Inútil para sordos
Si ustedes no la vieron la culpa no es mía. Estaba en la última página de un diario de la tarde, mostrando la dentadura y las piernas. La leyenda decía el nombre que ya no recuerdo; pero como es norteamericana la podemos llamar Mrs. Camel o Mrs. Chesterfield, si ustedes gustan. Mrs. Camel estaba allí y así fotografiada, porque tiene quince años y acaba de perder un juicio de divorcio merced a que Mr. Camel, que es entre otras cosas técnico de sonido, hizo oír al tribunal unos discos grabados subrepticiamente con la melodiosa voz de su mujer.
Bueno; la noticia no dice, y es lástima, cuál era el contenido de los discos. No sé si la señora Camel torturó a su marido con reiteradas divulgaciones artísticas o científicas. O si los discos hicieron restallar en la sala del juicio los más eufónicos insultos caseriles, de esos que los dulces corazones con dos piernas de umpf y glamour expelen sin descanso, desafiando toda ley sobre la circulación del aire en el cuerpo humano, comúnmente en bata y los brazos en jarras. O si se trataba de diálogos probatorios de infidelidad, tan cursis como los que acostumbra a registrar Mr. Camel en los estudios de cine o tan insistentemente monótonos, pleonásticos y aburridos como los que se emplean fuera de los estudios californianos para expresar trascendentales acontecimientos del alma y anexos. En este caso, habría para divertirse imaginando a Mr. Camel andando de puntillas, momentos antes del dúo ardiente, sobre las alfombras del habitáculo predestinado a terreno de operaciones, uniendo cables, camuflando el micrófono y, finalmente, lanzando una mirada postrera a la instalación quintacolumnesca antes de efectuar su retirada estratégica, cediendo el terreno al enemigo.
Pero vamos a universalizar un poco el asunto, vamos a olvidarnos de que Mr. Camel se llama Mr. Camel y es técnico de sonidos en Hollywood. Hagamos esto, please, para que yo pueda enchufar otra hipótesis.
Es posible que los discos no revelaran ningún discurso sobre la kariokinesis kantiana; ni rotundas malas palabras; ni fatigados adjetivos de amor de esos que pueden mascarse y volverse a mascar y dárseles tres o cuatro vueltas en las mucosas bucales y retirarlos de allí y, guardarlos, como hacen los botijas con el yumyum cuando ya no tiene gusto, para que se oreen, recuperen consistencia y guarden el momento en que haya necesidad de mascar nuevamente yumyum.
Acaso, poniéndonos en el plano ilusorio que se solicita, Mr. Camel haya llevado los discos al tribunal, dado cuerda al implemento de hacer ruido y, componiendo una actitud de vísperas electorales, haya espetado al usía de turno: «Señor juez: ya ha oído el tribunal los cargos formulados por Mrs. Camel. Aguántese ahora, en audición de catorce horas, el total de estupideces que he tenido que escuchar en un solo día cualquiera de sweet home. Atención pido al silencio y segundos afuera».
Y Mr. Camel dejó caer la púa, movió la palanquita y al disco y medio tenía ganado el divorcio.
Farewell, Mr. Camel.
Es cierto que la carita que luce la perdidosa exseñora del técnico en sonido es alegre, bella e inconsciente. Todo ello, a pesar de que la foto, según leyenda, fue sacada enseguida del fallo adverso. Pero ¿si tuviera que escuchar sus hermosos períodos con implacable frecuencia? Porque todo esto me ha sugerido, no un motivo de chisme o chunga, sino una más de las admirables ideas que vengo repartiendo generosamente desde estas columnas. Se trata de la vacuna contra la estupidez locuaz o la estúpida locuacidad; dígase como se quiera, es igualmente reventadora.
Supónganse ustedes que al tipo que los encuentra en el tranvía, en la calle, en la oficina o en cualquier terreno neutral de esos y les hace una minuciosa descripción de la retirada de los Balcanes y dice luego que al tío del novio de una cuñada le curaron una enfermedad del corazón con yuyos africanos y enseguida que la suerte que él tiene con las mujeres es solamente comparable, dentro del imponente conjunto de la Creación, con la desgracia que lo persigue al jugar a las quinielas, y agrega después que el patrón no le aumenta el sueldo porque le tiene envidia y no se anima a echarlo porque tendría que tomar diez empleados para que hicieran, mal hecho, lo que él hace de modo perfecto, y añade de inmediato que el negro Cadilla no puede rendir en Buenos Aires lo que rendía dando patadas por cuenta y riesgo de River de Montevideo, y otrosí dice… Bueno, dice cualquier cosa porque a esta altura uno ya está idiota y sólo puede mover la cabeza diciendo que sí, aunque corresponda decir que no.
Supóngase, repito, que al tipo ese —y, como dijo el clásico, quien más quien menos…—, que al mencionado fulano fuera posible grabarle en un disco o en diez o en mil todas las abrumadoras imbecilidades que ha ido soltando por la boca al cabo del día. Y que, cuando llegue la noche y el sujeto trate de buscar nuevas energías en el sueño para amargar gente en la próxima jornada, lo obligaran los poderes públicos a escuchar el torrente de pavadas que acumuló en los discos unas horas antes.
Hay algunos casos perdidos que no experimentarían ningún sufrimiento con el sistema y hasta sonreirían complacidos escuchando las bellas cosas dichas. A éstos no hay más remedio que ponerlos fuera de la circulación o embozalarlos. Pero con el resto se iría obteniendo una cura notable por medio de la selección natural. Algunos morirían, es cierto e indudable y reconfortante, a las dos o tres secciones; los que quedaran terminarían por convencerse de que si el silencio no es oro no hay tampoco por qué ensuciarlo.
Y el día en que cada ciudadano tenga su dictáfono y la obligación de realizar su examen de palabras por la noche y bajo llave, es posible que nos acercáramos a un mundo delicioso donde los hombres se entenderían con la mirada y las distintas calidades de silencio y donde sólo se escucharían las frases de silencio y donde sólo se escucharían las frases de los pájaros, las charlas sin sentido de los niños, el viento y la lluvia.
(Sí, ya sé, naturalmente; y los bocinazos de los ómnibus y el bochinche de las máquinas y los foxtrots yanquis y los platos que se rompen en la cocina y el vecino que ronca).
25 de abril de 1941