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Conocí a Marcelo Cuartero muchos años antes de que empezara a asistir a sus clases en la universidad. Mi padre y él se conocieron en el verano de 1958, en Cerro Muriano, Córdoba, adonde ambos habían sido enviados a cumplir el servicio militar, y a partir de entonces les unió una tenue amistad epistolar que se afianzó hasta volverse íntima cuando mi padre vino a trabajar a un periódico de Barcelona, y que durante años les llevó a frecuentarse con asiduidad e incluso a pasar algún veraneo juntos. Aunque sé que nos veíamos mucho, mis recuerdos del Marcelo de esa época son muy escasos, porque yo era muy pequeño y porque no bien empecé a tener uso de razón mi padre y mi madre se separaron, con lo que sólo volví a verlo de tarde en tarde, sobre todo en los pocos domingos en que mi padre me llevaba al fútbol con la hinchada intelectual de fanáticos del Barca que aglutinaba Marcelo. Después de que mi padre se matara en un accidente de tráfico cuando yo aún no había cumplido once años, dejé durante mucho tiempo de ver a Marcelo, pero en cuanto tuvo noticia de que me había matriculado en la Autónoma e iba a ser alumno suyo, se apresuró a acogerme bajo su protección y a prometerme sin palabras su ayuda. Cumplió su promesa, y cuando cinco años después acabé la carrera, me buscó trabajo en una editorial y más tarde me apoyó para que entrara a dar clase en la universidad. Desde entonces mi relación con él fue muy estrecha; y también (al menos para mí) fructífera: por un lado, porque el poder de un catedrático prestigioso constituía un perfecto paraguas protector para un recién llegado a la universidad como yo, y por otro porque su generosa locuacidad de tertuliano incontinente permitió que mi tesis doctoral, que versó sobre un prolífico autor de folletines, Wenceslao Ayguals de Izco, y que dirigió Marcelo, fuera escrita mano a mano con él en largas tardes de whisky y café en el despacho de su casa.

La verdad es que Marcelo es un hombre singular. Por esta época acababa de cumplir cincuenta y tres años, y aunque su cuerpo avejentado por el alcohol y los insomnios y su asmática respiración de fumador empedernido casi nunca le permitían aparentar menos de sesenta, a ratos aún era capaz de exhibir una prestancia resultona de cuarentón. Lucía siempre un pelo graso, rojizo y abundante, dividido en dos crenchas por una raya indeleble; la frente era despejada y bajo las cejas, altas, circunflejas y velludas, acechaban unos ojos en cuyas profundidades de lago velaba permanentemente una incandescencia sarcástica y azul, casi cruel, que a menudo intimidaba y que difundía por todo su cuerpo una irradiación de animal agresivo que su fama de hombre afectuoso y llano nunca ha conseguido eliminar del todo. Marcelo tiene una cara grande de tortuga triste, de mejillas carnosas y dientes desvencijados y podridos por el tabaco, unas manos minúsculas, torpes y vagamente infantiles, y, pese a sus piernas de patizambo y a su fenomenal barriga de buda, fomentada por años de fidelidad a la vida sedentaria, al whisky y a la buena mesa, conserva de su juventud de bailarín en fiestas de barrio un desparpajo en el andar que contrasta con su aire casi permanente de anciano prematuro. En cuanto a su forma de vestir, antes he hablado del mal gusto inveterado de Marcelo; más exacto sería hablar de su dejadez, pero a condición de que no se la confunda con el descuido que cuidadosamente afecta ese tipo de intelectual que, pasados los cincuenta años, no halla otro modo de conectar con lo que él mismo llama, con inequívoca cursilería de curita secularizado, «las inquietudes de la juventud», que disfrazarse con niquis de marca, vaqueros acuchillados a la altura del muslo y zapatillas de deporte apadrinadas por estrellas de baloncesto, igual que si fuera un adolescente norteamericano recién salido de una serie de televisión; ni siquiera guarda relación alguna con la fatuidad de quienes ejercen ese dandismo inverso que consiste en querer convertir el desaliño en una forma de distinción. No: lo más probable es que, en el caso de Marcelo, su incuria en el vestir responda, de una forma menos deliberada que instintiva, a la creencia equivocada de que ésa es la mejor manera de contrarrestar la extravagancia manifiesta de su físico, cosa que tal vez podría aspirar a conseguir si vistiera con la igualitaria sobriedad de un ejecutivo, pero no tal como lo hace, pues lo único que consigue así es atraer aún más la atención sobre sí mismo, y por eso no es raro que en los cócteles literarios o las recepciones de los congresos más de un joven bisoño haya confundido a Marcelo con uno de esos fontaneros o electricistas cachazudos que, después de cumplir con su trabajo en el local, aprovechan la confusión democrática de la fiesta para sumarse al jolgorio de las copas y los canapés.

