay alguien dentro?
—Su cuñada. Ha pasado la noche con ella.
Con alguna brusquedad le aparté el brazo, llamé suavemente a la puerta, la entreabrí. Ya estaba entrando en el cuarto cuando se interpuso Montse y, empujándome de vuelta hacia el pasillo, volvió a cerrar la puerta; preguntó con sequedad:
—¿Qué haces aquí?
—Quiero ver a Luisa.
—No puede ser.
—¿Cómo que no puede ser? He venido a verla. Soy su marido.
En los ojos bovinos de Montse creí distinguir entonces un destello fugaz de inteligencia o reproche. Serenamente, con esa firmeza que la costumbre de la realidad confería a las madres de familia de antes, me aconsejó:
—Créeme, Tomás. Es mejor que no entres ahora.
Atolondradamente porfié:
—Hazme el favor, Montse. Entra y dile que quiero verla. Que me perdone. Te prometo que si no quiere verme me iré.
Montse suspiró.
—Espera un momento —dijo.
Durante unos segundos que me parecieron eternos recorrí una y otra vez el pasillo, con el corazón latiéndome en la garganta, esquivando enfermeras y familiares de enfermos, mientras Torres esperaba de pie, junto a la puerta de Luisa, con las manos enterradas en los bolsillos de los vaqueros, los labios congelados en una mueca pensativa y la vista fija en la pared de enfrente. Al rato volvió a salir Montse.
—Lo siento, Tomás. No quiere verte.
La miré en los ojos, resignado, y tras un silencio, y aunque de antemano conocía la respuesta, pregunté:
—Ha perdido el niño, ¿verdad?
Montse asintió.
—Ayer le hicieron un raspado de matriz —explicó luego—. Hoy ya está mejor, pero todavía tendrá que descansar un par de días. Ahora, lo que es peligro, no corre ninguno.
—¿Cómo fue?
—¿La operación?
—El accidente.
—De lo más tonto. Fue el domingo por la tarde. Quiero decir el domingo pasado, después de que os peleaseis; porque os peleasteis, ¿verdad?
No dije nada.
—Se saltó un semáforo en rojo en Gran Vía y Pau Claris, y una camioneta se le vino encima. El coche quedó para chatarra, pero al principio pareció que ella no se había hecho nada: algún golpe, algún rasguño, nada. Luego, el mismo lunes, empezó a tener pérdidas. Casi enseguida supo que el feto estaba muerto, pero el médico le dijo que esperara, que tenía que expulsarlo de una forma natural. Así que se ha pasado unos cuantos días con eso ahí dentro, muerto —Montse movió a un lado y a otro la cabeza, entornó los párpados, chasqueó la lengua—. La pobre ha debido de pasar por un verdadero calvario. Por fin el sábado decidieron internarla.
Hubo un silencio menos largo que incómodo, turbado apenas por un vago rumor de conversaciones y por el tintineo de vidrio y metal de un carrito que rodaba por el pasillo; una puerta se cerró muy cerca. La angustia me pesaba en la garganta, y sentí deseos de salir cuanto antes a la calle y respirar aire puro; por un momento temí que iba a echarme a llorar, y para evitarlo pregunté mirando a Torres, inerme, como si buscara en él un asidero más que una respuesta:
—Pero lo que no entiendo es por qué me echa a mí la culpa.
—Nadie te echa la culpa —contestó Torres, desenterrando las manos de los bolsillos y pasándose una de ellas por el pelo con una mezcla inesperada de coquetería y fingida aflicción, en un tono de indulgencia que, porque revelaba una insólita cercanía con la intimidad de Luisa, me molestó tanto como que a continuación añadiera—: Es sólo que no quiere verte. Compréndelo, Tomás: ha pasado una semana de perros.
Iba a replicar cuando terció Montse.
—Oriol tiene razón —dijo—. Hazle caso, Tomás: es mejor que te vayas. A Luisa ya se le pasará el enfado. Cuando se ponga bien será otra cosa. Además, Juan Luis debe de estar al llegar, y es mejor que no te vea… En fin, ya sabes cómo es.
Lo sabía perfectamente, desde luego, pero me faltaron fuerzas, para decirlo en voz alta, o para prolongar una discusión que de golpe me pareció absurda, como si uno de los tres interlocutores que la sostenían sobrara —como si siempre hubiera sobrado— y este hecho viciara de raíz todo lo que en ella se dilucidaba. Miré a Montse; luego miré a Torres y me sorprendí pensando: «Pijo de mierda». Sin un gesto de despedida me fui.