Literatura 1956: Sagan y Mimí Drouet
Un balance, una encuesta y una respuesta
Hacer balance del año literario puede constituir una experiencia útil aunque no muy inspiradora para lectores y comentaristas. En un año cuyas estrellas máximas han sido Mimí Drouet y Françoise Sagan —salvadas las distancias entre la inocencia y la astucia—, no es aconsejable hacerse muchas ilusiones acerca de los placeres que pueden exprimirse de la evocación de lo que hemos leído de verano a verano.
Es fácil revisar colecciones y pedir datos a la Biblioteca. Pero no nos parece convincente poder citar con ayuda de archivos lo que la memoria se empeña en olvidar. Para decirlo de una vez, para matar en embrión estos desanimados comentarios, afirmaremos no haber leído durante este año nada que merezca el título de muy importante. Nada que signifique un memorable paso adelante en la literatura y nada que constituya un magistral empleo de las conquistas ya hechas por escritores anteriores.
En esta peripecia la literatura nacional no se encuentra aislada. Lo mismo que le ocurre a ella —por segunda vez salvamos las distancias— le ocurre a la de todo el mundo. Es decir, a la muy reducida porción de lo que se escribe en el mundo y las traducciones nos permiten conocer. Y cuando se trata de obras escritas en español, bolivianas, chilenas, paraguayas, venezolanas, es casi imposible conseguirlas. No sabemos nada de lo que se hace en las repúblicas hermanas de América. Las frases con que se festejan aniversarios, condecoraciones y firmas de tratados no tienen fuerza bastante para determinar este conocimiento fundamental.
Este problema del desconocimiento entre los miembros de la Unión Panamericana puede ser resuelto, sin esfuerzo y sin gasto, por el mismo Perogrullo, si se aviene a aceptarnos un consejo. Las legaciones y embajadas de los países americanos en el Uruguay y las del Uruguay en esas naciones, pueden hacer, en escala adecuada, lo que han hecho los norteamericanos con sus bibliotecas circulantes. A Montevideo le ha tocado la Artigas-Washington, excelente desde el punto de vista técnico y bastante triste desde el punto de vista del arte literario.
Dado lo exiguo de la producción —o publicación— de obras latinoamericanas, bastaría con que las representaciones diplomáticas dispusieran de una salita o de un mueble y de la voluntad necesaria para prestar libros a la gente que tenga el vicio de devolverlos.
Lanzada a la incógnita de su destino diplomático la precedente sugestión, prosigamos con el proyecto de balance, convertido ya irremisiblemente en antipática elegía. Pero tenemos, por lo menos en esto, la conciencia muy tranquila. Hemos hecho en estos días una encuesta no menos científica que el reportaje Kinsley. Se jugaba así: «¿De qué libro inolvidable leído durante el año que termina no se ha olvidado usted?». Y además de jurar podemos demostrar con documentos —pilas de formularios— que también en este caso el amor ha sido corto y largo el olvido.
¿Qué se hicieron, por ejemplo, los grandes escritores norteamericanos que nos dio la penúltima postguerra? Dejando de lado las decadencias personales, ¿qué nombres han aparecido para sustituir los de Steinbeck, Faulkner, Hemingway, Dos Passos, Scott Fitzgerald, etc.? Hacemos esta pregunta sobre literatura norteamericana porque, en conjunto, los escritores de esa generación realizaron la más importante contribución a la novela y al cuento del segundo cuarto de siglo.
Pero una pregunta semejante puede formularse en relación a los países europeos. Pasado el torrente que contenía el dique del fascismo, la nueva literatura italiana ha exhibido abundancia de escritores interesantes; pero no grandes. Lo mismo puede ser dicho en líneas generales, de Francia e Inglaterra. La distancia entre sus mejores novelistas de hoy y un Proust y un Joyce es kilométrica.
Estamos, pues, en buena compañía. Nada por allá y nada por aquí. Es un buen consuelo, pero no debemos convertirlo en pretexto. No debemos resignarnos a tomar como definitivo, como inmodificable, el panorama actual de las letras nacionales. Debemos dejar de lado el problema de la validez de las vocaciones que se continúan ejerciendo. De todos modos, a pesar de los milagros del optimismo y de la miopía del localismo, nadie podrá refutar que los mismos nombres, fundamentalmente se continúan barajando desde hace veinte y treinta años.
Hay, sí, una generación más o menos nueva, ocupada en problemas de crítica literaria. Pero como decía Ayestarán hace unos días hablando de música, no se trata aquí de lo que se lee ni de lo que se escribe para enseñar a leer. Hablamos de la producción literaria uruguaya. De lo que resulta cada día más escaso. ¿Por qué no se escribe?
En este punto los interrogados difieren. Aunque un alto porcentaje ha contestado que «no vale la pena escribir en un país sin editores». Otros van más lejos agregan: «y sin lectores». Otros afirman no hacerlo por autocrítica «y porque todo está ya dicho». El problema es, para nosotros, terriblemente difícil. No sabemos nada; ignoramos por qué no se escribe. Preferimos, pues, ceder la palabra a uno de los consultados. Es casi seguro que no tiene razón; pero no resultó divertido leerlo.
«En algunos países», dice el consultado, «se gana dinero haciendo libros; en otros se obtiene, por lo menos, un grado de reconocimiento que satisface la vanidad y ayuda a vivir. En el Uruguay no ocurre nada de eso, si eliminamos las sociedades de elogios mutuos y el ámbito familiar. Aparte de los premios del Ministerio, de las adquisiciones de la Biblioteca y de los préstamos del Banco, no tiene el escritor eso que llaman alicientes. Todos estamos de acuerdo sobre esto. Yo, por mi parte, estoy convencido de que las cosas son así y que, en consecuencia, el Uruguay es un país ideal para los escritores. Entiendo por escritor: el hombre que nació para escribir, el hombre para el cual el ejercicio de la literatura es una forma de vivir, no menos importante que el ejercicio del amor, de la bondad y del odio. Hablo de un hombre que no necesita ni aplausos ni obstáculos. De un hombre que no tiene más remedio que escribir. El ambiente uruguayo impone una saludable selección. Dejarán de escribir los ambiciosos, los vanidosos y los aficionados. Sólo lo harán y lo hacen los escritores de verdad. No sé si los tenemos o no; pero en todo caso, sólo ellos podrán lograr el renacimiento de nuestra literatura. No soy pesimista ni impaciente; es posible que en este mismo momento haya dos o tres hombres jóvenes dedicados a la tarea alucinante de contar lo que han visto y lo que quisieran ver. Dos o tres escritores de verdad, no necesitamos mucho más, en alguna ciudad de campaña o en algún barrio montevideano, llenando páginas, ahora mismo y mañana, indiferentes a problemas editoriales, a recompensas económicas, ajenos a todo el fútil barullo que rodea a la literatura, a discusiones, teorías y estéticas, a “la feria de la plaza”».
Diciembre de 1956