Pero la singularidad de Marcelo no sólo atañe a su fisico. Marcelo era hijo único de un vehemente abogado azañista que el catorce de abril de mil novecientos treinta y uno, horas antes de que el gobierno provisional lo hiciera en Madrid, a la cabeza del Comité de Salud Pública de Morella proclamó la Segunda República desde el balcón del ayuntamiento de la ciudad, que acogió la algarada con un alborozo de parranda que se prolongó durante tres días con sus noches, y cuyos rescoldos aún no se habían apagado ocho años después, cuando las tropas victoriosas de Franco tomaron la ciudad en medio de un silencio de cementerio. Durante el interregno republicano el padre de Marcelo fue varias veces concejal por Acción Republicana, participó en actividades políticas de signo diverso y se casó con una muchacha que era la oveja negra de una familia poderosa y pudiente, y dos meses después de que estallara la Guerra Civil, impacientado por las indecisiones y timideces del Gobierno de la República y exaltado por las noticias que llegaban de Barcelona, reclutó una partida de voluntarios al mando de la cual partió hacia Zaragoza con la intención expresa de unirse a la columna Durruti, que en los primeros días de la contienda intentaba recuperar para la República la ciudad conquistada por los sublevados. Fue un viaje demente, pero después de abandonar por el camino los seis camiones que requisó en Morella y de fracasar en su intento de tomar al asalto un tren de mercancías en marcha, tras largas y extenuantes caminatas bajo un sol de fuego y noches fugaces pasadas al raso bajo la luna fresca y desmesurada de agosto, consiguió sumarse con su centenar de desharrapados a las milicias anarquistas en el pueblo de Pina, aunque en la primera refriega en que se batió con sus hombres, a las puertas de Bujaraloz, un balazo le atravesó de parte a parte la cadera, convirtiéndosela en un puñado de astillas y obligándole a guardar cama en un hospital militar durante más de un año. Esa herida le dejó como secuela una cojera de hombre derrotado que le acompañaría para siempre; también le salvó la vida. Porque sólo los casi tres años de absoluta inactividad obligada por la convalecencia consiguieron que al acabar la guerra la insistencia de la familia de su mujer ante las autoridades del nuevo régimen hiciera parcialmente olvidar las antiguas exaltaciones políticas y militares del abogado, quien después de semanas de encierro e incertidumbre en la cárcel de Castellón de la Plana conoció la noticia de que la pena de muerte a que había sido condenado por un tribunal militar le había sido conmutada por otra de cadena perpetua. No la cumplió, o al menos no la cumplió del todo, pero durante casi quince años permaneció encerrado, primero en la Cárcel Modelo de Barcelona y más tarde en el Penal de Ocaña. Por eso fue en Barcelona donde, el mismo año en que acabó la guerra, en un piso minúsculo de la calle León, esquina Tigre, nació Marcelo. «Así que yo no nací en Barcelona», decía siempre Marcelo, contrahaciendo a uno de sus autores predilectos, cuando contaba la historia de su padre. «Me nacieron aquí». Marcelo conoció a su padre en la sala de visitas de la Modelo, adonde acudió a visitarlo acompañado por su madre cada domingo por la tarde durante más de tres años, y cuando su padre fue trasladado de cárcel para acabar de cumplir la condena, el sueldo de costurera de la madre, que se negó a atender los ruegos de la familia para que regresara a Morella y siguió viviendo por su cuenta en Barcelona, alcanzó para costearles cada primer domingo de mes un viaje al Penal de Ocaña en interminables trenes de insomnio. El resto de los días de su infancia de huérfano con el padre vivo los empleó Marcelo en jugar a los maquis con los niños del barrio y en devorar los varios miles de libros castellanos, catalanes y franceses que, como un testimonio del hombre próspero, valiente e ilustrado que había sido su marido, la fidelidad de su madre había conseguido preservar del estropicio de la guerra. De su madre heredó tal vez Marcelo su tenacidad feroz de mujer empeñada en sobreponerse a la adversidad sin la ayuda de la familia, pero su padre, que murió de un aneurisma al poco de salir de la cárcel, no le legó la amargura insondable de la derrota ni el encono mordiente de los