Quién es quién en la literatura uruguaya
Alguna remota mañana, nos levantaremos temprano para emprender una tarea que nos seduce. Vemos ya, con la precisión de las cosas ensoñadas, esa mañana ideal de nuestro trabajo. Serán, también, las del alba, y miles de pintados pajaritos escandalizarán en los árboles. Refugiados en algún rincón propicio, daremos comienzo al monumental «Quién es quién en la literatura uruguaya».
Pero no nos ocupará principalmente dirimir virtudes. No buscaremos los parentescos proustianos, ni rusos ni shakespearianos. En este terreno, somos pocos y nos conocemos hasta el aburrimiento. Por otra parte, no aparecen caras nuevas que despierten interés. Algún nuevo invitado habla en voz alta, pero la curiosidad dura, nada más, hasta que se entiende lo que vocifera.
Lo que nos proponemos establecer, de manera objetiva y desapasionada, en aquel futuro amanecer que acabamos de resolver sea de primavera, es qué clase de gente hace literatura en esta tierra. Veremos qué porcentaje de catedráticos hay en aquella actividad. Cuántos abogados, rentistas y maestros de escuela. Hecho esto, podremos entonces estudiar cuales entre ellos son escritores de veras, hagan lo que hagan con el resto de su tiempo.
Más adelante, se impondrá una seria investigación en la vida privada de nuestros artistas. Presentimos grandes sorpresas. Sobre todo para los que sólo conocen nombres y un ángel aludo preservó de los libros. Juraríamos —y estamos dispuestos a apostar— que los hechos personales de los mencionados escribas en nada difieren —oh, romántico desencanto— de los que perpetran, día y noche, los buenos burgueses que no leen sus libros.
Y esto, que parece, en serio, un desencanto romántico, tiene su importancia. Es un problema de sinceridad. Escribirse un Hambre —a la Hamsun, claro— y pesar cien dichosos kilos es un asunto grave. Pergeñarse algunos Endemoniados —a la rusa, no hay por qué decirlo— y preocuparse simultáneamente de los mezquinos aplausos del ambiente intelectual criollo es motivo para desconfiar.
Hay que insistir sobre esto. ¿Quién hace literatura entre nosotros? Todo el mundo, pero no gente conformada psíquicamente para eso. La escala de valores de un artista no puede ser la misma de la de un catedrático, médico o rentista. El artista tiene por cosas tangibles lo que no existe para los demás, y viceversa. En ese sentido —y en tantos otros que poco nos importan— vivimos la más pavorosa de las decadencias, la más disgustante de las confusiones.
Hace años, tuvimos a un Roberto de las Carreras, un Herrera y Reissig, un Florencio Sánchez. Aparte de sus obras, las formas de vida de aquella gente eran artísticas. Eran diferentes, no eran burguesas. Estamos en pleno reino de la mediocridad. Entre plumíferos sin fantasía, graves, frondosos, pontificadores con la audacia paralizada. Y no hay esperanzas de salir de esto. Los «nuevos» sólo aspiran a que alguno de los inconmovibles fantasmones que ofician de papas les diga alguna palabra de elogio acerca de sus poemitas. Y los poemitas han sido facturados, expresamente, para alcanzar ese alto destino.
Hay sólo un camino. El que hubo siempre. Que el creador de verdad tenga la fuerza de vivir solitario y mire dentro suyo. Que comprenda que no tenemos huellas para seguir, que el camino habrá de hacérselo cada uno, tenaz y alegremente, cortando la sombra del monte y los arbustos enanos.
1 de septiembre de 1939