Regreso de la guerra locuaz

Regreso de una larga peregrinación bélico-sentimental; traigo las sandalias empolvadas, el corazón cansado y en el ánimo una curiosa sensación, aún no sedimentada, pero que acusa una notable semejanza con el ridículo.

Perdonen que yo también les hable de la guerra; me veo obligado a hacerlo porque toda la odisea que vengo a llorar aquí, de la guerra proviene.

Cuando empezó la cosa, allá por septiembre del año pasado, tuve, como todo el mundo, mis días de preocupación. Seguí la guerra telegráfica entre la Sigfrido y la Maginot. Confieso —ésta que voy a contarles es la historia de una sinceridad—, confieso que acabé por aburrirme y volví a mi vida. No hay muchas cosas detrás de esta palabra. Mi vida son los libros, una pieza en una casa de pensión, dos o tres amigos viejos, algún exdiscípulo reencontrado al paso y que soporta con el sombrero en la mano las gastadas palabras que le dirijo, lentamente con gravedad, como si el mozalbete que simula escucharme representara a la juventud. En fin; pido perdón por esto, pero es más fuerte que mi voluntad. En un tiempo creí en todo eso y a mi edad se experimenta una inefable beatitud abandonándose a las creencias muertas.

Prosigo. También la guerra proseguía, allá lejos. Un día el mar se tragaba un barco inglés, al siguiente el barco hundido llevaba una bandera alemana, después le tocaba a los franceses. Todo se desarrollaba de manera poco molesta, fácil y bien organizada. Bueno, me decía; ya era hora de que aprendieran a hacer la guerra. Ya que la humanidad no podía librarse de ella, era por lo menos reconfortante que supiera por lo menos administrarla. Lo mismo pasa con la prostitución, por ejemplo. Regresé, pues, a mi existencia habitual y reemprendí un trabajo sobre «El Nuevo Mundo en el Romanticismo europeo», del que no espero ningún premio ministerial, ninguna gacetilla elogiosa, nada. Pero me hace olvidar que la vida se escapa y me permite comprobar que todos los libros que tengo necesidad de consultar en las bibliotecas públicas están mutilados, o mal traducidos, o no se conocen, o las tres cosas a la vez.

Estaba escarbando en Pope y planeando alguna inocente página para volver a apedrear el charco en Marcha, cuando apareció González. Todos sabemos quién es González. Apareció una noche en mi habitación, serio, ceñudo y lacónico. Es decir, estuvo lacónico en el prólogo. Que después…

Me saludó y enseguida, a boca de jarro, con ese aire de tirarse al mar que adoptan los tímidos para dar una mala noticia, González me preguntó: «¿Qué estás haciendo ahora?». «Hombre…», empecé a decir, sonriendo, quitándome con lentitud las gafas, feliz de tener alguien que me escuchara el relato de mi encuentro con la edición de 1701, hecha en Ámsterdam, de Los viajes del Caballero Lahontan. Pero González me cortó la palabra muy pronto con un gesto desdeñoso. «No pregunto por eso», dijo. «Quiero saber qué estás haciendo en función de la guerra». Yo no entendía nada. La idea de hacer el Lafayette a mis años, con la notable barriga que me ha proporcionado mi vida entre libros y que es algo así como el callo profesional de los bibliófilos, me parecía molesta y absurda. Pero González me tranquilizó sobre esto. No se trataba de ir al frente de batalla. Lo que él me proponía era más sencillo y burgués; más eficaz, también, según dijo. González quería que yo me hiciera amigo de Gran Bretaña, de Francia y de Polonia. Medité un momento y no vi mayores inconvenientes en esto, por más que a mi edad se haga un tanto difícil iniciar nuevas amistades. Firmé pues mi adhesión a los Comités de Amigos de las citadas naciones y creí que con esto quedaba cumplido mi deber moral ante la guerra y que podía volver a sumergirme en el Romanticismo europeo con la conciencia tranquila y un poco de calor heroico en el corazón.

