XLI

En cierta ocasión, la célebre Ninon de Lenclos, una de las mujeres más bellas y de vida amorosa más intensa de todos los tiempos, recibió este epigrama del donjuanesco caballero de Vendóme:

«Mi amor te concedió encantos

que, ciertamente, no tienes...»

El poco galante epigrama se lo había remitido el caballero de Vendóme a Ninon de Lenclos a causa de haber sido rechazado por ella en sus galanteos.

Ninon, que era una mujer de sutil inteligencia y un notable sentido del humor —dejemos a un lado su extraordinaria belleza—, le respondió a Vendóme del siguiente modo:

«Si el amor concede encantos,

¿por qué no le pedís algunos?»

La Bella Otero no hubiese sabido contestar tan agudamente en una ocasión semejante. Ella era muy respetuosa con los aristócratas y el caballero de Vendóme era hijo nada menos que de Enrique IV. Jamás la Bella Otero le hubiese dado un desplante al hijo de un rey.

Acababa de leer esta anécdota Carolina Otero en un libro sobre la vida amorosa de Ninon de Lenclos. En seguida la imaginación se le echó a volar. A medida que se iba acercando a la muerte, la Bella Otero se sentía más identificada con su pasado, con los años en que había mantenido relaciones con reyes y nobles de las más rancias casas europeas.

Aquella mañana había ido a la catedral de Saint-Reparate. Era un edificio del siglo XVII. La Bella Otero había ido con la intención de entrar. Pero no lo hizo. Se quedó mirando la fachada. De pronto, sin saber por qué, se había echado a llorar. Un señor de unos cincuenta años, alto y elegante, la vio y se acercó a ella.

—¿Le ocurre algo, señora? —le preguntó amablemente. La Bella Otero lo miró con asombro. ¿Sabía ella acaso por qué estaba llorando?

—No, no me ocurre nada. El señor sonrió.

—¿Me permite que la acompañe hasta su casa?

—¿Usted?

La Bella Otero había dejado de llorar. Se enjugó las lágrimas y sonrió.

—Sí, señora, yo.

—¿Adonde quiere acompañarme?

—Adonde usted quiera, señora.

—¿Adonde yo quiera? El señor sonrió.

—Sí, señora.

—¿De verdad?

—De verdad.

La Bella Otero no sabía si estaba soñando o si aquello que oía era la pura verdad. Desde hacía algún tiempo, las ideas se le entrecruzaban en el cerebro de una forma extraña. A veces, mezclaba recuerdos de su infancia con hechos sucedidos cuando tenía cincuenta o sesenta años, o bien daba por sucedidos hechos que sólo habían tenido realidad en su imaginación, considerando, otras, como sueños lo que realmente le había sucedido no hacía mucho.

La Bella Otero chocheaba. Eso era la razón de todo. Se estaba muriendo,

—¡Ah, pero estoy muy cansada! Era verdad, la Bella Otero estaba muy cansada.

—Puedo llevarla en mi coche, señora.

—¿Tiene un coche?

La anciana hizo la pregunta con un aire de asombro que hizo reír a su interlocutor.

—Sí, allí —repuso éste señalando hacia el lugar donde había dejado aparcado un elegante «Mercedes».

—¿Aquel coche es suyo?

—Sí.

—¡Qué bonito es!

—Venga.

El caballero la tomó del brazo y ios dos se acercaron al coche.

—¡Oh, qué hermoso!

La Bella Otero se puso a palmotear como una niña.

—Suba —le dijo el caballero abriendo la puerta delantera del elegante descapotable.

—¿Adonde la llevo?

—Lléveme al muelle de Lunel. ¿Me llevará, señor?

—Claro que sí.

—¿Y después al bulevar de la Emperatriz de Rusia?

—La llevaré adonde usted quiera, señora.

A la Bella Otero se le saltaron las lágrimas de emoción cuando el coche se puso en marcha.

Estaba viviendo su última ilusión. Cerró los ojos. Soñaba que el que iba a su lado conduciendo el coche era el gran duque Alejandro de Rusia, el mismo que le había regalado diez mil rublos una noche en San Petersburgo por bailar en su palacio.

De pronto, abrió los ojos. El aire salobre del mar le acariciaba la cara. Estaban pasando por el muelle de Lunel. La Bella Otero contempló las tabernas populares que había aquí y allá. Era la última vez que las contemplaba.

Después pasaron por el bulevar de la Emperatriz de Rusia.

—¿Por qué ha querido venir a ver esto? —le preguntó el caballero—. ¿Es usted rusa?

—No, pero estuve en Rusia. ¿Le parezco rusa?

—Tal vez.

—Yo, ¿sabe?, pude haberme casado en Rusia.

—¡Ah!

—¡Con un gran duque!

El caballero la miró sonriente.

—¿Un gran duque... dice?

—Sí... El gran duque Alejandro. Estaba muy enamorado de mí. Una vez me hizo un regalo de diez mil rublos...

De pronto, la Bella Otero se echó las manos al rostro y lloró mansamente.

—¡Vamos, señora, cálmese!

Unos días más tarde, la Bella Otero exhalaba ei último suspiro. Corría el mes de abril de 1965.

Cuando los periódicos dieron la noticia de su muerte, todo el mundo se preguntó: ¿Pero todavía vivía la Belfa Otero?

FIN

This file was created
with BookDesigner program
bookdesigner@the-ebook.org
07/03/2012