años de cautiverio, sino un optimismo insensato, una permanente gratitud por el hecho de estar vivo, una mala uva instantánea pero venenosa, un respeto reverencial por la letra impresa y por la valentía, y una pasión insatisfecha por la aventura unida a una inmensa melancolía por la imposibilidad de la aventura, de la que durante muchos años intentó en vano curarse entregándose con encarnizamiento a lo que él (que había escrito sobre Borges cuando casi nadie en España lo conocía y fingía haberse cansado de él cuando demasiada gente lo apreciaba) muy borgianamente llamaba «las rigurosas aventuras del orden»: pensar, leer y escribir. Por eso tal vez pueda decirse que Marcelo también heredó de su padre (o mejor: de la dilatada ausencia de su padre) el rasgo que con más exactitud lo define.

Quienes ignoran la realidad de la vida académica imaginan que en todo profesor de literatura se esconde un apasionado de la literatura; cualquiera que la conozca de cerca puede desmentir este espejismo. Pocas pasiones sobreviven a la profesionalización de quien las experimenta, y la de la literatura no es ninguna excepción, sobre todo si se tiene en cuenta que a la larga todo profesor acaba ocupándose menos de los libros que explica que de los que otros o él mismo han escrito o escribirán sobre ellos. Entendámonos: no niego que se pueda atravesar el lodazal de una carrera académica preservando intacto el placer de la literatura; afirmo que Marcelo es una de las pocas personas que lo ha conseguido. Es posible que esta anomalía tenga su origen en otra anomalía. Porque en la relación de Marcelo con la literatura uno tiene a menudo la impresión de que perviven rastros de la adolescencia, esa época en que no se lee por placer, por curiosidad o por obligación, sino por una urgencia inaplazable de conocer el mundo y conocerse a uno mismo, pero también, paradójicamente, por la urgencia contraria: la de negar el mundo y negarse a uno mismo, no tanto con el propósito de vivir vicariamente todos los vértigos y deslumbramientos que una realidad empobrecida y previsible no permite vivir, cuanto con la voluntad de vengarse de ella: de sus insuficiencias, de sus ingratitudes y asperezas, de sus humillaciones, de sus fracasos —y tal vez por ello a Marcelo le gusta tanto repetir una frase famosa de Cesare Pavese, según la cual la literatura es una defensa contra las ofensas de la vida—. Tal vez por ello, también, la experiencia de la lectura, que según él es más ardua, más noble, más intensa y más fecunda que la de la escritura, consiste para Marcelo en un doble y contradictorio movimiento de afirmación y negación del mundo y de la propia identidad que convierte al lector en un viajero inmóvil que huye de la realidad y de sí mismo para entenderla y entenderse mejor. Quizás esta idea explique el hecho de que, de todos los géneros literarios, Marcelo prefiera la novela y, de todos los géneros de ficción, el cine: el primero es, según él, poesía por otros medios; el segundo, teatro. Pero ambos son los géneros que mayor aislamiento de la realidad alientan o exigen. Es verdad que Marcelo detesta a ese tipo de intelectual que cultiva por sistema el estrépito de la provocación, porque según él lo hace para ocultar la inanidad de sus ideas bajo el bullicio de una pirotecnia más o menos vistosa; pero también es verdad que muchas de las opiniones que hace veinte años vertía en sus clases, aunque algunas de ellas se hayan convertido con el tiempo en moneda corriente, por aquella época resultaban por lo menos chocantes. Marcelo afirmaba, por ejemplo, que D’Artagnan, David Copperfield, Fabrizio del Dongo, Emma Bovary, Pierre Bezujov, Fortunata, Nostromo, el teniente Drogo o el coronel Aureliano Buendía eran para él personajes más reales que el noventa por ciento de las personas que había conocido en su vida; también aseguraba que Los tres mosqueteros era la única novela que de verdad le hubiera gustado escribir y que Dumas era superior a Balzac y, aunque había escrito varios libros sobre Clarín, bastaba que alguien aventurara su predilección por La Regenta frente a Fortunata y Jacinta para que fuera automáticamente arrojado al infierno donde desterraba a las personas de gusto literario no ya dudoso o plebeyo, sino incurablemente depravado, y para que, también de una