Carlos Reyles
La casualidad quiso que la muerte de Reyles y la de Figari ocurrieran en el mismo día. Esta coincidencia hace que sus nombres aparezcan unidos, bastante caprichosamente, y hasta hubo algún engendro poético donde se juntaba a ambos, repartiendo detonantes adjetivos, sin mirar a quién, como palos de ciego. Todo lo cual gusta mucho, no hay para qué decirlo, en este ambiente de sensiblería fácil.
A un año de la muerte de un escritor, y sobre todo si alcanzó la resonancia de Reyles, no es posible tener la distancia necesaria para un juicio reposado y cuidadoso. El tiempo se encarga de pulverizar los elogios que aparecieron como más ajustados y de otorgar relieve a elementos de su obra que, de primera intención, pasaron inadvertidos.
La personalidad de Reyles fue una de las más interesantes y típicas en nuestro ambiente. Realizó como nadie el tipo del «estanciero», el señor semifeudal, culto, totalmente europeo por raza y formación, pero acriollado, buscando ser uno con la tierra donde le tocó nacer, por una necesidad de afirmación, prejuicio telúrico e intelectual —sospechamos— en este caso.
Sus obras nacionales, Beba, El terruño, nos muestran un Uruguay visto por un espíritu extranjero. La figura heroica del caudillo en El terruño, que ahora recordamos por su fuerza magistral, es puramente intelectual, artística, en el sentido de irrealidad que lleva el término. Una montonera épica tratada por un esteta, absurdamente distante de lo que el caudillo y las patriadas fueron en este país.
La verdadera gran obra de Reyles fue El embrujo de Sevilla. Allí, en un ambiente de escritores, artistas, bailarinas y toreros, pudo Reyles encontrarse a sí mismo y moverse cómodo. Mucho de lo que sospechamos fue el alma de la raza, se encuentra en aquellas páginas. Pero siempre está, predominante, el hombre culto y refinado con su amor por lo no común. Teorías pictóricas, cante jondo, verónicas y procesiones, todo exprime allí su jugo artístico, y solamente éste. Una gran obra que a los españoles toca juzgar en definitiva.
Vuelto al país, luego de aquellas conferencias de la Universidad donde habló de sí mismo persistentemente, con orgullo y confianza, Reyles publicó El gaucho florido. Admirable comprensión de esta verdad: sólo es gran escritor el que puede fundirse al alma de su pueblo y expresarla al expresarse. Es en la vejez donde generalmente esta verdad se vislumbra, y el creador regresa, apresuradamente, a escarbar en las entrañas de su tierra. Esto hizo Valle-Inclán y quedará por sus últimos libros. Esto quiso hacer Reyles y no pudo. Sus afinadas manos de hombre de la minoría quitaban rusticidad a todos los temas. Luego del gran preludio de los troperos en la noche y el río, la novela se fracciona en un montón de anécdotas vanas, donde la persecución del color local molesta por evidente.
De su obra de teatro, El burro enterrado, nada hay que decir. Sus obras filosóficas carecen de médula. Como hombre público, reintegrado al país en momentos de grave crisis política, defraudó lastimosamente a todos los que creemos que el cumplimiento de una tarea artística no exime de otros deberes más altos y generales.
2.8 de julio de 1939