XVII

Va llegando para la Bella Otero el momento de regreso a París. Su excursión por Europa no ha podido ser para ella más fructífera en todos los sentidos. Cuando salió de Francia era una bailarina conocida y aplaudida en París, pero todavía no había contrastado su arte —y su belleza física— por Europa y, por lo tanto, su fama estaba un tanto circunscrita. Al regresar, es famosa en toda Europa, ha vivido intensamente y ha logrado reunir una fortuna en joyas y dinero. La Bella Otero está, pues, en su hora máxima.

Durante su ausencia han ido imponiendo su nombre en los espectáculos nocturnos una serie de artistas de desigual calidad artística, pero casi todos con una singular personalidad humana.

Especialmente en el «Moulin Rouge» ha surgido un tropel de artistas que se han puesto de moda con el trepidante y pícaro can-can, en cuya difusión tan importante papel ha jugado el lápiz expresionista de Toulouse-Lautrec. Este pintor ha sido quien realmente ha conferido rango popular y artístico al «Moulin Rouge».

Es curioso que las figuras destacadas en el «Moulin Rouge» casi todas deban su popularidad precisamente a una anomalía en su estructura física. Lo contrario precisamente de la Bella Otero, que debió su triunfo —al menos en gran parte— a la perfección física de su cuerpo y a la extraordinaria belleza de su cara.

En cambio, la célebre Grille d'Egout debía buena parte de su celebridad en el París npcturno a que precisamente Roche— fort la había bautizado así aludiendo a sus dientes que tenían forma de almena. La famosa modelo de Toulouse-Lautrec, «La Goule», que era de aspecto vulgar, escandalosamente rubia y miraba con procacidad, sin pizca de gracia, al menos de esa gracia picante, sí, pero dulce ai mismo tiempo que el hombre busca en la mujer cuando acude a un «music-hall». Nini patte— en-l'Air, Jane Avril, Camelia, alias Trompe-la-Mort, la pobre Cri— Cri, que murió con las botas puestas, al ejecutar el «grand écart», y tantas otras mujeres famosas dentro de aquella desgarrada y frivola fauna del París nocturno de finales del siglo pasado y principio del presente.

Sebastián Gasch, que con tanta precisión y agilidad sabe evocar aquellos ambientes, describe así el «Moulin Rouge»: «De aquella sala lunar, decorada por Villette e iluminada con globos de gas, saltó la "cuadrilla" naturalista, a la que, para atraer a los turistas, pusieron luego el nombre de "french can— can". Tan pronto como la estridente orquesta atacaba los primeros compases de la "cuadrilla" comparecían las bailarínas con la gracia majestuosa y arrogante de los toreros que salen al ruedo, se formaba un cerco a su alrededor, y las amplias y albas enaguas empezaban a volar como ligeras corolas azotadas por el viento.» Al compás de esta florescencia abigarrada y trepidante, que mezclaba el descoco con el ardor, y en la que latía el alma del suburbio, centenares de visitantes acudían todas las noches al «Moulin Rouge».

El ambiente ha sido captado magistralmente por Toulouse— Lautrec. Tan identificada está gran parte de la obra de este pintor con el «Moulin Rouge», que uno llega a pensar si la obra es lo real y no lo reflejado, que ha sido tan sólo un sueño de la inspiración del artista.

Después del «Moulin Rouge», que tanto le debe indudablemente a Toulouse-Lautrec, fue la Mistinguette la artista que se impuso en Francia, dentro del campo del arte frivolo, por lo arrollador de su personalidad.

La Mistinguette señoreó durante muchos años, prácticamente hasta su muerte, el arte frivolo en París. Tanto es así, que una canción de Montmartre decía que:

«Mistinguette no envejece

porque ya no es posible para ella

envejecer más.»

La Mistinguette es contemporánea de la Bella Otero. Actúa en los mismos espectáculos, pero su personalidad artística está cien codos por encima de la de Carolina Otero. «Mistinguette —dice Gasch— fue la más sorprendente, la más extraordinaria animadora de revistas de gran espectáculo. Se la debe enjuiciar no tan sólo por lo que hacía en el escenario, sino también por el poderoso impulso que imprimía a un espectáculo. A lo largo y a lo ancho de los cuadros de una revista, se la percibía invisible y presente. Era ella quien sostenía con su entusiasmo y su ardor las producciones suntuosas y sometidas a un ritmo sin desfallecimientos, al ritmo que Mistinguette les confería.»

Era, como se ve, una artista vocacional, que amaba y sentía profundamente el arte del que vivía. ¿Podría decirse lo mismo de la Bella Otero? Difícilmente podría sostenerse la hipótesis de que la Bella Otero vivía para su arte. Oue viviera de él, es ya otra cosa y que se refugiase en él, como pretexto para encaramarse a estadios de vida —me refiero a vida social, de relación— a los que no hubiese podido llegar únicamente con su belleza física, me parece lo más probable.