Carnaval sin César

Por graves razones de higiene mental, he dejado de leer los textos diarios desde aquel 1 de septiembre en que nos despertaran a las seis de la mañana para comunicarnos que «la aviación alemana bombardea Varsovia». Y, por amor a la síntesis, me he convertido en un erudito de la tituliteratura periodística. No hay suceso, etapa de la historia, pensamiento que no me anime a condensar en una frase. Es natural que el estilo se resienta un poco; pero el cerebro del lector de títulos queda al poco tiempo convertido en uno de esos instrumentos de tortura del Coney Island y es capaz de entender cualquier cosa, de adaptarse al más sincopado disparate que le presenten ocho columnas en 36 bastón.

La tituliteratura está ya dividida en tantas escuelas como cualquier rama del arte. A veces, en los días felices, usted puede tropezarse con títulos del más directo naturalismo, aunque con cierto ritmo poético que los hace inolvidables: DE CATORCE PUÑALADAS DIOLE MUERTE. Triunfa también la teoría superrealista; hay títulos que lo dan todo sin revelar nada: CUATRO MILLONES DE INGLESES. Y nada más. El resto lo pone el lector. Con sólo una mirada ha conseguido usted un agradable trabajo para algún tiempito: dar destino a cuatro millones de ingleses, imaginar qué catástrofe apocalíptica los llevó hasta la primera plana de un diario montevideano.

Creo que como introducción alcanza. Quedamos en que un servidor limita el acrecentamiento de su cultura por vía periodística a un rápido examen de los titulares. Pero a pesar de esta sabia táctica debo confesarle que todo lo que se relaciona con la guerra, dictadores, bombardeos, hundimientos y stukas, me tiene ya fatigado. Es lo mismo que si a usted lo condenaran a seguir un folletín, bastante monótono, pésimamente escrito y del cual sólo le interesa el final.

En esta situación de espíritu me encontraba hace unos días, cuando al mirar la página en que acostumbran a aparecer los artículos de Grucho Marx en Marcha, me encontré con un título que abandonaba los temas bélicos para herir mi imaginación y renovar mi esperanza: CÉSAR DE CARNAVAL. Esto era lo que yo necesitaba, señor director. Que se dejara un poco de lado el comentario apasionado de la política internacional, la incorrecta costumbre de atacar a jefes de estados amigos, y con razón, del nuestro, para ocuparse un poco en las próximas fiestas de carnaval.

Y a esta alegría se agregaba otra, casi más profunda. El título a que me refiero vino a solucionarme un problemita que me tenía desvelado noches atrás. ¿De dónde sacar plata para disfrazarme en estos carnavales? Ya cayó el chivo en el lazo, regocijeme. ¿Hay algo más fácil y barato que disfrazarse de César? Con una sábana, una buena afeitada del cráneo y un par de sandalias… El resto, el aire cesáreo, el pulgar hacia el suelo, corría por mi cuenta.

Confieso que me desalentó un poco la serie de condiciones que según el editorialista era necesario reunir para configurar un César de carnaval digno de obtener algún premio de máscara suelta en los tablados. No tengo ninguna de las cualidades tan precisamente enumeradas en el editorial. Pero, aquí también, lo importante es divertirse y gastar poco.

Ya le tenía preparada una carta de felicitación por el amable cambio introducido en los temas de Marcha cuando me dieron la noticia de la suspensión del semanario. Y justamente a causa del artículo aquel —no el 9—, del artículo sobre los disfraces de carnaval.

Lo malo, señor director, lo pésimo, es que ya me había afeitado la cabeza. ¿Qué hago ahora con la bocha desnuda? Porque si a usted le cierran el periódico por escribir, escribir nada más, sobre un modelito de disfraz, ¿qué me pasaría si salgo a la calle, entre lubolos, gauchos y corales, haciéndome el loco con la sábana blanca y zurcida, las sandalias playeras y el brazo extendido?

De manera, pues, que la culpa de mi desgracia cae sobre usted. Marcha tiene el deber moral de explicarme qué debe hacer un César cuando acaban de dejarlo afeitado y sin desfile y, después de haber anunciado a todo el mundo un éxito descomunal en los coros, después de haber gastado a cuenta de los premios, tiene que quedarse en casa, escondido, avergonzado, hecho un pobre diablo, mirando por el balcón el alegre carnaval de los demás.

24 de enero de 1941