Literatura nuestra
Los pocos datos que tenemos del concurso de cuentos que organizó Marcha parecen indicar una gran mayoría para aquellos trabajos cuyo argumento se desarrolla en el interior del país. Imaginamos profusión de autóctonos «ahijuna», «velay», «pangaré» y chinas querendonas con acampanadas faldas de color de cielo y moñitos en las pesadas trenzas. Las cuales trenzas ostentan el reflejo azulado que parece inseparable del ala de todo cuervo que se respete y ame la tradición.
Pero hablemos con calma y precisamente, ya que estamos en una tierra donde todo el mundo se sabe el centro del universo y recoge como ataque directo y personal cuanta opinión no coincida con su estética de uso privado. Declaramos en voz alta —para que se nos oiga en toda orilla del charco que apedreamos semanalmente— que si Fulano de Tal descubre que el gaucho Santos Aquino, de Charabón Viudo, sufre un complejo de Edipo con agregados narcisistas, y se escribe un libro sobre este asunto, nos parece que obra perfectamente bien.
Pero muy bien. Lo único que rogamos a Fulano de Tal es que haya vivido en Charabón Viudo, en mayor o menor intimidad con el paisano Aquino y su torturante complejo.
Lo malo es que cuando un escritor desea hacer una obra nacional, del tipo de lo que llamamos «literatura nuestra», se impone la obligación de buscar o construir ranchos de totora, velorios de angelito y épicos rodeos.
Todo esto, aunque él tenga su domicilio en Montevideo. Pero habrá pasado alguna quincena de licencia en la chacra de un amigo, allá por el Miguelete. Esta experiencia le basta. Para el resto, leerá el Martín Fierro, a Javier de Viana y alguna décima más o menos clásica.
Entretanto, Montevideo no existe. Aunque tenga más doctores, empleados públicos y almaceneros que todo el resto del país, la capital no tendrá vida de veras hasta que nuestros literatos se resuelvan a decirnos cómo y qué es Montevideo y la gente que la habita. Y aquí no cabe el pretexto romántico de falta de tema. Un gran asunto, el Bajo, se nos fue para siempre, sin que nadie se animara con él. Este mismo momento de la ciudad que estamos viviendo es de una riqueza que pocos sospechan. La llegada al país de razas casi desconocidas hace unos años; la rápida transformación del aspecto de la ciudad, que levanta un rascacielos al lado de una chata casa enrejada; la evolución producida en la mentalidad de los habitantes —en algunos, por lo menos, permítasenos creerlo— después del año 33; todo esto, tiene y nos da una manera de ser propia. ¿Por qué irse a buscar los restos de un pasado con el que casi nada tenemos que ver y cada día menos, fatalmente?
Decía Wilde —y ésta es una de las frases más inteligentes que se han escrito— que la vida imita el arte. Es necesario que nuestros literatos miren alrededor suyo y hablen de ellos y su experiencia. Que acepten la tarea de contarnos cómo es el alma de su ciudad. Es indudable que, si lo hacen con talento, muy pronto Montevideo y sus pobladores se parecerán de manera asombrosa a lo que ellos escriban.
25 de agosto de 1939