forma automática, Marcelo perdiera todo interés personal por él; despreciaba casi en bloque la novela del siglo XX, porque consideraba que se había consagrado a tres tareas tan agotadoras como inútiles: extirpar de su seno las cualidades de la épica, que según él había monopolizado el cine; desterrar de sus dominios al lector común, y pulverizar el modelo de la novela decimonónica, que para él podía ser matizado, profundizado e incluso mejorado, pero en modo alguno destruido. Una curiosa duplicidad aquejaba, por otra parte, sus opiniones sobre determinados temas. Marcelo era por ejemplo un lector devoto, asiduo y secreto de Azorín, a quien siempre llamaba por su nombre real, José Martínez Ruiz, y no por el seudónimo que había popularizado; sin embargo, por algún motivo (quizá porque le tenía por una persona cobarde e hipócrita), no toleraba que se le elogiase en público, y nunca desaprovechaba una oportunidad de parodiarlo sangrientamente, convirtiendo su estilo seco y transparente en la máscara perfecta del rigor mortis y la inanidad. Aseguraba que en el fondo La educación sentimental era una obra fallida, pero los ojos se le llenaban de lágrimas cada vez que tenía que leer en clase el final de la novela. En público le gustaba decir que todo novelista es un filólogo deficiente o frustrado, cuyo único mérito consiste en ignorar la tradición, porque si la conociera sin falta su peso abrumador le agobiaría hasta impedirle escribir, «o lo que es peor», decía, «le convertiría en un mero imitador de Joyce, que era un pelmazo insoportable que escribía como si la gente hubiera venido a este mundo con la misión de consagrar su vida a leer sus libros»; pero en privado profesaba por los escritores un respeto sin mácula, afirmaba que la filología no es sino un triste sucedáneo de la literatura y con toda seriedad aseguraba que de haber escrito un solo endecasílabo memorable se hubiera sentido justificado para siempre. Intemperancias, contradicciones y juicios como los que acabo de consignar eran, es cierto, poco más que anecdóticos, pero sumados al desparpajo de su inteligencia, a la vitalidad inflexible de sus ideas, al descomunal armazón de lecturas que la sostenían, a su festiva tenacidad de agitador político y a sus frecuentes enfrentamientos con la jerarquía académica, acabaron por rodear desde muy pronto a Marcelo de un aura de catedrático iconoclasta que, aunque le ganaba el fervor de los estudiantes y el odio temeroso y velado de los colegas de profesión —que así respondían al desprecio que profesaba por la mayoría de ellos—, él trataba de disipar por una especie de pudor, y que en todo caso no consiguió frenar el curso fulminante de una carrera que, no sin alguna dosis de coquetería, Marcelo aseguraba no haber querido nunca emprender: antes de cumplir veinticinco años había publicado un grueso volumen sobre la colaboración entre Alexandre Dumas y Auguste Macquet y un estudio y vindicación de la narrativa de Clarín que todavía hoy son indispensables, a los veintiséis era catedrático de la Universidad Central y con poco más de treinta y cinco muchos le consideraban uno de los cinco o seis estudiosos que mejor conocían la novela decimonónica europea. Ningún especialista ignora sus trabajos sobre Dumas, Clarín, Flaubert o Eca de Queiroz, pero lo que quizá ya no sabe tanta gente es que la energía de leñador que se esconde bajo su carne sedentaria y la desmesurada capacidad de trabajo que desplegó durante años le han permitido a su curiosidad abarcar dominios tan pintorescos como la historia de Morella, el cine de Hollywood, las tribus primitivas de Norteamérica —en cuyo conocimiento rivalizó durante años con uno de sus maestros: el filósofo Manuel Sacristán—, las intrincadas sutilezas del fútbol o los avatares del movimiento obrero, cuya secreta historia golfa siempre lo sedujo mucho más que sus piadosos esplendores de heroísmo —lo que llegó a ocasionarle algún contratiempo de escándalo con sedicentes intelectuales de izquierda reñidos con el sentido del humor, cuya juventud les permitía ignorar que, a causa de su vieja militancia sindical, durante los años sesenta Marcelo fue un asiduo visitante de la comisaría de Vía Layetana y llegó a pasar una temporada en la cárcel, sobre la que sin embargo observa un cerrado mutismo.

