Comentarios respecto de «La fuga en el espejo»
La fuga en el espejo es una obra de arte que ha sido realizada teatralmente. Esta especie de definición civil del poema teatral de Espínola —poema como lo son Manhattan Transfer y Bubu de Montparnasse, sin dejar por ello de ser novelas— puede ser útil para lo que queremos decir de aquél y de su relación con el teatro.
El estreno de esta obra ha hecho repetir, junto con elogios sinceros, estas palabras tantas veces oídas y escritas: No es teatro.
No hay para qué hablar de las gentes que no entendieron, ni de sus cuchicheos risueños, ni de la lastimosa necedad evidenciada frente a palabras y gestos de una alta belleza. Sería candoroso esperar mucho de su inteligencia; lo triste es tener también que desesperar de su intuición. Porque, aun cuando el lenguaje que oyeron les fuera ajeno e incomprensible, es bueno creer que la suerte de las cosas que las palabras aludían, habrán estado alguna vez en sus almas, agitándose en un inútil clamor, en un gesticular en la tiniebla. Es bueno creer que alguna vez, sin saberlo, ellas han querido quedarse, llevar, guardarse el garabato de unos dedos amados, un brazo, una tarde con vestido azul, río y aire de cristal.
Los otros, los que de verdad vieron y oyeron, no pueden diferir en sus juicios respecto al valor extraordinario de la obra. El problema real, lo que puede permitirse sea discutido, en sí. La fuga en el espejo es teatro o no lo es. Y esta discusión —tan necesaria en un sentido general, por otra parte— es, sin embargo, absurda. Tanto como discutir si esa obra es o no una escultura, un ballet o un soneto.
No se trata de llegar a una imposible definición de teatro, de lo que es su esencia. Bastará con decir, aproximadamente, qué obra de teatro es una realización artística que se expresa por otro, el actor, mediante la palabra y la mímica. Una obra hecha tan sólo de un monólogo sería teatro; no lo es el recitar versos por cuanto el intérprete, como en música, sigue siendo él mismo. No se hace distinto, no cambia su ser por el del personaje, no es actor. La fuga en el espejo llega al público por medio de los gestos y voces que otros, sus intérpretes, prestan a su autor. Es, por eso, obra de teatro.
Puede ser dividida, ya lo está, en dos partes. Hablada la primera, mimada la segunda. Es pueril la exigencia de que una voz y gesto vayan juntos, unidos ayudándose. Ni en nombre del más intransigente realismo puede pedirse esto, ya que la misma vida diaria tiene sus horas de pura voz y sus horas de gestos significativos y silenciosos.
En esa primera parte hablada, la palabra lo es todo. Se puede cerrar los ojos y escuchar. Invisible la escena, perdidos esos cuerpos tristes de la despedida junto a la lámpara, sabemos siempre que habla ella y habla él; sabemos, sin error, cuáles son sus actitudes en cada palabra, en cada larga frase, en los momentos de la fe pasajera y en los otros de la renuncia y el desencanto. Puede ser así, puede no haber la necesidad visual de los gestos, porque ella y él están diciendo lo que nunca se dice por inefable. Exteriorizan todo el secreto, toda la vida fantástica y dislocada de sus almas en aquel momento del adiós. Y la vida poética de las sensaciones se traduce en gestos como ella, puros, únicos y totales, implícitos ya en las frases que ella, al emerger, haga pronunciar.
Se ha dicho que Espínola pretende crear un lenguaje teatral nuevo, cargado de símbolos. Y lo que él hace es, simplemente, emplear el único lenguaje posible, la única calidad de palabras que permite decir, dar, lo que él quiso dar y decir.
Las imágenes fragmentadas, los pedazos de recuerdos, los asomos de ideas, deseos y sentimientos que bullen incesantes dentro del hombre, en su vigilia y en su sueño, no pueden expresarse con la misma manera común y gramatical que sirve para el tráfico de los pensamientos. Todo ese mundo maravilloso e inasible, por estar preso, y, a la vez, totalmente incontrolado y libre; por ser más nuestro, más individual aún que las propias caras de carne, con sus tonos de voz y su gama de miradas; por estar en la zona de misterio donde el alma humana comunica con el gran enigma del universo, sólo puede ser tocado con las manos de la poesía y el símbolo.
Se puede argüir, hasta aquí, como se ha hecho, que la obra de Espínola es un poema, no teatral, que puede expresarse por medio de la imprenta y la lectura.
Pero la segunda parte de La fuga en el espejo, plástica pura, belleza hecha con signos, con la danza bufa y trágica de un titiritero que intenta en vano rearmar su retablo, animar sus tristes muñecos descoyuntados, prolongar la existencia fugaz de aquello que pasó por un alma con ágiles pies silenciosos, ¿puede ser expresada con palabras?
Tan imposible es, que el autor no ha puesto allí ni una. No sólo no se necesitan, sino que estarían de más, inútiles, sin posible encaje. Todo está dicho, exactamente, con el cuerpo que baila y cae: que lucha por la resurrección del pasado y fracasa, no obteniendo más que una dolorosa caricatura, máscara despiadada y burlona que insinúa sin éxito los rasgos de un viejo rostro perdido ya para siempre. Todo está dicho con ese intento y esa derrota, con la gracia melancólica de la cajita de música cuya cuerda se rompe desgarrada, con los ojos nosotros que sufrimos el mismo eterno drama del fluir constante y sin retorno, y que no tenemos respuesta para su extrañada súplica, su muda pregunta.
Pero La fuga en el espejo «no es teatro». ¿Por qué? Se dice que es oscura. Es, en todo caso, difícil, y por su intención no podría ser de otra manera. ¿Se puede creer que si Mallarmé fuera más fácil sería por ello más poeta, o más novelista Proust?
Se dice también, por otro lado, que carece de acción. Argumento sin sentido: toda obra de arte se desenvuelve, crece, tiene principio y fin, actúa siempre, ya sea en el tiempo o en el espacio. Y no puede pretenderse que una obra escrita teatralmente llegue recién a ser teatro cuando alcanza una cantidad determinada de esa acción, de ese encadenamiento de vivencias que se acostumbra a suponer inseparable de la idea de teatro. Una situación o un grupo de ellas no puede ser, por sí, más teatral que otra. Todo estará en cómo sea realizada, en cómo interese y se apodere del que escucha y mira. Puede describirse una obra maestra con sólo un momento de la vida del hombre, una situación de su alma. Y puede hacerse una obra maestra con decenas de acontecimientos vertiginosos.
Una u otra forma dependerán del temperamento del autor, del aspecto de la vida que él ame y prefiera.
La insistencia en ese absurdo reclamo de hechos hace sospechar que lo que se quiere en realidad es la acción grotesca, la intriga irreal, los chistes, el desenlace inesperado y sorpresivo. Necesidad de ser asaltados y violados por llantos y risas brutales. Es el mismo sentimiento que hace decir a la pequeña y numerosa gente, al enfrentar ciertos hechos y actitudes: Esto es teatral. Quieren decir con ello, sabiéndolo o no, que el suceso criticado no es sincero, no espontáneo. Que se ha realizado para gustar a los ojos y oídos que hayan de verlo y escucharlo.
Y como la obra de arte no puede ser sino sinceridad y cosa espontánea —espontaneidad de años, muchas veces—, como el arte ha sido siempre verdad, la posesión milagrosa de la verdad en la aventura, lo que se quiere, lo que se pide y aplaude, es el no arte, el remedo del arte, la mentira, el folletín, lo frívolo y lo cursi.
Junio de 1937