Churchill-Marx
Señor director:
No sé si a usted le molestará; pero quiero confesarle públicamente que no soy proteccionista. ¿A qué luchar contra el destino? Me abandono a mi naturaleza y prefiero ver una película yanqui a una nacional y las novelas de Huxley a las de (disculpe, please). Pago con gusto los impuestos con que la Aduana sanciona mis preferencias. Cualquier cosa antes que transigir con sucedáneos. ¿Y qué clase de cosa que lleve por ley la etiqueta «Industria Uruguaya» se atrevería usted a designar como no sucedáneo? Vea: hasta hay veces que, en el biógrafo, cuando se encienden las luces después de haberse mostrado en la pantalla por más de una hora la cara y otras propiedades de la Crawford, o la Dietrich o cualquier asombroso fenómeno por ese estilo, cuando se encienden las luces, repito, y miro, desperezándome para salir del sueño, alrededor mío… ¡Hay cada sucedáneo con faldas, señor director!
En fin, todo es así. Y por haber vivido desde la cuna hasta la jubilación entre ersatz de toda especie y forma, es seguro que no habrá para nosotros la alternativa de Infierno o Paraíso. Terminaremos en el Limbo, sin mayor alteración para nuestras costumbres, ya que pecados y virtudes no pasan, en esta tierra, de imitaciones poco felices.
Movido por esta alma encenagada en el librecambismo que Dios me ha dado, e impulsado por un austero anhelo de verdad, no voy a ninguna sesión del Legislativo ni leo las crónicas correspondientes. O me dan un Parlamento de veras o me quedo con un dictador. Que en este caso las falsificaciones son más fáciles de tragar. Cuando tengo la necesidad de Parlamento, busco las noticias referentes al de Gran Bretaña. A veces son malas y otras buenas. Pero no se refieren a vasazos, y es frecuente que los discursos allí pronunciados aludan a cosas concretas. Uno de los últimos de Winston Churchill, por ejemplo.
El jefe de gobierno inglés se refirió a un proyecto de seguro obligatorio por el cual se reconstruirán todas las propiedades dañadas o pulverizadas por la guerra, una vez concluida ésta. El plan, que, no hay que decirlo, queda supeditado a un triunfo inglés, tiene efecto retroactivo.
Conocido el espíritu británico, es presumible que las indemnizaciones no se limitarán a refaccionar las tiendas de Piccadilly ni las fábricas de Lancashire ni los barquitos de Southampton. Supongo que al que perdió bajo una bomba alemana cualquier cosa de valor, se la presentarán flamante o con poco uso allá por el día de la Victoria. Con la forzosa limitación de todo lo que es humano, me apresuro a conceder a los envenenados. Los soldados barridos en Francia y los civiles ametrallados en las ciudades inglesas no serán devueltos a sus deudos.
Pero conviene detener la imaginación porque ya estoy por la mitad del espacio. Deseo comunicarle que el proyecto Churchill me ha sugerido la idea de hacer algo por ese estilo en nuestro país. Un gran plan de seguros mutuos obligatorios y retroactivos, aplicable a todo. A la política, verbigracia. No se trataría de indemnizar a los políticos por las pérdidas económicas sufridas en sus sacrificadas carreras. Es sabido que, ya que todavía no somos ingleses, tenemos por esas cosas el más espiritualista de los desdenes. A un plan de seguros de orden moral me refiero, y paso a explicarme.
No olvide que «en la guerra como en la guerra». Gloso: en la política como en la política. Ahora bien; supóngase que un desconocido ciudadano alienta bajo la camisa el deseo de ser útil a sus compatriotas y de servir al país. Es posible que logre sus deseos de una manera normal, recorra el escalafón y llegue a cualquier puesto eminente que le permita realizar cuanto altruista sacrificio le pida su natural masoquismo. Pero también es posible que al imaginario ciudadano se le haya despertado la vocación a deshora o que, sencillamente, no le dé el naipe ni siquiera para eso. Siga suponiendo que las circunstancias, de repente, le ponen en esta disyuntiva: o se entrevera en algún asunto no muy limpio (un caso Stavisky, una revolucioncita criolla) o se resigna a continuar en la penumbra donde languidecen las ambiciones de los buenos ciudadanos. Concédame que el ejemplar mentado no pueda aguantarse y se hunda hasta los ojos en el asunto no muy limpio. Se habrá hecho el gusto y el país está servido. Pero, años después, puede darse el caso de que el tipo del ejemplo se vea acosado por un más urgente afán de sacrificio, el que sólo podrá realizarse con el concurso de gentes que no serían capaces de participar en ninguna actividad dudosa.
Claro que todo esto es demasiado imaginar: pero el caso puede darse. Bueno. En un país donde no exista el plan de seguros morales que vengo a proponer, el hombre con berretín de sacrificio se quedará con las ganas. Aquella macana inicial no será olvidada ni perdonada, ningún compatriota que haya logrado mantener su honor impoluto y naftalineado será capaz de darle el ambicionado empujoncito para que el tipo siga haciendo el faquir.
Pero aquí, bajo mi frente, por ahora, está el grandioso plan de seguros mutuos morales y retroactivos para hombres metidos en política. El plan Churchill-Marx. Gracias a él, cuando llegue el día de la victoria, o cuando esté por aclarar, se efectuarán todas las reparaciones necesarias en la reputación de los que se damnificaron en servicio de su país. Se les brindarán, como en Inglaterra, casas; reputaciones casi sin usar. Aunque hayan quedado hechas polvo, el seguro se encargará de rehacerlas, de reforzar los cimientos, blanquear fachadas, limpiar cañerías, y los ciudadanos volverán a gozar del aprecio perdido, intactas sus famas, casi vírgenes sus prontuarios, en el mismo inocente estado en que se encontraban antes, cuando se veían constreñidos a su papel de honestos ciudadanos.
Esto va así, al correr de la máquina, sin devastar. Pero usted comprenderá la trascendencia y las extraordinarias posibilidades que abre esta segunda idea que le regalo.
Y corto aquí, bruscamente, porque se me acaba el espacio y porque una maldita duda me está molestando como mosca de verano: ¿no habrán inventado ya en el Uruguay el sucedáneo del grandioso plan de Churchill?
6 de diciembre de 1940