Pero mucho más insólita que la prematura erudición de Marcelo es su tardía vocación ágrafa. Porque si antes de los treinta y cinco años había publicado ya diversos estudios de importancia real para el conocimiento de la novela decimonónica, a partir de los cuarenta y cinco dejó de publicar por completo, si se exceptúan un par de breves artículos sobre la historia de Morella firmados con seudónimo. Los motivos de este silencio de casi diez años no han dejado de ser objeto de múltiples y contrapuestas conjeturas. Los enemigos de Marcelo se apresuraron hace tiempo a zanjar vengativamente la cuestión sentenciando con falsa pesadumbre y mal reprimida euforia que su mudez no era sino el síntoma más visible del irrevocable deterioro de una inteligencia superior. Sus amigos, por su parte, sostienen que ese silencio es la altiva expresión de su rechazo a la proliferación cancerosa y sofocante de hojarasca académica, y alguno de los que mejor le conoce aduce con mala intención fraternal el ejemplo de Azorín, de la decadencia en el fondo aristocrática del personaje de Azorín, y no se priva del placer de diagnosticarle el «asco de la greña jacobina» que a Azorín le diagnosticó un poeta célebre. Ni siquiera han faltado los colegas y discípulos —otros simplemente les llamarán turiferarios— ue, sin duda apremiados por la urgencia de defender a Marcelo, han propalado la especie dudosa de que éste conserva en su casa decenas de libretas donde apunta sus cogitaciones. Como casi todos sus amigos, yo he elaborado también mi propia conjetura sobre las causas del sonoro silencio de Marcelo, una conjetura que no voy a detenerme a exponer aquí, aunque quién sabe si no podrá en parte inferirse de este relato; tampoco trataré de refutar las hipótesis que acabo de exponer. Porque el único hecho que me parece irrebatible es que por algún motivo Marcelo ha acabado por derivar una satisfacción infinitamente superior a la de publicar —que en su fuero interno acaso considera una vulgaridad propia de advenedizos o de medradores— de la excluyente inversión de sus conocimientos en clases y conversaciones de café. Quizá no deba dejar de añadir, por lo demás —y ya en otro orden de cosas—, que en los últimos años Marcelo se ha ganado una modesta e involuntaria notoriedad entre el gran público apareciendo, apenas enmascarado bajo nombres transparentes, en novelas de antiguos correligionarios políticos convertidos ahora en escritores de éxito, que acaso quieren hacerse perdonar así (y tal vez también atribuyéndole a Marcelo frases como ésta: «A veces hay que traicionar el pasado para poder ser fiel al presente») unos cambios personales y políticos que han acabado por abocar a Marcelo, que fue el más moderado y prudente de sus amigos de juventud, a una imagen de intelectual radical, intempestivo y excéntrico que en vano muchos cultivan con mimo y que, precisamente porque es falsa, y quizá también porque pudiera serle rentable, él se ha cuidado de no fomentar.