VI
Recuerdo una fotografía que vi de la Bella Otero abrazando a María Félix cuando ésta acababa de interpretar con Jacques Berthier la ya citada película sobre la vida de la bailarina. Había todavía una especie de pátina o imagen desvaída de la gran belleza que de joven le iluminara el rostro. No era una cara triste, sino una fisonomía relativamente risueña. El paso de los años no había destruido la distinción natural de aquel otrora bellísimo rostro de mujer.
En cambio, recuerdo que, unos años antes de morir ella, visité por dos veces a Raquel Meller en su casa —creo recordar que vivía en la calle de Rosellón o de Córcega, pasada la Diagonal, de Barcelona— y me impresionó la huella del tiempo sobre el rostro de aquella mujer pequeñita, encorvada, llena de arrugas. Había en su fisonomía muy poca —o ninguna— alegría de vivir. Tenía por cierto un carácter lleno de suspicacia. Yo iba a hacer un trabajo sobre su vida y, al conocer mi pretensión de que me proporcionase algunos datos, por poco me echa por las escaleras. Me dijo muy lindamente que su vida no le Interesaba a nadie. Que, si yo quería, escribiese sobre su arte, pero no sobre su vida. Poco a poco fue calmándose, e incluso me proporcionó no sólo datos inéditos, sino que me mostró unas fotografías con el pintor Carlos Vázquez —uno de sus maridos; el otro fue el periodista Gómez Carrillo— que nunca habían sido publicadas, pero que, finalmente, no se decidió a darme.
Entre los rostros de la Bella Otero y de Raquel Meller había una notable diferencia por lo que respecta, ya no, claro, a los rasgos físicos, sino a la expresión. Podría decirse que la diferencia radicaba en que en el de la Bella Otero había, como antes dije, todavía cierta alegría de vivir y en el de Raquel Meller, poca o ninguna.
Sin embargo, las dos habían triunfado como mujeres y como artistas. La una, Raquel Meller, era —y seguirá siendo— la reina del cuplé en España. La otra, la Bella Otero, era —y veo difícil que nadie la deshanque en este sentido— la bailarina española más cosmopolita de su época.
Tal vez radicase —pero esto naturalmente no pasa de ser una suposición gratuita— la diferencia expresiva de ambos rostros en que Raquel Meller, como más artista, era una mujer de más vida interior que la Bella Otero.
Esto no le impidió a Carolina Otero codearse no sólo con los hombres más ricos y los aristócratas de más rancia prosapia de su época, sino que de ella hicieron grandes elogios hombres de la talla de un D'Annunzio, un Wilde o un Rostand o de que fuese amiga de Colette y trabajase con artistas de la categoría de Jane Renouard, Regine Badet o Napierkowska.
Volvamos ahora a la historia de la vida de la Bella Otero. Después de triunfar ruidosamente noche tras noche en el Palacio de Cristal de Barcelona, Francisco Coll decidió que había llegado el momento de probar suerte en París. El agudo amante de Carolina Otero había ido limando con paciencia los defectos de más bulto de la bailarina.
Esta había perdido su aire un tanto rústico. Se había sofisticado un poco y había perfeccionado sus armas coqueteriles. Podía pasar ya por una andaluza... siempre que no se le ocurriese imitar el acento andaluz.
Pero en París, por lo que respecta al origen de las artistas, suelen tener amplias tragaderas. Si Lola Montes, escocesa o irlandesa de nacimiento, pudo dar el camelo en la capital de Francia diciendo que era una condesa andaluza arruinada, ¿por qué la Bella Otero no iba a poder hacer colar la especie de que era hija de una gitana y de un noble oficial griego, nacida en la hermosa Cádiz como fruto de los amores de éstos?
El año de la llegada de Carolina Otero a París fue el de 1889. Arribó en compañía de Francisco Coll, que no la soltaba
ni a sol ni a sombra. «Paco Coll —escribe Sebastián Gasch— pulió a Carolina Otero. La administró bien. Hizo su publicidad. Cínico, inteligente, sabía de sobra la mina que poseía.»
El avispado catalán presentó a su amante a otro catalán: José Oller. Este personaje —nacido en Tarrasa— tuvo una gran importancia en el lanzamiento de la Bella Otero. José Oller había de convertirse con el tiempo en uno de los tipos más representativos de aquel frivolo París de finales del siglo XIX y principios del XX, es decir, del París de la llamada «bella época». El fue quien fundó nada menos que el «Moulin Rouge», el «Olympia» y el «Nouveau Cirque».
Como puede observarse, en este mundo al que acaba de llegar la Bella Otero se accede a los altos planos de la pintura de la época. Del «Moulin Rouge» a Toulouse-Lautrec no hay distancia perceptible y, una vez de la mano del estupendo pintor francés, no es difícil ponerse en comunicación con Picasso.
Efectivamente, Carolina Otero va a vivir a partir de entonces dentro del círculo mágico del todo París, que —tanto en arte como en literatura, en finanzas como en aristocracia—, en aquellos años, era como decir todo el mundo chic de Europa, la alegre y confiada Europa anterior al estallido de la Primera Guerra Mundial.
Francisco Coll, por mediación de José Oller, logró que la Bella Otero debutase en el «Jardín d'Eté». Paco seguía siendo el amante de Carolina. Pero el contacto con el sofisticado y deslumbrante París finisecular había despertado en la gallega— andaluza el ansia de medrar y convertirse en una de las musas del momento.
La Bella Otero descubrió no que era hermosa y que gustaba a los hombres, cosa de la que desde que era casi una niña estaba al corriente, sino que podía llegar a cimas hasta entonces no sospechadas por ella.
El salto de Valga a Barcelona había sido morrocotudo para una mujer de su clase en aquellos años, pero el de la Ciudad Condal a París tal vez fuese más deslumbrante para ella. No había ahora freno alguno a sus posibilidades. Estaba en la ciudad propicia y en el momento oportuno para que una mujer como la Bella Otero se lanzase a la conquista del mundo.
Hasta el momento en que debutó en el «Jardín d'Eté», Francisco Coll había sido para la Bella Otero un hombre casi providencial. La había arrancado de un cafetín de Mataró y la había hecho debutar en el Palacio de Cristal de Barcelona. Por sí esto fuese poco, gracias a Francisco Coll había logrado arribar a París y colarse en el mundillo de los «musíc-halls». Desde luego, no había sido poco el juego que en la práctica le había dado el avispado catalán a la Bella Otero.
Pero ahora ella no necesitaba ya andaderas. Había llegado el momento de echarse a volar por su cuenta. Era preciso relevar a Paco de sus funciones de mentor y amante. En ninguna de las dos facetas le interesaba ya a la Bella Otero.
Desde luego, Carolina Otero por fuerza hubiera debido estarle agradecida a Paco. Pero, ¿cuándo y dónde se ha visto que una mujer de la estirpe de la Belfa Otero sea capaz de truncar su carrera por un sentimiento tan poco práctico como es el agradecimiento?