Como me lo contaron

Señor director:

En realidad, no sé si usted ha leído las cartas que le he escrito hasta hoy. Tampoco sé si los lectores habituales de Marcha acostumbran a elevar sus ojos hasta el ángulo superior derecho de la quinta página. Pero puedo asegurarle que en mi casa no se pierden ninguna de las cartas por mí redactadas; y que los viernes por la noche recibo la emocionada felicitación de mi novia. ¿A qué más se puede aspirar en este mundo? Tener cuatro o cinco —a veces cae alguna tía de visita en casa—, cuatro o cinco lectores fieles y con el espiche de los elogios siempre abierto, es ya un triunfo envidiable. Y esta gloria que va creciendo —el menor de mis hermanitos irá a la escuela el año próximo— se ha visto seriamente empañada la última semana.

Imagínese que estaba en la salita con mi novia, haciendo como que miraba los cuadritos de las paredes, mientras ella leía afanosa la última producción de Grucho Marx. Había llegado ya —yo— a examinar el retrato del pariente bigotudo que estuvo en la Tricolor, cuando advierto que la niña mueve la cabeza y hace bailar los ojos en gesto desaprobatorio. ¿Habría metido la pata con la carta del día? No, señor director; los que habían metido los remos hasta el menisco eran ustedes: al final de la hermosa carta, ya cerca de la firma, el asunto estaba empastelado. Excúseme las idas y vueltas que realicé en los árboles genealógicos del personal técnico de Marcha. A mi novia le dije, dulcemente: «¡Hay que embromarse! Estos pedazos de camellos sacaron la línea buena y dejaron la mala. ¡Y justo aquí, donde me había mandado una palabra flor y una idea de las que no se empardan!». Mi noviecita estuvo un rato pensativa; luego me dijo: «Y bueno, negro; peor sería si te hubiera pasado con el dentista. Claro, si te hubiera dejado una muela mala y te hubiera sacado la buena».

Se suspendió el noviazgo por una semana. Salí a la calle con la rabia consiguiente y me metí en un boliche. Mientras preparaba el discurso que les iba a espetar a todos ustedes en cuanto amaneciera, quiso el destino que un amigo —lo voy a dejar en el anonimato— se sentara a la mesa. Entre caña y caña, le fui contando el mamarracho que habían hecho ustedes de mi carta. El tipo me dejó perder el resuello sin muequear. Pagó otra vuelta y me sacudió el cuento que sigue.

«Mirá viejo: no te voy a negar la importancia del asunto. Ya sé que no te quejás por vanidoso y que, en el fondo, tenés la sospecha de que el asunto ese no va a influir en el destino de la guerra europea. Ya los conozco bien a todos ustedes. Pero de todos modos te voy a contar un sucedido, por si te sirve para algo. Hace unos cuantos años tenía un diario o algo parecido en un departamento de la frontera. Creo que se llamaba El Eco de Caracatambo o El Heraldo de Chiva Sola; no me acuerdo bien porque me pasé la juventud rodando de imprenta a imprenta. Bueno, como te iba diciendo. Un día me avisan que no sé qué personaje iba a llegar al pueblo, mandarse un discurso y seguir viaje para el Brasil. Como tenía a La Voz Vibrante de competidor, tuve que hacer mil maniobras y muñequeos para conseguir la primicia del discurso y poder publicarlo por la noche con la foto del supradicho. Hacía un calor del infierno. Nos pasamos la tarde parando letras, sin descansar, hasta llenar la página con la lata del fulano. No supe nunca de qué había hablado. Lo de siempre; la democracia, los caminos carreteros, el analfabetismo, la langosta y sean los orientales tan ilustrados como valientes. Era un tipo petizo y gordo, negrito, y el discurso, no sé por qué, se le parecía bastante. Más que la foto, que era del tiempo del jopo arado y la ropa con canaleta. Cuando acabamos yo no podía más, veía letritas por todos lados y la cara del petizo gordo me perseguía en la sopa. Una aclaración, antes. No te olvides que yo era una criatura. Creía entonces y tenía respeto, admiración y confianza en todo eso de la langosta, las obras de vialidad, la democracia y los petizos que hacían discursos con bandas de música. ¿Te hiciste el cuadro psicológico? Bueno; a medianoche me levanté, anduve paseando por la plaza y, antes de volver a la pensión, se me ocurrió darme una vueltita por la imprenta. Me puse en mangas de camisa, me senté lo más cómodo que me fue posible y abrí un diario. Allí estaba la foto del tipo, con un aire entre pensativo y contento, rodeado por los cientos de letritas que habíamos juntado por la tarde. Recordé un momento del discurso, tan bonito, en que el sujeto había hablado de Catón el viejo y la necesidad de plantar más remolachas. Y bueno… éstas son cosas que no se pueden contar. ¿Tomás otra? El discurso había quedado escrito en chino o sánscrito. También puede ser que aquella noche hubiéramos inventado el esperanto. Era una serie de yidrew wxdrew rtuigfrewd y etcétera. Creí que reventaba ipso facto. Pensé en todo lo que puede pensar un cristiano en esas circunstancias, me puse el saco, el revólver en el bolsillo y volví a mi casa. Me voy a baraja con la descripción de la nochecita. Reíte de las ánimas del purgatorio, del remordimiento de Caín y de la temporada que se pasaron los hinchas de Peñarol. Cuando se me acabaron las meditaciones y el tabaco, me puse el revólver en la cabeza y dirigí una mirada casi póstuma a los alrededores. Fue entonces que dejé tranquilo el bufoso y me acerqué a vichar por la ventana. Y vi que el solcito, recién salido, empezaba a tocar las cornisas de la casa rosada de don Gumersindo, aumentaba el verde de la parra y espantaba de los limoneros a las últimas gallinas. ¿Comprendes? El discurso del tipo había salido traducido a la lengua muerta que más te guste; eso naturalmente, ya no tenía arreglo. Pero, te doy mi palabra de honor, el sol seguía saliendo por el este y hasta la fecha no perdió la costumbre. ¿Tomamos la última?».

Éste fue el cuento de mi amigo y ésta es la causa de que no haya ido a hacer un escarmiento por ahí.

Y ahora, ya que estamos al final, quiero rematar confesándole que cuando salimos del boliche estaba amaneciendo y que, parado en la esquina con el pretexto de armar un cigarrillo, miré de reojo y comprobé que también en la mañana del sábado el sol se asomó por el este. Con el mayor disimulo posible saqué el recorte de mi carta que tenía guardado celosamente con cuatro dobleces, y lo dejé en el primer taxímetro que encontré a mano. Hecho lo cual, me fui a dormir chiflando bajito.

13 de diciembre de 1940