Pero ahí estaba González, inexorable, como la encarnación del Deber Intelectual o cosa por este estilo. No bastaba con aquellas firmas para conservar la amistad. Era necesario, también aquí, hacer visitas y conversar. Tuve que asistir a cuanto acto se organizó en homenaje a los nuevos amigos. Y, en más de uno, tartamudeé algunas frases encendidas, mezclando nombres de héroes antiguos y de militares actuales. Recuerdo que, arrebatado por la sagrada inspiración que hacía agitarse mi vientre y otras regiones personales, rematé mis discursos con el brazo hacia el techo y la mano amenazante fuertemente cerrada. Por consejo de González, hube de prescindir de este gesto que cobraba no sé qué carácter desdoroso en aquellas circunstancias. Esto me desconcertó bastante; soy un hombre serio y pulcro y estaba seguro de conocer bien las dos o tres actitudes inconvenientes que pueden componer los dedos de la mano. Suprimí avergonzado el gesto aquel y continué hablando, firmando, suscribiendo, adhiriendo, aplaudiendo, vivando. Esta tarea es interminable. La capacidad amistosa de Conzález es infinita. No contento con los amigos que ya teníamos, inició un emocionante culto a los muertos y me hizo amigo de toda la vida de Checoslovaquia, amigo del corazón de Austria, amigo de infancia de Albania. Y sin contar con que los otros amigos se multiplicaban de tal manera que yo siempre me encontraba en falta, lleno de arrepentimientos y preocupaciones, en la imposibilidad de cumplir con todos.

Ahora bien; suavemente, en forma velada, pese al optimismo y la riqueza cordial inagotable de González una sensación molesta me fue invadiendo en el transcurso de este agitado año. Bastaba que yo me hiciera amigo de cualquier país y que abriera un poco el grifo de mi pobre elocuencia en obsequio suyo, para que a mi nuevo amigo las cosas le salieran torcidas. Como esto es, según creo, del dominio público, no hay por qué recordar aquí el desgraciado final de mis relaciones personales con Finlandia. Y lo mismo me pasó con los países del Báltico, con Francia, con Rumania, con Bélgica, Holanda y el Gran Ducado de Luxemburgo. Llegué a convencerme de que así como hay en los libros personajes llamados mujeres fatales, cuyo amor acarrea ruina y desgracia, yo era una especie de amigo jetattore, cuya proximidad iba a ser bien pronto recibida con tanteos a objetos de madera o hierro, o con ese movimiento indecoroso del índice y el meñique que siempre me hizo pensar en fiestas taurinas y en el teatro francés.

Pero González era implacable. Y a todas mis dudas lastimeramente expuestas, contestaba con un aplastante: «¡Hay que sacrificarse!». Y yo me sacrificaba lo mejor que me era posible.

Hasta que hace poco tiempo, por el final de octubre, me vi obligado a realizar de improviso un viaje al campo. Absorbido por engorrosos asuntos comerciales, dejé que se aflojaran los lazos que me unían a mis nuevos amigos. Casi, casi llegué a olvidar que había guerra en el mundo. Regresé a Montevideo hace una semana y la primera cosa que encontré en mi habitación fue un llamado angustioso de González: «¡Hay que hacer algo por Grecia inmortal!». Estaba fechado el 1 de noviembre. Bueno, pensé; he aquí un nuevo amigo en apuros. No era un nuevo amigo, sino uno viejo de toda la vida. La tercera parte de mi biblioteca está dedicada a él. ¿Pero qué demonios le pasaría a Grecia inmortal? Corrí por los diarios y me tranquilicé enseguida. Grecia inmortal seguía tan campante como siempre. Se trataba —lo que hace comprensible el error— de un país europeo que también se llama Grecia; este país había sido invadido por Italia, justamente el 1 de noviembre.

Yo estaba desesperado. Esta pobre Grecia, que debía soportar la hora de la prueba sin el apoyo moral de mi amistad… Pero seguí leyendo telegramas y comprobé, con la humillación consiguiente, con la herida en mi vanidad que puede imaginarse, que la pobre Grecia, sola, abandonada por mí, se las había arreglado maravillosamente. Ya no quedaban italianos en su suelo y era necesario ir a buscarlos fuera de fronteras, en Albania, cada vez más adentro de Albania.

Ésta es la aventura que quería contar para fortificar mi humildad y para explicar mi ausencia de las páginas literarias de Marcha. Estoy convencido de que mi amistad no trae un destino feliz a mis amigos. Abandono definitivamente la guerra y prometo no hacer otra cosa que leer libros, comentar libros y escribir libros. Pero jamás, en ninguno de estos casos, libros de guerra. Y no volveré a traicionar mi existencia; salvo en el caso de que alguien quiera formar un Comité de Amigos del Eje y nombrarme presidente. Estoy tan seguro de que inmediatamente después de mi primer discurso entierran a Hitler y Mussolini…

29 de noviembre de 1940