Estilo gráfico
Hace pocos días un hombre subió a un taxi, se hizo llevar a lugares desiertos y oscuros y amenazó al chofer, según declaraciones de éste, con una pistola. Obtuvo unos catorce pesos, que lo persiguieran, lo alcanzaran y fuera entregado a los encargados de hacer justicia sobre la Tierra. Esto sucede con frecuencia; lo interesante es lo que viene ahora.
Llevado el asaltante hasta la comisaría, se le buscó en todo sitio, bolsillos y catacumba el supuesto revólver con que había realizado el atraco. Pero no había nada. El hombre aclaró el misterio. Había quitado la tapa de su lapicera fuente y la había apretado contra la nuca del chofer. Una voz ronca y el susto consiguiente hicieron el resto.
Como Dios ha querido tenerme alejado de estas cosas, ignoro qué pena le corresponde al hombre de la lapicera. Pero sea la que fuere, afirmo desde ahora que es inferior a la que se merece si nos apartamos un poco de los códigos.
El hombre de la lapicera debe ser condenado severamente por despilfarro y por torpeza. Paso a explicarme:
Desde el momento en que consideró su estilográfica como un arma capaz de producir daño, debe reconocerse que el reo despilfarró el poder agresivo de su instrumento. Piénsese un poco en la cantidad de víctimas que han producido las lapiceras en el mundo. En los tratados de no agresión que se han firmado con ellas y que acabaron como acaban siempre. Piénsese en el acuerdo que sirviera de base al Comité de No Intervención en la guerra de España. En los contratos de las fábricas de armas. En los infames novelones, las recursis poesías, los manifiestos políticos y las letras de tango.
Piénsese, ¡ay!, en esa cuidada, virgen, simbólica y costosa lapicera que se acostumbra a romper ad hoc para firmar contratos de casamiento y que nunca vuelve a ser usada, a no ser por algún desesperado que intente abrirse las venas.
Estos ejemplos alcanzados son para poner en marcha la imaginación del lector y hacerle abarcar el escalofriante panorama de los usos y destinos lapiceriles. Sin mayor esfuerzo se reconocerá que las posibilidades del hombre que empuña una lapicera son casi ilimitadas. Es cierto que el bien que se puede hacer con semejante arma es insignificante. Pero, en cambio, desde el sucio anónimo hasta el tratado entre Altas Partes —sin olvidar el pagaré, los billetes de banco y otras modestas miserias—, la lapicera se basta para amargar, complicar y suprimir la vida humana. Se ve claramente, pues, que el uso dado por el asaltante a su adminículo de bolsillo peca por mezquino y desproporcionado.
La segunda acusación se refiere al pecado de torpeza. Es de imaginarse que muchos días y noches antes de decidirse al atraco, el que llaman delincuente se había pasado en el borde del catre, con las manos en la cabeza, meditando sobre la manera más rápida y segura de conseguir dinero. Habrá pasado revista a todos sus bienes muebles, apartándolos uno por uno con gesto de desconsuelo. Sólo quedó, luego del proceso eliminatorio, el tubito negro y brilloso de la lapicera. El hombre la colocó en la palma de su mano para sopesarla; desenroscó la tapa, examinó la pluma, hizo jugar el émbolo del depósito. Calculó en cuánto podría venderla y la dejó caer sin interés. Pero volvió a ella, enseguida o al siguiente día, porque ya no tenía otra cosa hacia la cual volver. Resolvió entonces cambiar el destino de la estilográfica. Aquí vendría bien un racconto del pasado de la lapicera, más o menos llorón y mentiroso. Pero no hay espacio. Resolvió, pues, hacer de la estilográfica una Colt de pequeño calibre. No se le ocurrió nada mejor al pobre hombre; y consiguió catorce pesos y una temporada en la cárcel.
Incalificable torpeza, señores del jurado. Nunca hubo en la historia una época en que pudieran realizarse tan brillantes inversiones con las plumas fuentes como la que disfrutamos. Es cierto que el asunto está un poco conversado y los propietarios de estilográficas en disponibilidad embotellan el tráfico en las redacciones de diarios y periódicos ofreciendo sus servicios. Pero día a día crecen las necesidades de la industria. A la demanda local se agregan los pedidos de ultramar y las nobles y justicieras causas que hay que defender, con la estilográfica por lanza, surgen sin descanso. Tan es así que ya hay quien trabaja con dos lapiceros, uno para cada tema, y no puede dar abasto.
En consecuencia, pido que al hombre que denigró y subestimó el poder de las plumas fuentes, le sea aplicado un castigo ejemplar. Y con estilográfica, firmo.
21 de febrero de 1941